domingo, 31 de mayo de 2015

Segunda dinámica de grupo de Anabel (CAPÍTULO II)

No fue mi única dinámica de grupo de aquel año. Un buen día me llamó Fátima y me preguntó si me apetecía ir con ella a un proceso de selección organizado por otro importante banco para engrosar su bolsa de empleo, y entusiasmada le dije que sí.
            Fátima, a la que había conocido en la universidad, era una chica estupenda, el único problema que había con Fátima era que no había manera de quedar con ella. Pese a estar desempleada (su familia tenía una carnicería que iba bastante bien pero el padre de Fátima se negaba obcecadamente a que su hija universitaria trabajara allí) y vivir con sus padres y no tener pareja, siempre tenía algo que hacer que nos impedía tomarnos un simple café, y cuando lográbamos al fin poner lugar y hora, resultaba que en el último momento a Fátima le surgía un contratiempo que le obligaba a anular la cita. Pero aunque casi no la viera, siempre podía contar con Fátima para temas de cursos y ofertas de empleo. Cada vez que encontraba algo que pudiera interesarme, me lo enviaba, aunque ella también fuera candidata a lo mismo (no se podía esperar algo así de todo el mundo aunque para personas como Fátima o yo eso fuera lo más normal).
Glenda, a los amigos muy ocupados con los que no había forma humana de quedar los llamaba los amigos de la CIA. “Parece que trabajen para la CIA y que de forma inesperada les salgan importantísimas misiones secretas y que por eso tengan que anular precipitadamente y sin dar demasiadas explicaciones citas y compromisos”.
            Así que le dije que sí a Fátima, mi amiga de la CIA, y ella se puso muy contenta. Me dio el lugar y la hora de la primera parte del proceso —nueve de la mañana de un lunes en la facultad de Económicas de la Universidad Pública del País Vasco—, y me explicó cómo iba la cosa: si pasábamos aquella prueba, consistente en un buen número de ejercicios psicotécnicos, tendríamos acceso a la segunda, una dinámica de grupo. Y si pasábamos la dinámica de grupo, terminaríamos siendo agraciadas con la posibilidad de pasar toda una entrevista personal, en carne y hueso, con algún individuo de Recursos Humanos del banco, el encargado de darnos finalmente el visto bueno y permitirnos formar parte de su bolsa de trabajo —cada vez que escuchaba el término “bolsa de trabajo” me imaginaba a miles y miles de personitas diminutas e inofensivas, prácticamente liliputienses, flotando sin destino ni asidero alguno en un espacio blanco y desangelado cuyos límites tenían la forma de una bolsa de plástico mal cortada—.
Le dije a Fátima que yo nunca había hecho un examen basado en psicotécnicos, y Fátima me dijo que si iba a estar más tranquila mirara en Internet, que allí había posibilidades infinitas, toneladas de ejercicios psicotécnicos, de todas las clases, estilos y dificultades, ya corregidos y bien explicados con los que se podía ensayar un poco y ver de qué iba la cosa, pero que en aquel preciso caso ella consideraba que no hacía falta, que los psicotécnicos de aquel banco tenían fama de ser sencillos. Y yo me fié de Fátima, que siempre se enteraba de todo.
De todos modos, eché un vistazo a los psicotécnicos etiquetados como “sencillos” o de “dificultad media-baja” que aparecían en Internet, y lo cierto es que no parecieron especialmente complicados, a saber, completar series numéricas tras estudiarlas fugazmente, deducir qué color le faltaba a una figura después de observar una serie de dibujos similares, o jugar a los famosos siete errores con dibujitos con muchos elementos y detalles. Aquella primera fase no podía ser difícil, me dije.
Me enfrenté a los psicotécnicos en una gigantesca aula rodeada de decenas de lánguidos candidatos como yo y con una optimista Fátima a mi lado, pese a que desde la última vez que la había visto, hacía casi un año, había adelgazado unos seis kilos: estaba en los huesos. Y nada más verlos descubrí aliviada que Fátima estaba en lo cierto: eran muy sencillos. Incluso me sobró tiempo para terminar el ejercicio. Fátima, mucho más puesta en la materia que yo, me dijo que le había sorprendido mi rapidez (estaría un poco harta de escucharme decir lo negada que era yo para los números y aquel ejercicio estaba lleno de operaciones y enigmas matemáticos), y como ella también salió contenta, la alegría fue completa.

Lo único que nos inquietaba era la cantidad de rivales que teníamos: los candidatos a aquella prometedora bolsa de empleo éramos tantos que cuando salimos del lugar del examen parecíamos una manifestación pacífica. Fue en ese momento, rodeada de seres jóvenes, con gesto desesperanzado y contando toda clase de historias desalentadoras (trabajos basura, pagos en negro, ausencia de ayudas públicas, enchufes grotescos y entrevistas de trabajo funestas), cuando pensé que si todos los que estábamos allí nos concentráramos todos los días frente a algún edifico significativo para protestar pacíficamente por nuestra situación, quizás alguien nos escuchara. Pero algo así tenía que ser propuesto y organizado por alguien con más inteligencia, energía, perseverancia y poder de convocatoria que yo. Eso me dije. 

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