No fue mi única dinámica de grupo de
aquel año. Un buen día me llamó Fátima y me preguntó si me apetecía ir con ella
a un proceso de selección organizado por otro importante banco para engrosar su
bolsa de empleo, y entusiasmada le dije que sí.
Fátima,
a la que había conocido en la universidad, era una chica estupenda, el único
problema que había con Fátima era que no había manera de quedar con ella. Pese a
estar desempleada (su familia tenía una carnicería que iba bastante bien pero
el padre de Fátima se negaba obcecadamente a que su hija universitaria
trabajara allí) y vivir con sus padres y no tener pareja, siempre tenía algo
que hacer que nos impedía tomarnos un simple café, y cuando lográbamos al fin
poner lugar y hora, resultaba que en el último momento a Fátima le surgía un
contratiempo que le obligaba a anular la cita. Pero aunque casi no la viera,
siempre podía contar con Fátima para temas de cursos y ofertas de empleo. Cada
vez que encontraba algo que pudiera interesarme, me lo enviaba, aunque ella
también fuera candidata a lo mismo (no se podía esperar algo así de todo el mundo
aunque para personas como Fátima o yo eso fuera lo más normal).
Glenda, a los amigos muy ocupados
con los que no había forma humana de quedar los llamaba los amigos de la CIA.
“Parece que trabajen para la CIA y que de forma inesperada les salgan importantísimas
misiones secretas y que por eso tengan que anular precipitadamente y sin dar demasiadas
explicaciones citas y compromisos”.
Así
que le dije que sí a Fátima, mi amiga de la CIA, y ella se puso muy contenta.
Me dio el lugar y la hora de la primera parte del proceso —nueve de la mañana
de un lunes en la facultad de Económicas de la Universidad Pública del País
Vasco—, y me explicó cómo iba la cosa: si pasábamos aquella prueba, consistente
en un buen número de ejercicios psicotécnicos, tendríamos acceso a la segunda,
una dinámica de grupo. Y si pasábamos la dinámica de grupo, terminaríamos
siendo agraciadas con la posibilidad de pasar toda una entrevista personal, en
carne y hueso, con algún individuo de Recursos Humanos del banco, el encargado
de darnos finalmente el visto bueno y permitirnos formar parte de su bolsa de
trabajo —cada vez que escuchaba el término “bolsa de trabajo” me imaginaba a
miles y miles de personitas diminutas e inofensivas, prácticamente
liliputienses, flotando sin destino ni asidero alguno en un espacio blanco y
desangelado cuyos límites tenían la forma de una bolsa de plástico mal cortada—.
Le dije a Fátima que yo nunca había
hecho un examen basado en psicotécnicos, y Fátima me dijo que si iba a estar
más tranquila mirara en Internet, que allí había posibilidades infinitas,
toneladas de ejercicios psicotécnicos, de todas las clases, estilos y dificultades,
ya corregidos y bien explicados con los que se podía ensayar un poco y ver de
qué iba la cosa, pero que en aquel preciso caso ella consideraba que no hacía
falta, que los psicotécnicos de aquel banco tenían fama de ser sencillos. Y yo
me fié de Fátima, que siempre se enteraba de todo.
De todos modos, eché un vistazo a
los psicotécnicos etiquetados como “sencillos” o de “dificultad media-baja” que
aparecían en Internet, y lo cierto es que no parecieron especialmente
complicados, a saber, completar series numéricas tras estudiarlas fugazmente, deducir
qué color le faltaba a una figura después de observar una serie de dibujos similares,
o jugar a los famosos siete errores con dibujitos con muchos elementos y detalles.
Aquella primera fase no podía ser difícil, me dije.
Me enfrenté a los psicotécnicos en
una gigantesca aula rodeada de decenas de lánguidos candidatos como yo y con una
optimista Fátima a mi lado, pese a que desde la última vez que la había visto,
hacía casi un año, había adelgazado unos seis kilos: estaba en los huesos. Y
nada más verlos descubrí aliviada que Fátima estaba en lo cierto: eran muy
sencillos. Incluso me sobró tiempo para terminar el ejercicio. Fátima, mucho
más puesta en la materia que yo, me dijo que le había sorprendido mi rapidez
(estaría un poco harta de escucharme decir lo negada que era yo para los
números y aquel ejercicio estaba lleno de operaciones y enigmas matemáticos), y
como ella también salió contenta, la alegría fue completa.
Lo único que nos inquietaba era la
cantidad de rivales que teníamos: los candidatos a aquella prometedora bolsa de
empleo éramos tantos que cuando salimos del lugar del examen parecíamos una manifestación
pacífica. Fue en ese momento, rodeada de seres jóvenes, con gesto
desesperanzado y contando toda clase de historias desalentadoras (trabajos
basura, pagos en negro, ausencia de ayudas públicas, enchufes grotescos y
entrevistas de trabajo funestas), cuando pensé que si todos los que estábamos allí
nos concentráramos todos los días frente a algún edifico significativo para
protestar pacíficamente por nuestra situación, quizás alguien nos escuchara.
Pero algo así tenía que ser propuesto y organizado por alguien con más
inteligencia, energía, perseverancia y poder de convocatoria que yo. Eso me
dije.
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