viernes, 22 de abril de 2022

Madre Ciudad te devora: Metrópolis, de Ferenc Karinthy


El turista accidental. Siempre me ha resultado curioso este título y la mezcla de sensaciones que me despierta: regocijo, suspense, cierto temor ante lo desconocido. Lo llevan una novela de Anne Tyler y la adaptación cinematográfica de Lawrence Kasdan, con William Hurt y Geena Davis como protagonistas. Trata del duelo por la muerte de un hijo y las segundas oportunidades. El título hace alusión a la profesión del protagonista, un tipo que escribe guías de viajes dirigidas a hombres de negocios obligados a viajar, para que estos disfruten al máximo de sus business trips.                                   Vi la película hace mucho, quizás demasiado. Luego, de mayor, me he sentido muchas veces como ese hipotético turista accidental de las guías de Hurt. Es lo que tiene dejar el hogar y partir a tierras ignotas, con o sin libritos orientadores. Porque si se lo proponen, las ciudades ajenas pueden dar verdaderos sopapos en forma de incidentes y pérdidas, rodeos e imprevistos, decepciones, meteorología cruel o habitantes infames. Sobre todo, cuando se viaja solo.
    Quizás con un poco de mala uva, podemos decir que el húngaro Budai, el protagonista de Metrópolis, es un turista accidental. Su intención es llegar en avión a Helsinki para asistir a un congreso sobre lingüística, su profesión, pero sin saber cómo, acaba en un lugar desconocido: desconocido hasta las últimas consecuencias. Porque resulta que el ilustrado Budai, que se quedó dormido durante el vuelo, no reconoce nada de la urbe donde aparece y todo tipo de comunicación con los seres que le rodean se le presenta como una tarea imposible.
    Los habitantes de esa ciudad sin nombre son intratables. Se mueven como bandadas de pájaros, rápidos y estresados, y encima, hablan un idioma que él, conocedor de más de diez lenguas, es incapaz de descifrar. Afortunadamente, consigue cambiar cheques de viaje por la moneda local en el hotel al que le llevan desde el aeropuerto, y en ese mismo hotel conocerá a su gran/único apoyo en la metrópolis: la ascensorista Epepé (o Dedé o Bebebé o Tyeté: ni en este caso puede Budai asegurar qué santas palabras salen de la boca de la muchacha).
    A propósito de Epepé que en su versión original da título a la obra: no puedo evitar pensar en La máquina del tiempo de H. G. Wells, cuando su aguerrido viajero temporal, solo y desperado en un lejano futuro en el que los monstruosos Morlocks dominan el mundo, logra confraternizar con Weena, una muchacha de la raza Eloi, trasunto de la especie humana, pero debilitada, acobardada y alelada.
    Es obvio que la motivación que mueve a Budai desde el principio de Metrópolis es, cual Dorothy Gale melancólica, volver a casa. El problema es que no sabe muy bien dónde encontrar los escarpines escarlata. Pese a sus esforzados intentos, el hombre se ve incapaz de llegar a aeropuertos o estaciones ―si es que existen―; los consulados y las embajadas no aparecen por ninguna parte, y la policía no ayuda en nada. No es que nadie le entienda: es que no le dejan ni tratar de explicarse.
    Como es de suponer, el ánimo, la esperanza y las capacidades analíticas de Budai van mermando a medida que empieza a interiorizar que quizás nunca logre salir de ese lugar desasosegante donde todo alimento y bebida es, paradójicamente, un poco dulce.
    La forma que tiene Karinthy de narrar la tragedia de Budai es honesta, austera, precisa. Sin florituras ni abigarradas reflexiones existenciales. En pocas páginas nos coloca a Budai en la ciudad imposible y nos invita a acompañarle en su pesadilla. Nos lo creemos y sufrimos, pero no dejamos de avanzar de su mano en busca de una salida y de, quizás más importante aún, una respuesta, porque: ¿dónde diablos estamos?
    La metrópolis de la historia es una urbe civilizadamente espantosa sin necesidad de caer en los cachivaches futuristas de Philip K. Dick, la sordidez postapocalíptica de Mad Max o el enloquecedor juego de espejos de China Miéville en su recomendable novela La ciudad y la ciudad. (Perdón por la ensalada de autores, obras y épocas: me han venido todos a la cabeza). Es nuestra incapacidad de ubicarla y comprenderla lo que la hace repulsiva.
    En este punto es inevitable mencionar a Kafka (ojo a ese metro, ojo a ese templo), pero me niego a utilizar cierta palabra que comienza por «dis» y que últimamente se utiliza para etiquetar casi cualquier obra de ciencia-ficción. No. La ciudad/jaula de Karinthy adolece de los mismos vicios que cualquier gran urbe contemporánea: trombas de gente robotizada; urbanismo desatado; ruido, estrés y soledad.
    Madre Ciudad, generosa y excelsa, te acoge en su regazo asfaltado, oh, mi pequeño urbanita, pero si no cumples las reglas del juego acabarás demente y perdido.
    Karinthy, hijo de escritor y psiquiatra, escribió Metrópolis en los 70. Es fácil percibir que la época y el lugar hacía menos de 15 años Hungría aún pertenecía a la URSS en los que fue gestado alimentan su atmósfera y su estética. Los mastodónticos edificios de la urbe hacen pensar en la brutalidad arquitectónica de ciertos regímenes autoritarios, y la severidad de sus habitantes sugiere una férrea educación y un implacable sistema de escarmiento para los rebeldes.
    Las lecturas y análisis que ofrece Metrópolis son infinitos. Si esta novela hubiera alcanzado la popularidad masiva que merece y no esa agridulce categoría de «obra de culto», que acarrea cierta oscuridad e infravaloración no serían pocos los eruditos y celebridades que gastarían tiempo en estudiarla y mostrar sus conclusiones (ay, ese final).
    No es el caso, y como el mismo Karinthy no llegó a disfrutar de las mieles del éxito, no queda otra que armarse de paciencia para encontrar opiniones con enjundia. Entre ellas cabe destacar la de Emmanuel Carrère, fiel admirador de Metrópolis, en su libro Conviene tener un sitio adonde ir.
    Busquen y lean: la obra y todo lo que encuentren sobre ella. Como ligero aperitivo sírvanles estas líneas. Espero, no demasiado dulces.


Metrópolis. Ferenc Karinthy. Traducción de Anne Mayo Herczig.

Editorial Funambulista. 378 páginas. 

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