Así, cuando yo era sólo una
criatura, Sandman me había prometido toda clase de juguetes que nunca me había
comprado (sus regalos eran siempre botellas de vino y pasteles que consumíamos
todos, él inclusive, cuando venía a comer o a cenar a nuestra casa); siendo una
adolescente, que me iba a dar invitaciones para tal o cual evento social que
jamás habían llegado, y convertida ya una joven adulta, mi apreciado Vendedor
de Arena me había asegurado que hablando con tal o cual amigo podría lograr que
se me concedieran apetitosas becas o prácticas en empresas de renombre. Pero
nunca, nunca, aquéllas en las que él tenía invertida su fortuna. No, eso jamás.
Casualidades de la vida, en aquellos negocios suyos jamás necesitaban a jóvenes
con mi perfil. Eso sí, le había encantado recomendarme encarecidamente que
estudiara Derecho, y cuando mi padre le había contado que yo había decidido
preparar unas oposiciones, se había puesto francamente insistente para que me
decidiera a, literalmente, “lanzarme a la piscina” y estudiara para Notarías. Y
yo me había negado. Ahí sí había conseguido salirme con la mía.
Y
bueno, lo de mi Master en Edición y Publicación de textos a Sandman le había
parecido, directamente, “un poco una pérdida de tiempo, ¿no?”, dicho en mi cara
con una mueca mitad puchero de niño bonito, mitad incomprensión que,
paradójicamente, me había llenado de alegría. “Ojalá me salga bien, encuentre
un buen trabajo gracias al Master y pueda restregárselo por la cara a este
tío”, me había dicho yo toda esperanzada. Desgraciadamente, Sandman aún no
había sido testigo de algo así.
El
único vínculo amable que nos unía a Sandman y a mí era el cine.
Él sabía que a mí me interesaba más
el cine clásico y el llamado cine de autor que las grandes superproducciones de
Hollywood pero que no por ello huía de ellas, y a él le sucedía algo parecido.
Así, en algunas ocasiones, ante la atenta mirada de mis padres, manteníamos afables
conversaciones sobre grandes directores de la época dorada de Hollywood,
expresionismo alemán, impresionismo italiano, nouvelle vague, Polanski, Michael Haneke, o Lars von Trier.
Sandman
también sabía bastante de literatura, pero si mencionaba obras o autores era
para entroncarlos directamente con su conversación cinematográfica. “Cuánto
sabes de cine para ser tan joven, hija, y qué análisis tan buenos sacas:
tendrías que ser crítica de cine”, me decía tras nuestras charlas. Y yo sonreía
tímidamente pero muy satisfecha: era el único cumplido que el Hombre de Arena
me dedicaba más allá de decirme, con un tono artificialmente lisonjero, lo
guapa que estaba o lo mucho que había crecido.
Cuando
Sandman venía a casa a comer o a cenar, mi padre se ponía nervioso. Y a mí eso
me molestaba mucho. Quería que todo estuviera limpio, ordenado, pefumado
y delicioso para que Sandman tuviera una idea inmejorable de nosotros, pero,
demonios, ¿por qué, si Sandman era, en teoría, un amigo suyo de toda la vida?
De esos que deben quererlo a uno de forma incondicional, como si fueran familiares
resignados a tolerar nuestros peores vicios y a defendernos a capa y espada frente a cualquiera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario