(después de que Anabel cuente cómo le fue en sus prácticas del Master y como opositora)
Y tenía
razón, pero tuve que esperar un poco a que llegara la nueva ronda de dardos,
porque en entonces se abrió la puerta del despacho y apareció la secretaria del
señor Velázquez con un vaso tamaño gintonic
lleno de un extraño mejunje de color verde amarillento, como si hubiera pasado
por el turmix leche, acelgas,
espinacas y varias yemas de huevo. Sólo ella y el señor Velázquez sabrían lo
que aquel vaso contenía. ¿Tal vez una receta natural para mantener la mala uva
en plena forma?
—Gracias,
Cuca —le dijo el señor Velázquez a su secretaria, y seguidamente le dio un
generoso trago al vaso que se llevó un tercio de la pócima musgosa. Cuca
desapareció satisfecha y el señor Velázquez siguió entrevistándome con algo de
verde en las comisuras de la boca. Parecía más relajado tras la ingesta de su
bebida.
—Continuemos…
Y después de hacer piruetas durante un año en la ciudad del amor y de meterte
entre pecho y espalda un Master más bien, seamos serios, inútil, prácticas en
fotocopias inclusive, en vez de ponerte como una cosaca a buscar trabajo de
cualquiera de tus ramas académicas, o vamos, ¡de lo que fuera!, se te ocurre
meterte de cabeza en una de las oposiciones judiciales más duras que existen en
este país. ¿Por qué, Anabel?
El señor
Velázquez acabó su frase con un vago ramalazo de histrionismo y un giro aéreo
de muñecas que le emparejaba, entonces sí, con el Al Pacino de Pactar con el
Diablo. Le contesté que hablé con mis padres y llegué a la conclusión de que
con mis estudios y tal y como estaba el mercado laboral (mal, estaba mal,
especialmente para las carreras de letras, aunque no tanto como en el momento
de la entrevista) preparar una oposición era una opción interesante. Unos años
de esfuerzo para conseguir un trabajo para toda la vida, con unas condiciones
envidiables y un sueldo muy bueno. Siempre había sido una buena estudiante,
siempre había tenido una memoria privilegiada. Sería cuestión de constancia y
concentración. Me vi capaz. Y mis padres me animaron. Eso sí, sin olvidar, que
la oposición que iba a preparar me iba a llevar al menos tres años. Siete u
ocho en el peor de los casos. Eso decían. Bueno, eso si es que antes no la
abandonaba. Y al escucharme decir esto último, el señor Velázquez rio con ganas
y gruñó “Si es que antes no la abandonabas, claro”. No supe cómo reaccionar
ante esa nueva pullita, pero no me dio tiempo. Inmediatamente, el señor
Velázquez me pidió que le contara mi día a día como opositora, algo que me
derretía los nervios. Me lo habían preguntado tantas veces y me lo seguían
preguntado… Odiaba explicar mi fallido plan de estudio diario durante los
cuatro largos años que duró mi etapa de opositora y cómo había conseguido
sobrevivir y mantener el ánimo teniendo un único examen cada año que me podía
dar paso a tres. Nada más ni nada menos. Pero no me quedó más remedio que
relatárselo a aquel pesado, y vi que se relamía de gusto cuando escuchaba cosas
como “hasta diez horas diarias”, “dolor de espalda”, o “dos paseos, uno antes
de la comida; el otro, antes de la cena”… Por supuesto, no le conté nada sobre
mis crisis de pareja con Miguel ni sobre la colección de latas de redbull que
escondía en el armario para que mi madre no las viera (mamá pensaba que esa
bebida era una auténtica porquería) y que me mantenían espabilada. Mi droga
particular.
—Y al
final, tras suspender cuatro veces el primer examen, tiras la toalla, y de
nuevo al vacío —resumió así el señor Velázquez mi particular via crucis
opositora.
Me callé
y me miré las rodillas. Si hubiera tenido fuerzas, le habría explicado a aquel
señor que la oposición que escogí me venía grande porque mis ganas de salir de
casa e interactuar con otros seres humanos, ir al cine, leer libros y pasarme
largos ratos vagabundeando por mi imaginario particular me impedían
concentrarme lo suficiente como para meterme casi trescientos temas de unas
quince páginas cada uno en la cabeza. Pero no las tenía. Y luego añadió:
—Resultado:
tras una licenciatura no deseada, un año entregado a la bohemia artística, un
Master inútil y cuatro años de oposición infructíferos, estás en el paro,
entreteniéndote con clases de alemán y de baile, sin haber trabajado ni
cotizado en tus treinta años y medio de vida, y doy por hecho que viviendo con
y de tus padres.
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