Aquel segundo año en paro, gracias al chivatazo de una compañera de danza, también hice un pequeño proceso de selección basado en una breve dinámica de grupo para intentar entrar en un curso organizado por una entidad bancaria con el objetivo de realizar las declaraciones de la renta de sus clientes. Es decir, a mí y a unas cuantas decenas de personas, casi todas menores de treinta y cinco, nos ponían a prueba para saber si nos merecíamos hacer un curso de varias semanas de duración sobre conceptos fiscales y elaboración de declaraciones de la renta. Sólo si se aprobaba un examen final se tenía derecho a ser contratado por el banco durante la campaña de la renta.
El
sueldo no estaba nada mal y conocía a varias personas, casi todas ex compañeros
de la universidad, que cada año hacían el curso (si ya se había hecho
previamente el curso, la duración era más corta) y posteriormente eran
contratadas, con lo que durante un trimestre al año vivían el agradable
espejismo de trabajar en un banco de renombre.
Sin embargo, hasta entonces yo no
había tratado siquiera de apuntarme al dichoso curso por el rechazo que desde
siempre me había despertado el mundo de la fiscalidad, los números en
general.
Desde pequeña había mantenido con
las matemáticas una extraña relación de amor/odio: me divertían y me aliviaban
ya que no exigían lo que vulgarmente se conoce por hincar codos, pero cuando me
confiaba y creía conocer todos sus secretos, resultaba que mi cabeza se
emborronaba y despistaba y acababa cometiendo imperdonables errores que me
hacían aprobarlas con notas más bien bajas que me estropeaban la media.
Pero el hecho de estar desempleada por segundo año consecutivo y el entusiasmo con el que mis ex compañeros universitarios me hablaban del tema cuando me los encontraba por la calle lograron que me decidiera a apuntarme a aquella dinámica de grupo.
Pero el hecho de estar desempleada por segundo año consecutivo y el entusiasmo con el que mis ex compañeros universitarios me hablaban del tema cuando me los encontraba por la calle lograron que me decidiera a apuntarme a aquella dinámica de grupo.
El show se desarrolló en una
céntrica sede del banco de turno, junto a una decena de personas más con
aspecto de estar muy nerviosas, y lo cierto es que para ser la primera vez que
me veía en algo así salí satisfecha. Las dos mujeres que presidieron la
dinámica, una rubia y una morena de mediana edad que no me quedó muy claro si
eran de Recursos Humanos o trabajadoras del banco, pese a que nos recibieron a
todos con grandes sonrisas y palabras amables, en cuanto comenzó la prueba se
volvieron dos seres siniestros con gesto amenazante. Pero a mí me gustó
tanto estudiar aceleradamente el caso que no habían dado —cierto banco quería
vender cierto nuevo producto con pros y contras y teníamos que ser lo
suficientemente avispados para que en nuestra oferta al cliente la parte negativa quedara
minimizada al máximo—, hacer uno de mis ordenados y ramificados esquemas para
ordenar mis ideas, y exponer lo que pensaba con un tono de voz afable pero
firme y respetando las opiniones de mis compañeros, que casi me olvidé de
aquellas caras luctuosas.
Y en aquella estancia bien iluminada
y rodeada de personas que en su mayoría parecían mucho más nerviosas que yo,
que se expresaban con frases confusas y que incurrían en algunas
contradicciones, por primera vez en mucho tiempo me sentí buena en algo: en
idear y exponer pulcramente soluciones sensatas a un problema.
Sin embargo, dos días después, un
mail tipo de la entidad bancaria me comunicaba que, lamentablemente, no me
consideraban apta para entrar en uno de sus cursos preparatorios para la
campaña de la renta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario