Al principio de mi segundo año en
paro comenzaron a hacer obras en la plaza situada al lado del edificio donde yo
vivía. Una verdadera tragedia, porque durante gran parte del día un ruido atroz
lo inundaba todo y conseguía que mi cerebro amenazara con reventar de un
momento a otro. Toda una sinfonía de instrumentos de albañilería donde llevaba
la voz cantante el taladro, el que debía de ser el maldito taladro más grande,
poderoso y ruidoso del mundo, creado especialmente para picar hasta el polvo
las piedras más bravas, poseía mi endeble alma a través de mis delicados
tímpanos y yo creía apreciar en semejante obra maestra de la cacofonía urbana
la banda sonora perfecta para mi desesperante situación personal. Monotonía
acústica y dolor mental durante horas y horas, prácticamente sin tregua.
Si hubiera consultado alguna clase
de ley sobre el tema, estoy segura de que habría descubierto que se estaban
saltando a la torera más de un artículo, pero en aquel entonces ya no tenía
fuerzas ni para buscar leyes y consultarlas y, mucho menos aún, exigir su
aplicación.
Mis padres, como hacían con casi
todos los dramas y tragedias que nos asolaban, se lo tomaban con filosofía y
apenas se quejaban, sólo dejaban escapar algún suspirito de desesperación de
vez en cuando y frases como “En esta vida, nunca le dejan a uno estar tranquilo”. Pero claro, ellos
trabajaban sus ocho horas al día, pasaban fuera de casa un buen puñado de
tiempo. Yo era la que más sufría el demoledor sonido de las santas obras.
Al vivir en el último piso, el
decimoséptimo, en origen pensado para alojar al portero del edificio y a su
familia, teníamos derecho a utilizar la gran azotea que coronaba el bloque y
que en realidad pertenecía a la comunidad entera. Pero ningún vecino ejercía
nunca su derecho a utilizar aquel espacio para tomar el sol (cuando el clima
bilbaíno lo permitiera), colgar ropa, hacer tai-chi o lo que fuera. Por lo
tanto, se podía decir que aquélla era nuestra terraza, nuestra gran terraza. Y
para mí, que pasaba tantas horas sola, era un alivio subir allí, sin nada o con
libros, música, bebida y una manta si el día era fresco, acomodarme en la vieja
tumbona que había o sencillamente observar desde semejante altura el paisaje
que se levantaba por todas partes: rectángulos de piedra de todo tipo y tamaño,
montículos de verdes montes y una franja de cielo, a menudo brumoso, encima de
todo ello, rematando el conjunto.
Pero no me gustaba a asomarme a las
no demasiado altas barandillas de piedra y mirar hacia abajo. Eso que dicen, que
procuramos no mirar al abismo no por miedo a caer sino porque éste nos invita a
unirnos al él con insistencia, ya no me parecía una estupidez. Siempre miraba
hacia el cielo y hacia el horizonte y disfrutaba poniendo mi mente en blanco. Pero
aquel ruido de las obras… Cielo santo, aquel ruido. Me quitaba las ganas de refugiarme
en mi terracita urbana. Y eso no tenía perdón.
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