miércoles, 13 de mayo de 2015

Extracto del CAPÍTULO I: La primera entrevista de Anabel

La estancia en la que entré era infinita y estaba pintada y decorada de tal manera que me hizo pensar que iba a ser entrevistada por el mismísimo Belcebú: paredes rojo granate, una mesa interminable de cristal con patas de acero que parecían extremidades de alguna clase de bestia, y cuadros con marcos oro viejo y estampas mitológicas. Pensé en la película Pactar con el Diablo. ¿Sería el señor Velázquez como el histriónico personaje de Al Pacino? Pronto lo sabría. La secretaria rubia me invitó a sentarme donde deseara y me ofreció algo de beber, y aunque me estaba muriendo de sed, le dije que no quería nada. ¿Por qué? Pedir un vaso de agua en un día como aquél no me hubiera hecho quedar como una caprichosa. Pero la mujer no insistió y desapareció por la puerta diciendo que enseguida vendría el señor Velázquez. Me senté en la primera silla que alcancé, justo de espaldas a la puerta. Dejé mi enorme bolso de tela en el suelo, a un lado de la silla (pensé que si lo colgaba daría una imagen un poco descuidada), apoyé mi espalda sobre el mullido respaldo negro y repasé mentalmente mi currículo y qué me había hecho decantarme por las cosas que había hecho desde que aprobara la Selectividad, hacía ya doce años. Doce años. Me mareé de sólo pensarlo. ¿O quizás del calor que me había negado a mitigar con un inofensivo vaso de agua fresca? Me ordené en silencio no dar más vueltas al tema del vaso de agua, saqué un espejito de mi bolso y comprobé que mi coleta estaba perfectamente hecha, mis labios con la dosis justa de pintalabios y los botones de mi vestido… Justo cuando me di cuenta de que tenía uno, el que estaba a la altura del corazón, desabrochado, noté que abrían la puerta de la sala. Me lo até rápidamente y me dispuse a girar la cabeza hacia la entrada para ver y saludar al señor Velázquez. ¿Cómo sería? Me lo imaginaba tal que así: de unos cuarenta y cinco años, alto, delgado, moreno y elegante, vestido de negro. Y con una corbata granate y brillante. Sólo habíamos intercambiado un par de mails, para poner fecha y hora a nuestra entrevista y aclararle que aunque en mi CV hubiera puesto una dirección de Madrid, en realidad yo vivía en Bilbao. Era el domicilio de una prima de mi madre. “Lo he hecho porque dicen que si no, no paso ni el primer filtro para trabajos que son en Madrid”, le expliqué. Y el señor Velázquez me había respondido que lo comprendía y que aquello no le importaba si llegado el caso podía trasladarme e instalarme en Madrid. Con eso se había ganado un pedazo de mi afecto. Y por fin, iba a verlo. Giro y mirada, y ahí lo tuve.
El señor Velázquez pasaría de los cincuenta, era alto, castaño claro y bastante corpulento. Y vestía de gris. Entonces llegaron la sonrisa, el saludo verbal, levantarse, ir hacia él, sonrisa de nuevo y saludo físico: apretón de manos. Luego, volver a la mesa y sentarse. Comenzó la entrevista.
El señor Velázquez parecía amable y tenía una copia de mi currículo cuidadosamente metida en uno de esos portafolios transparentes con agujeros en el margen izquierdo que nunca tuve en la Universidad porque no habría sabido muy bien qué hacer con ellos. Repasó mi currículo en voz alta sin mirarme a la cara y señalando cada línea con su grueso índice izquierdo. Era zurdo. Mi cabeza viajó hacia la palabra “siniestro” y lo mal vistos que estaban los zurdos hace muchos, muchísimos años. “Basta”, me dije, “concéntrate en el presente”. El señor Velázquez emitía un “ajá” o un “humm” cada vez que terminaba una de las líneas de mi currículo. Cuando llegó a mi beca parisina, pronunció la palabra “ballet” de una forma que me hizo mucha gracia, algo así como “bal-lée”. Alargó la “e” mucho. Y sin mirarme a la cara me preguntó que si yo “aún” practicaba bal-lée y le contesté que sí, que era una buena manera de mantenerse en forma.
—Pero se trata de ballet contemporáneo, ¿eh?, no de ballet clásico. Es diferente —aclaré.


El señor Velázquez no dijo nada, no dejó escapar ni un solo sonido.
Mis idiomas (castellano, euskera, inglés, francés y “actualmente” un curso de alemán) parecían agradarle especialmente por la cara que ponía, y cuando llegó a “Premios y reconocimientos” y declamó que hacía siete años yo había ganado un importante premio literario, soltó un sentido “¡Oh, lalá!”. No sabía si debía reírme y opté por el silencio. Y él levantó la vista del papel y me clavó sus redondos ojos marrones sin ápice de simpatía aunque sonriera. Durante la lectura de mi currículo me había mantenido recta e inmóvil como una cariátide y cuando me miró sentí que me iba a tocar hablar.
—Muy bien, así que ésta eres tú, Anabel Rey Leal— dijo el señor Velázquez dando unos cuantos golpecitos con su dedo índice izquierdo sobre mi currículo. El ruido que producía su uña contra el cristal de la mesa era inquietante, pero el señor Velázquez no dejaba de sonreír. Me fijé en que tenía la corbata color crema torcida y luché por que mis ojos se desviaran de ella. Le miré a los ojos y le dije sonriendo que sí, que efectivamente, aquel trozo de papel cubierto de plástico era yo. El señor Velázquez se recostó entonces en su silla con las palmas de las manos sobre el cristal inmaculado y el mentón elevado, y dejó escapar un hondo suspiro, de esos suspiros que parecen preceder a un discurso incómodo para el que lo emite y para el que lo recibe. Y comenzó a hablar. Me dijo que si yo sabía a qué se dedicaba y le dije que lo cierto era que no, que la oferta de Infojobs que me había llevado hasta su despacho no daba demasiado detalles. Mi ignorancia no pareció hacerle mucha gracia al señor Velázquez, soltó otro suspirito que remató con una sonrisa irónica, y me dijo que si hubiera cotilleado un poco en la red habría descubierto que su especialidad era nada más ni nada menos que asuntos de “famosos”. Actores, cantantes, modelos, futbolistas… Hablaba con tanta satisfacción de su trabajo que para demostrarle que me alegraba por él solté un “Oh, ¡qué interesante!” que recibió sin mucho entusiasmo, y pasó directamente a desmenuzar sin piedad cada una de las decisiones que yo había tomado desde que hiciera la Selectividad. Lo primero, que por qué escogí la carrera de Derecho. La verdad: no sabía qué estudiar, lo que tenía claro era que tenía que tratarse de una carrera de letras, y medité y hablé mucho con mis padres y con un amigo suyo al que le iba muy bien como hombre de negocios, y gracias sobre todo a los consejos de éste último, todos llegamos a la conclusión de que Derecho era la mejor opción. Pero como ser cien por cien sincera con el señor Velázquez me parecía algo peligroso, maquillé un poco la verdad. Le contesté que yo —sin que nadie, y mucho menos un amigo de mis padres, me tuviera que dar su opinión— siempre había pensado que Derecho era una carrera muy interesante y una buena base para acceder a diversas profesiones relacionadas con las leyes, la administración pública o el mundo empresarial. En fin, los argumentos que con tanta pasión había defendido el amigo de mis padres cuando yo, tímidamente, había afirmado que Psicología me resultaba más atractiva.
Cuando terminé mi exposición sintiéndome una alumna brillante que quería estar a la altura de las expectativas en un examen oral, percibí perfectamente cómo el señor Velázquez, que tenía la boca muy grande, dejaba entrever su brillante canino derecho. Parecía un lobo relamiéndose ante su inminente víctima. Y me saltó que si tan apasionante me resultaba la carrera de Derecho, por qué al terminarla me había dado por irme a París a bailar. Le contesté que llevaba toda mi vida, desde que era una cría,  bailando, ballet clásico primero, ballet contemporáneo después, y que me encantaba y me apasionaba, y que nunca lo había dejado, ni siquiera durante la carrera, con ciertos sacrificios, eso sí, y que no se me daba del todo mal, hasta el punto de que una vez licenciada no supe decir que no a la oportunidad que me llegó desde mi escuela de danza: una beca de un año de duración en una buena escuela de París para afianzar mis conocimientos. No había terminado de explicarme cuando el señor Velázquez ya estaba planteándome otra cuestión:

—¿No eras un poco mayor ya, con casi veinticuatro años, para una beca de danza? Te lo digo porque en esa profesión se triunfa muy de cría…

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