La
estancia en la que entré era infinita y estaba pintada y decorada de tal manera
que me hizo pensar que iba a ser entrevistada por el mismísimo Belcebú: paredes
rojo granate, una mesa interminable de cristal con patas de acero que parecían
extremidades de alguna clase de bestia, y cuadros con marcos oro viejo y
estampas mitológicas. Pensé en la película Pactar con el Diablo. ¿Sería el
señor Velázquez como el histriónico personaje de Al Pacino? Pronto lo sabría.
La secretaria rubia me invitó a sentarme donde deseara y me ofreció algo de
beber, y aunque me estaba muriendo de sed, le dije que no quería nada. ¿Por
qué? Pedir un vaso de agua en un día como aquél no me hubiera hecho quedar como
una caprichosa. Pero la mujer no insistió y desapareció por la puerta diciendo
que enseguida vendría el señor Velázquez. Me senté en la primera silla que alcancé,
justo de espaldas a la puerta. Dejé mi enorme bolso de tela en el suelo, a un
lado de la silla (pensé que si lo colgaba daría una imagen un poco descuidada),
apoyé mi espalda sobre el mullido respaldo negro y repasé mentalmente mi
currículo y qué me había hecho decantarme por las cosas que había hecho desde
que aprobara la Selectividad, hacía ya doce años. Doce años. Me mareé de sólo
pensarlo. ¿O quizás del calor que me había negado a mitigar con un inofensivo
vaso de agua fresca? Me ordené en silencio no dar más vueltas al tema del vaso
de agua, saqué un espejito de mi bolso y comprobé que mi coleta estaba
perfectamente hecha, mis labios con la dosis justa de pintalabios y los botones
de mi vestido… Justo cuando me di cuenta de que tenía uno, el que estaba a la
altura del corazón, desabrochado, noté que abrían la puerta de la sala. Me lo
até rápidamente y me dispuse a girar la cabeza hacia la entrada para ver y
saludar al señor Velázquez. ¿Cómo sería? Me lo imaginaba tal que así: de unos
cuarenta y cinco años, alto, delgado, moreno y elegante, vestido de negro. Y
con una corbata granate y brillante. Sólo habíamos intercambiado un par de
mails, para poner fecha y hora a nuestra entrevista y aclararle que aunque en
mi CV hubiera puesto una dirección de Madrid, en realidad yo vivía en Bilbao.
Era el domicilio de una prima de mi madre. “Lo he hecho porque dicen que si no,
no paso ni el primer filtro para trabajos que son en Madrid”, le expliqué. Y el
señor Velázquez me había respondido que lo comprendía y que aquello no le
importaba si llegado el caso podía trasladarme e instalarme en Madrid. Con eso
se había ganado un pedazo de mi afecto. Y por fin, iba a verlo. Giro y mirada,
y ahí lo tuve.
El señor
Velázquez pasaría de los cincuenta, era alto, castaño claro y bastante
corpulento. Y vestía de gris. Entonces llegaron la sonrisa, el saludo verbal,
levantarse, ir hacia él, sonrisa de nuevo y saludo físico: apretón de manos.
Luego, volver a la mesa y sentarse. Comenzó la entrevista.
El señor
Velázquez parecía amable y tenía una copia de mi currículo cuidadosamente
metida en uno de esos portafolios transparentes con agujeros en el margen
izquierdo que nunca tuve en la Universidad porque no habría sabido muy bien qué
hacer con ellos. Repasó mi currículo en voz alta sin mirarme a la cara y
señalando cada línea con su grueso índice izquierdo. Era zurdo. Mi cabeza viajó
hacia la palabra “siniestro” y lo mal vistos que estaban los zurdos hace
muchos, muchísimos años. “Basta”, me dije, “concéntrate en el presente”. El
señor Velázquez emitía un “ajá” o un “humm” cada vez que terminaba una de las
líneas de mi currículo. Cuando llegó a mi beca parisina, pronunció la palabra
“ballet” de una forma que me hizo mucha gracia, algo así como “bal-lée”. Alargó
la “e” mucho. Y sin mirarme a la cara me preguntó que si yo “aún” practicaba
bal-lée y le contesté que sí, que era una buena manera de mantenerse en forma.
El señor
Velázquez no dijo nada, no dejó escapar ni un solo sonido.
Mis
idiomas (castellano, euskera, inglés, francés y “actualmente” un curso de
alemán) parecían agradarle especialmente por la cara que ponía, y cuando llegó
a “Premios y reconocimientos” y declamó que hacía siete años yo había ganado un
importante premio literario, soltó un sentido “¡Oh, lalá!”. No sabía si debía
reírme y opté por el silencio. Y él levantó la vista del papel y me clavó sus
redondos ojos marrones sin ápice de simpatía aunque sonriera. Durante la lectura
de mi currículo me había mantenido recta e inmóvil como una cariátide y cuando
me miró sentí que me iba a tocar hablar.
—Muy
bien, así que ésta eres tú, Anabel Rey Leal— dijo el señor Velázquez dando unos
cuantos golpecitos con su dedo índice izquierdo sobre mi currículo. El ruido
que producía su uña contra el cristal de la mesa era inquietante, pero el señor
Velázquez no dejaba de sonreír. Me fijé en que tenía la corbata color crema
torcida y luché por que mis ojos se desviaran de ella. Le miré a los ojos y le
dije sonriendo que sí, que efectivamente, aquel trozo de papel cubierto de
plástico era yo. El señor Velázquez se recostó entonces en su silla con las
palmas de las manos sobre el cristal inmaculado y el mentón elevado, y dejó
escapar un hondo suspiro, de esos suspiros que parecen preceder a un discurso
incómodo para el que lo emite y para el que lo recibe. Y comenzó a hablar. Me
dijo que si yo sabía a qué se dedicaba y le dije que lo cierto era que no, que
la oferta de Infojobs que me había llevado hasta su despacho no daba demasiado
detalles. Mi ignorancia no pareció hacerle mucha gracia al señor Velázquez,
soltó otro suspirito que remató con una sonrisa irónica, y me dijo que si
hubiera cotilleado un poco en la red habría descubierto que su especialidad era
nada más ni nada menos que asuntos de “famosos”. Actores, cantantes, modelos,
futbolistas… Hablaba con tanta satisfacción de su trabajo que para demostrarle
que me alegraba por él solté un “Oh, ¡qué interesante!” que recibió sin mucho
entusiasmo, y pasó directamente a desmenuzar sin piedad cada una de las
decisiones que yo había tomado desde que hiciera la Selectividad. Lo primero,
que por qué escogí la carrera de Derecho. La verdad: no sabía qué estudiar, lo
que tenía claro era que tenía que tratarse de una carrera de letras, y medité y
hablé mucho con mis padres y con un amigo suyo al que le iba muy bien como
hombre de negocios, y gracias sobre todo a los consejos de éste último, todos
llegamos a la conclusión de que Derecho era la mejor opción. Pero como ser cien
por cien sincera con el señor Velázquez me parecía algo peligroso, maquillé un
poco la verdad. Le contesté que yo —sin que nadie, y mucho menos un amigo de
mis padres, me tuviera que dar su opinión— siempre había pensado que Derecho era
una carrera muy interesante y una buena base para acceder a diversas
profesiones relacionadas con las leyes, la administración pública o el mundo
empresarial. En fin, los argumentos que con tanta pasión había defendido el
amigo de mis padres cuando yo, tímidamente, había afirmado que Psicología me
resultaba más atractiva.
Cuando
terminé mi exposición sintiéndome una alumna brillante que quería estar a la
altura de las expectativas en un examen oral, percibí perfectamente cómo el
señor Velázquez, que tenía la boca muy grande, dejaba entrever su brillante
canino derecho. Parecía un lobo relamiéndose ante su inminente víctima. Y me
saltó que si tan apasionante me resultaba la carrera de Derecho, por qué al
terminarla me había dado por irme a París a bailar. Le contesté que llevaba
toda mi vida, desde que era una cría,
bailando, ballet clásico primero, ballet contemporáneo después, y que me
encantaba y me apasionaba, y que nunca lo había dejado, ni siquiera durante la carrera,
con ciertos sacrificios, eso sí, y que no se me daba del todo mal, hasta el
punto de que una vez licenciada no supe decir que no a la oportunidad que me
llegó desde mi escuela de danza: una beca de un año de duración en una buena
escuela de París para afianzar mis conocimientos. No había terminado de
explicarme cuando el señor Velázquez ya estaba planteándome otra cuestión:
—¿No
eras un poco mayor ya, con casi veinticuatro años, para una beca de danza? Te
lo digo porque en esa profesión se triunfa muy de cría…
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