¿No
entiendes por qué el mundo está como está? ¿Qué diablos le sucede al ser
humano? Pues sal a pasear por una calle concurrida, observa a las personas y lo entenderás.
Personas. Personas que caminaban delante de mí despacito, muy despacito, como
si tuvieran una micro-cámara incrustada en la nuca para detectar mis
movimientos y hubieran sido contratadas por alguien para boicotearme los
paseos, porque justo cuando yo trataba de adelantarlas por la derecha, en ese
preciso y precioso instante, ellas decidían ir también para la derecha,
impidiéndome el adelantamiento. Lo mismo por la izquierda. Saboteadores de
paseos profesionales. Por no hablar de las bicicletas que circulaban
impunemente por la acera —bicicletas por las aceras a todo gas sin que nadie se
atreviera a protestar por miedo a pecar de histérico o chivato, bicicletas con
perros, bicicletas con bebés a bordo, con bolsas de la compra y cascos de
música. Todas las bicicletas ilegales del universo concentradas en las calles
de la tolerante y meliflua nueva Arcadia Feliz: Bilbao—; mamás y abuelas
llevando carritos de bebés como si fueran tanques de combate o arietes
preparados para despedazar puertas de castillos; familias enteras situadas en
fila horizontal, de izquierda a derecha, en plan barrera humana; caminantes
aficionados a moverse en zigzag (muchas veces porque iban tecleando en sus
móviles sus absurdeces de turno); parejas amarradas de la mano y de trayectoria
balanceante capaces de no permitir el paso ni en calles de un kilómetro de
ancho; o esos a los que yo llamaba los deslizadores prodigiosos, individuos
obsesionados con adelantarme ellos a mí introduciéndose por espacios imposibles
creados entre mi cuerpo y otro cuerpo o mueble urbano. Llegué a pensar que si uniendo
por las yemas mis dedos gordo e índice formaba un circulito, alguno de estos
deslizadores prodigiosos se las ingeniaría para meterse por aquel espacio, cual
mágico hilo enhebrándose solo en una aguja.
Y cuando
llovía, la cosa no hacía nada más que empeorar porque entonces, los aficionados
a realizar con sus paraguas traqueotomías y lobotomías a otros viandantes
salían de sus guaridas sedientos de sangre. “En primaria debería haber una
asignatura obligatoria llamada ‘Manejo de paraguas’ ”, me decía cuando en días
de lluvia me cruzaba con este tipo de agresor urbano, armado de tal manera con
su paraguas que uno podía llegar a considerar seriamente el paraguas como arma
a utilizar en contiendas bélicas.
Algún
día desarrollaría mi teoría de la atracción irresistible de los cuerpos humanos
paseantes sobre otros cuerpos humanos paseantes. Siempre es mejor ir caminando
como un Terminator por la calle y lanzarse contra el cuerpo de un
desconocido o acercarse a él lo máximo
posible que sortearlo o mantener con él una distancia de seguridad y cortesía.
Por no hablar de esa misma teoría aplicada a las tiendas de ropa, donde
ciertas mujeres, potenciales
compradoras, se guían por lo que mira otra potencial compradora y la acosan
físicamente sin tregua ni disimulo para poder mirar de cerca y palpar las
mismas piezas que ella mira y palpa.
Cuando
yo exponía estas protestas a mis amigas, me miraban como si estuviera loca. Al
parecer, ellas no tenían estos problemas cuando iban por la calle. Ni en las
tiendas de ropa. Mis pobres padres se limitaban a darme la razón, como a los
locos. Glenda, en cambio, opinaba que en el fondo, yo siempre había sido un
poco “odiapersonas” y que mi situación estaba haciendo que mi pequeño defecto
se estuviera acrecentando hasta límites peligrosos.
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