sábado, 16 de mayo de 2015

Anabel habla de sus paseos diarios por Bilbao (CAPÍTULO I)


¿No entiendes por qué el mundo está como está? ¿Qué diablos le sucede al ser humano? Pues sal a pasear por una calle concurrida, observa a las personas y lo entenderás.






Personas. Personas que caminaban delante de mí despacito, muy despacito, como si tuvieran una micro-cámara incrustada en la nuca para detectar mis movimientos y hubieran sido contratadas por alguien para boicotearme los paseos, porque justo cuando yo trataba de adelantarlas por la derecha, en ese preciso y precioso instante, ellas decidían ir también para la derecha, impidiéndome el adelantamiento. Lo mismo por la izquierda. Saboteadores de paseos profesionales. Por no hablar de las bicicletas que circulaban impunemente por la acera —bicicletas por las aceras a todo gas sin que nadie se atreviera a protestar por miedo a pecar de histérico o chivato, bicicletas con perros, bicicletas con bebés a bordo, con bolsas de la compra y cascos de música. Todas las bicicletas ilegales del universo concentradas en las calles de la tolerante y meliflua nueva Arcadia Feliz: Bilbao—; mamás y abuelas llevando carritos de bebés como si fueran tanques de combate o arietes preparados para despedazar puertas de castillos; familias enteras situadas en fila horizontal, de izquierda a derecha, en plan barrera humana; caminantes aficionados a moverse en zigzag (muchas veces porque iban tecleando en sus móviles sus absurdeces de turno); parejas amarradas de la mano y de trayectoria balanceante capaces de no permitir el paso ni en calles de un kilómetro de ancho; o esos a los que yo llamaba los deslizadores prodigiosos, individuos obsesionados con adelantarme ellos a mí introduciéndose por espacios imposibles creados entre mi cuerpo y otro cuerpo o mueble urbano. Llegué a pensar que si uniendo por las yemas mis dedos gordo e índice formaba un circulito, alguno de estos deslizadores prodigiosos se las ingeniaría para meterse por aquel espacio, cual mágico hilo enhebrándose solo en una aguja.

Y cuando llovía, la cosa no hacía nada más que empeorar porque entonces, los aficionados a realizar con sus paraguas traqueotomías y lobotomías a otros viandantes salían de sus guaridas sedientos de sangre. “En primaria debería haber una asignatura obligatoria llamada ‘Manejo de paraguas’ ”, me decía cuando en días de lluvia me cruzaba con este tipo de agresor urbano, armado de tal manera con su paraguas que uno podía llegar a considerar seriamente el paraguas como arma a utilizar en contiendas bélicas.



Algún día desarrollaría mi teoría de la atracción irresistible de los cuerpos humanos paseantes sobre otros cuerpos humanos paseantes. Siempre es mejor ir caminando como un Terminator por la calle y lanzarse contra el cuerpo de un desconocido  o acercarse a él lo máximo posible que sortearlo o mantener con él una distancia de seguridad y cortesía. Por no hablar de esa misma teoría aplicada a las tiendas de ropa, donde ciertas  mujeres, potenciales compradoras, se guían por lo que mira otra potencial compradora y la acosan físicamente sin tregua ni disimulo para poder mirar de cerca y palpar las mismas piezas que ella mira y palpa.

Cuando yo exponía estas protestas a mis amigas, me miraban como si estuviera loca. Al parecer, ellas no tenían estos problemas cuando iban por la calle. Ni en las tiendas de ropa. Mis pobres padres se limitaban a darme la razón, como a los locos. Glenda, en cambio, opinaba que en el fondo, yo siempre había sido un poco “odiapersonas” y que mi situación estaba haciendo que mi pequeño defecto se estuviera acrecentando hasta límites peligrosos.

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