lunes, 31 de diciembre de 2018

El primo Elías


Llegué de la biblioteca minutos antes de las nueve, la hora a la que había que estar a la mesa so pena de ganarse una tremenda bronca. En cuanto estuve en casa sentí el reconfortante calor de la chimenea y percibí el delicioso olor de la cena de Navidad. Dejé los zapatos en la cocina y entré en el salón preparada para encontrarme con lo esperado: mi familia bien acomodada aguardándome para cenar. Y sí, allí estaban todos: papá, mamá, la abuela, el tío Moisés y la tía Rebeca con sus gemelas, el tío Manuel y la tía Almudena con sus hijos, Miguel y Alicia, …y alguien más. Uno más. Un crío de unos diez años sentado entre Miguel y Alicia. Enseguida reparé en aquella presencia, pero comencé mi ronda de besos como si nada. Sólo cuando me llegó el turno de saludarlo pregunté quién era. Mi pregunta desconcertó, sobre todo a la tía Almudena. Nunca olvidaré sus saltones ojos verdes clavados en mí. «¿Cómo que quién es éste? Carolina, es Elías, tu primo». Sonreí, agité la cabeza. «Pero qué primo Elías...». La tía Almudena se mordió el labio. «Carolina: Elías, mi hijo pequeño». Me alteré un poco. Opté por tranquilizarme buscando una explicación. «O sea, ¿que lo habéis adoptado?». Inconscientemente miré a las gemelas, que hasta hacía un año vivían en un orfanato ruso. Luego me dirigí a mis progenitores: «¿Cómo no me habéis dicho nada?». Mis padres guardaron silencio y se miraron con estupor. La abuela era feliz en su mundo. El tío Manuel se lo tomó a guasa. «¿Tan crecidito ves a Elías? El tiempo también pasa para ti, ¿eh?». «Pero tío Manuel, ¡que vosotros no tenéis más hijos que estos dos!». Y señalé a Miguel y Alicia. Miguel jugaba con su maquinita de marcianos; Alicia se enfadó. «Si esto es una broma, qué sentido del humor más chungo tienes», me acusó achuchando a Elías, que ocultó el rostro en el pecho de su hermana. La tía Almudena pidió ayuda a mamá. «Marina, no sé qué le pasa a tu hija esta vez». «¿Qué quieres decir con "esta vez"?», le preguntó papá cariacontecido. «Supongo que Almudena se refiere a cuando a tu hija le dio por alimentarse a base de lechuga y nos volvía locos en las comidas familiares», dijo el tío Manuel. Mamá no me defendió; me cogió por el antebrazo y me espetó: «Carolina, ¿qué andas? No habrás tomado algo raro para estudiar más, ¿verdad?». Gemí. «Mamá, no me he drogado. ¡Que en esta familia no hay ningún Elías!». Intervino papá. «O sea, que no recuerdas que tu primo Elías exista. ¿Ni tan siquiera te suena?». «No», dije, «¿el resto, todos, sí?». Moisés y Rebeca me miraron con lástima mientras contenían a sus gemelas para que no destrozaran el belén. Se me ocurrió algo. «Pues si Elías es de la familia, tendremos fotos de él, ¿no? ¡Mamá! ¿Dónde están los álbumes?», inquirí ansiosa. Nos acabábamos de mudar; las cosas no estaban donde siempre. Mamá frunció el ceño. «En alguna caja del camarote, pero ni se te ocurra ir. Está todo lleno de porquería y es tarde». El gesto de mi padre se volvió amenazante. «Basta ya, Carolina. Para una vez que preparamos la Nochebuena nosotros, nos estás amargando la fiesta». «¿Ves cómo tener la casa más grande no es lo más importante?», le susurró el tío Manuel a la tía Almudena. «¿Por qué no la lleváis a urgencias?», preguntó Alicia. La tía Rebeca depositó a su gemela en brazos de la impávida abuela y vino hasta mí. Me habló con dulzura: «Carolina, esa oposición es muy dura y llevas mucho tiempo con ella, ¿no será todo esto fruto del estrés? Elías es parte de la familia y os entendéis muy bien. En cuanto te relajes, seguro que lo recuerdas». Sólo faltaba que la tía Almudena soltara lo de siempre, que debería dejar de estudiar y ponerme a trabajar de lo que fuera. Pero el silencio era absoluto. Y la verdad es que yo estaba agotada. Cada día me costaba más almacenar en mi cabeza datos y más datos que me importaban un carajo. Sin embargo... ¿Quién demonios era Elías? No me rendí. «Pero por muy estresada que esté, ¿cómo puede ser que un primo se me haya borrado de la cabeza?». El tío Moisés mencionó cierta enfermedad mental en la que el enfermo cree que sus seres queridos son realmente criaturas siniestras disfrazadas. «Vamos, que pensáis que estoy teniendo una especie de brote sicótico», dije. «¿De verdad que no sabes quién es éste?», se metió entonces el insufrible de Miguel dándole una patadita a Elías. El reloj de cuco dio las nueve. Mamá se enderezó y señaló con aires dictatoriales la mesa, primorosamente puesta. Había que sentarse pasara lo que pasara. Todos dirigían sus ojos a mí con expectación. Decidí ganar tiempo. «¡Se acabó! ¡Que todo es una broma! Se nos ha ocurrido al grupo de opositores de la biblioteca. Hemos quedado en que cada uno lo haría en su casa. ¡Claro que reconozco a mi Elías!», exclamé. Oí un suave rumor general de alivio. Me acerqué a Elías y le pedí que, por favor, me perdonara, que era malísima gastando bromas. Alicia se puso tensa. Le acaricié la manita helada. Elías dejó de ocultar su rostro en el pecho de Alicia y me miró fijamente. Sus profundos ojos oscuros relampagueaban. Le pedí perdón de nuevo tan cariñosa como pude, y entonces Elías se deshizo de los brazos de Alicia y se precipitó en los míos. Lo recibí fingiendo afecto. Pero a Alicia no le hizo gracia, y apenas nos habíamos abrazado tiró de Elías para que volviera con ella. Fue agresiva, por eso provocó que la prótesis que cubría a Elías se rasgara un poco, dejando al descubierto, en la zona de la nuca, una pequeña porción de brillante piel negra. Sólo yo me di cuenta. Pero de momento no diría nada. Eran las nueve y había que sentarse a la mesa.

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