—A mí lo
que me llama la atención es que siempre hablamos de la gente mala o las malas
personas desde la distancia, como si los malos fueran seres de otro planeta que
no tuvieran nada que ver con nosotros. ¿No pensáis que hablar así de los malos
hace que, en cierto modo, partamos de la base de que nosotros somos los buenos?
¿Que la maldad, sino completamente, nos es en gran parte, ajena? ¿Y si hay
personas que piensan que somos nosotros los malos? —planteó entonces Noelia, una periodista freelance instalada en Barcelona que
sobrevivía con trabajitos puntuales. Era una muchacha serena que hablaba poco y
prefería escuchar, pero que cuando hablaba no dejaba escapar ni una sola
palabra gratuita, mal utilizada o prosaica.
—Ah,
pero es que yo no me creo buena ni mucho menos porque a menudo hable de
personas malas y las faenas que éstas hacen o hicieron… No me exculpo de forma
implícita al hacerlo, ni mucho menos —aclaré enseguida.
Entonces,
Saúl y Rebeca, una pareja que se había conocido en el Master y que vivía
entonces en Londres, dedicados ambos a la enseñanza del español como lengua
extranjera, rompieron a reír como si se hubieran puesto de acuerdo.
—Tiene
gracia que justo tú, Anabel, creas que la cosa iba por ti… Tú, que como comento
muchas veces con Saúl, eres de las mejores personas que conocemos. ¡Pero si
vives continuamente procurando no ofender a nadie y eres agradable y acogedora con
todo el mundo! Y cuando crees que has podido hacerlo, haber sido ofensiva, te
comportas como si hubieras sido la responsable de propagar un virus letal por
todo el planeta… —se explicó Rebeca, desecha toda ella en una expresión
esponjosa y maternal, casi empalagosa. Y su querido Saúl, con el que guardaba
un increíble parecido físico que les hacía parecer más mellizos que novios,
puso la misma cara.
Me
defendí.
—No soy
tan buena como creéis, como cree la mayoría de la gente que me conoce y que a
la mínima de cambio me dedica el pesadísimo “es que eres demasiado buena, Anabel”,
que acaba equivaliendo a “es que eres demasiado tonta, Anabel”…
—Yo no
creo en absoluto que seas tonta, Anabel —dijo entonces poniéndose muy serio
Saúl—, pero sí que, como bien ha dicho Rebeca, antepones el bienestar o el
beneficio de los demás al tuyo propio, y que a veces deberías ser más
contundente y rápida a la hora de defenderte o marcar tu territorio. Por
ejemplo, con el tal señor Velázquez. Tendrías que haberle dicho un par de cosas
antes de abandonar su bufete. Seguro que te pasarás el resto de tu vida
lamentando no haberte defendido ante sus impertinencias.
“Defenderte”,
“Marcar tu territorio”. Pensé en una batalla multitudinaria y bárbara, mi
ejército y yo contra otro mucho más numeroso y salvaje. Yo, montada en un bravo
corcel y ataviada como el Cid Campeador, diciéndome a mí misma que era hora de
dejar de ser tan buena.
Pero
quizás todos aquellos pesados obcecados en hacerme saber que era demasiado
bondadosa para el mundo corrupto y tenebroso en el que vivía, tuvieran razón. A
decir verdad, llevaba toda mi vida soportando aquel sambenito. Personas muy
diferentes en diversas ocasiones me habían confesado que pensaban que mi nivel
de bondad superaba con creces el de la media de la población mundial, pero
siempre dejando caer que algo así, lejos de ser un atributo, me hacía parecer
una persona vulnerable, pasto de sádicos dispuestos a tratarme mal, convencidos
de que pondría la otra mejilla.
Volví a defenderme.
—Pero yo
sí que tengo mi lado oscuro, a mi Mr. Hyde, lo que sucede es que lo saco cuando
hay que sacarlo. No es que sea buena, es que soy pacífica. No me gusta que haya
conflictos a mi alrededor y hago todo lo que puedo para evitarlos o abortarlos.
—¿Y no
es esa insistencia en mostrarse poco problemático y dispuesto a cortar de raíz
conflictos una parte importante de la bondad? Al fin y al cabo, la bondad
consiste en intentar no hacer daño a nadie de ninguna forma y en ayudar a las
demás personas hasta unos límites lógicos, ¿no? El problema de la gente como tú
es que cuando por fin sacáis a vuestro Mr. Hyde, de todo lo que os habéis
contenido, podéis llegar a provocar alguna catástrofe. Yo aún no te he visto
enfadada, pero creo que cuando te enfades de veras, será como ver a Carrie
White en acción. Por eso creo que cuando algo te siente mal, deberías decirlo
al momento en vez de ir acumulando pequeños enfados hasta que, piedrita a
piedrita, la cosa se convierta en un volcán en ebullición —dijo el siempre
desopilante Francisco, un Filólogo que vivía de beca en beca, cada año o cada dos
años en un nuevo país, y autor de una brillante tesis sobre escritores
españoles del Siglo de Oro. En aquellos momentos residía en Brujas. Y no me
quedaba muy claro de qué exactamente daba clases en la universidad de allí.
—Ah, eso
es porque no pasáis tanto tiempo con Anabel como nosotras —salió en mi defensa
Carolina señalándose a ella misma y a Magdalena y guiñándome un ojo—. Nosotras
ya hemos visto y padecido parte de ese genio del que habla.
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