Yo
siempre me había mantenido ajena a este festival de neuras casamenteras. Y la
relación que había mantenido con Miguel durante unos años había sido para
mis primas algo digno de alabanza y envidia, más aun siendo Miguel, según su
criterio, un “buen partido”, es decir, un varón joven y sano con un trabajo
decentemente pagado, buena educación y, muy importante, belleza.
Lamentablemente,
Miguel y yo habíamos roto durante mi etapa de opositora y para mis primas
aquello había sido una de las peores cosas que me podían haber pasado. Pero,
yo, a diferencia de ellas cuando eran abandonadas o despreciadas por sus
amantes de turno, no me había desquiciado. Lo había visto y vivido como algo
muy triste pero normal, no como una grieta en mi calendario existencial. Al
parecer, Disney no había tenido tanto calado en mi cortex cerebral. ¿O tal
había sido la educación que mis padres me habían dado? Ellos nunca me habían
presionado para que me emparejara y formara una familia a tal o cual edad como
sí lo habían hecho los padres de mis primas. Yo lo había presenciado y ellas
mismas se me habían quejado de ello.
Pero en
aquellos momentos, en aquella cena navideña, con aquella música torturadora de
fondo y los ojos de condescendencia de mis primas iluminándome sin tregua, todo
aquello parecía haberse olvidado. Era como si las vergonzantes escenitas que yo
había tenido la mala suerte de presenciar durante todos aquellos años hubieran
sido borradas de un plumazo de nuestro pasado reciente y sólo se pudiera
contemplar el más inmediato y asentado presente. Y en aquel presente, la digna
de compasión prima Anabel era la única del grupo que no tenía pareja estando ya
en la crucial treintena.
Sacrilegio.
—Bueno,
pero saldrás a la calle, ¿no? —Preguntó Virginia con la sonrisa maliciosa más
bondadosa que se puede poner, toda una lección de perfidia camuflada digna de
ser estudiada—. No sé, podrías fijarte un poquito más en lo que tienes
alrededor, chicos con los que te cruces a diario, panaderos, vendedores de
periódico… Además, ¿no estudias alemán en una academia? ¿No te gusta ninguno de
alemán?
Aún
sobrecogida por “chicos con los que te cruces a diario, vendedores…”, contesté
a mi querida prima con datos objetivos y cierto tonito didáctico:
—Somos
trece personas en alemán, nueve hembras y cuatro varones. Dos de los varones
tienen más de cuarenta y cinco años y están casados y con hijos; luego hay un
chico de veintidós del que no sé nada porque prácticamente no habla, y otro de
veintiocho que vive con su novia. Y aunque estuviera libre, no me gusta.
Entonces
habló la que faltaba. Natalia.
—¿Y el
de veintidós nada…? Ya no está tan mal visto que un chico joven salga con una
chica mayor.
Escuché
a Natalia y entonces comencé a sentir que por mi cuerpo latía algo, aún
débil y tímido pero inequívoco, que ya me había zarandeado brevemente durante
mi entrevista con el señor Velázquez: cierto instinto homicida.
Decidí
no contestar a aquella tremenda y chusca estupidez. Me quedé seria y callada.
¿Por qué nadie me preguntaba por (mi infructuosa búsqueda de) trabajo? O por mi
(improbable) nueva novela. O, incluso, por mis clases de danza; en unos días
tenía una representación y bailaría cierta pieza de la que me sentía muy
orgullosa porque gran parte de la coreografía había sido inventada por mí.
La
melodía horrenda de Natalia terminó, e inmediatamente ésta se levantó para
poner otra, como si alguien le hubiera dicho que era su tarea.
No sé
qué aspecto mostraría mi cara porque no tenía ningún espejo delante, pero no
debía lucir precisamente serena y contenida a juzgar por la mirada de miedo que
me lanzó Pilar con sus rasgados y benevolentes ojos castaños. Pilar, mi Pilar,
my brown-eyed-girl, tú me entenderás y me defenderás, ¿verdad, Pilar? Y Pilar
no me decepcionó…
—Pero no
la presionéis, por favor, ¡que haga lo que quiera!
¡Gracias, Pilar! Pero parece que nadie te ha escuchado.
—Tranquila, Pilar, no dejo que me presionen —aclaré
triunfalmente mirando a mi salvadora a los ojos, no a las presionadoras, así
que no me di cuenta de que cómo se tomaban mi inofensiva y ridícula frase
defensiva.
Pero la cosa no acabó allí. La siguiente en dar su
opinión fue Mónica, que hasta entonces había permanecido muda y expectante y
con cara de santa, al igual que María.
—Quizás tendrías que abrirte un poco más, Anabel… Dar
oportunidades a los chicos que tienes alrededor. Es que les rechazas a todos la
primera…
Mentalmente, me di un cabezazo contra mi plato repleto de
ensalada. Sabía a qué se refería mi cándida prima. En la celebración de su
cumpleaños, a finales de primavera, dos amigos de su recién estrenado novio
formal y futuro marido se habían interesado por mí, me habían pedido el número
de teléfono, y yo, muy segura de que aquellos dos chicos no me gustaban en el
sentido en el que tenían que gustarme, había declinado amablemente sendas
peticiones. Obviamente, mi negativa no les había gustado a ninguno de los dos,
y en aquel momento mi prima había parecido entenderme. Pero viendo lo que me
estaba diciendo entonces, varios meses después, vaya, parecía que no me había
entendido del todo, y que aquella negativa doble unida a otras negativas mías
que había presenciado o que le habían contado (yo tenía el honor, cual diva
engreída, de haber rechazado también a amigos de los novios de mis otras
primas), le habían hecho llegar a la elaborada conclusión de que yo estaba
cerrada al amor. A cal y canto.
—¿Abrirme más, Mónica? ¿A qué te refieres? ¿A tener citas
con chicos que no me gustan? —me limité a preguntar.
Mónica guardó un silencio poniendo más ojos de cervatillo
que nunca. ¿Cómo podía mostrarse así una persona que hasta hacía unos meses
había estado metida en un estomagante triángulo amoroso con una de sus amigas
al estar las dos citándose con el mismo chico? Por no hablar de sus idas y
venidas con su maldito exnovio Bruno, del que habló y habló tanto que yo llegué
a aborrecer ese nombre.
El resto
de mis primas miraron a Mónica como diciendo “Bien dicho”, y mientras tanto,
oh, mientras tanto, sonaba aquella chirriante y espantosa música electrónica en
castellano y en inglés, y ya no pude más. Me levanté de mi sitio y busqué en el
ordenador y puse una de mis canciones preferidas, Blackout, de Muse, que puede traducirse como “Apagón”.
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