viernes, 22 de mayo de 2015

Siguen las primas... (CAPÍTULO I)




Yo siempre me había mantenido ajena a este festival de neuras casamenteras. Y la relación que había mantenido con Miguel durante unos años había sido para mis primas algo digno de alabanza y envidia, más aun siendo Miguel, según su criterio, un “buen partido”, es decir, un varón joven y sano con un trabajo decentemente pagado, buena educación y, muy importante, belleza.

Lamentablemente, Miguel y yo habíamos roto durante mi etapa de opositora y para mis primas aquello había sido una de las peores cosas que me podían haber pasado. Pero, yo, a diferencia de ellas cuando eran abandonadas o despreciadas por sus amantes de turno, no me había desquiciado. Lo había visto y vivido como algo muy triste pero normal, no como una grieta en mi calendario existencial. Al parecer, Disney no había tenido tanto calado en mi cortex cerebral. ¿O tal había sido la educación que mis padres me habían dado? Ellos nunca me habían presionado para que me emparejara y formara una familia a tal o cual edad como sí lo habían hecho los padres de mis primas. Yo lo había presenciado y ellas mismas se me habían quejado de ello.
Pero en aquellos momentos, en aquella cena navideña, con aquella música torturadora de fondo y los ojos de condescendencia de mis primas iluminándome sin tregua, todo aquello parecía haberse olvidado. Era como si las vergonzantes escenitas que yo había tenido la mala suerte de presenciar durante todos aquellos años hubieran sido borradas de un plumazo de nuestro pasado reciente y sólo se pudiera contemplar el más inmediato y asentado presente. Y en aquel presente, la digna de compasión prima Anabel era la única del grupo que no tenía pareja estando ya en la crucial treintena.
Sacrilegio.
—Bueno, pero saldrás a la calle, ¿no? —Preguntó Virginia con la sonrisa maliciosa más bondadosa que se puede poner, toda una lección de perfidia camuflada digna de ser estudiada—. No sé, podrías fijarte un poquito más en lo que tienes alrededor, chicos con los que te cruces a diario, panaderos, vendedores de periódico… Además, ¿no estudias alemán en una academia? ¿No te gusta ninguno de alemán?
Aún sobrecogida por “chicos con los que te cruces a diario, vendedores…”, contesté a mi querida prima con datos objetivos y cierto tonito didáctico:
—Somos trece personas en alemán, nueve hembras y cuatro varones. Dos de los varones tienen más de cuarenta y cinco años y están casados y con hijos; luego hay un chico de veintidós del que no sé nada porque prácticamente no habla, y otro de veintiocho que vive con su novia. Y aunque estuviera libre, no me gusta.
Entonces habló la que faltaba. Natalia.
—¿Y el de veintidós nada…? Ya no está tan mal visto que un chico joven salga con una chica mayor.
Escuché a Natalia y entonces comencé a sentir que por mi cuerpo latía algo, aún débil y tímido pero inequívoco, que ya me había zarandeado brevemente durante mi entrevista con el señor Velázquez: cierto instinto homicida.
Decidí no contestar a aquella tremenda y chusca estupidez. Me quedé seria y callada. ¿Por qué nadie me preguntaba por (mi infructuosa búsqueda de) trabajo? O por mi (improbable) nueva novela. O, incluso, por mis clases de danza; en unos días tenía una representación y bailaría cierta pieza de la que me sentía muy orgullosa porque gran parte de la coreografía había sido inventada por mí.
La melodía horrenda de Natalia terminó, e inmediatamente ésta se levantó para poner otra, como si alguien le hubiera dicho que era su tarea.
No sé qué aspecto mostraría mi cara porque no tenía ningún espejo delante, pero no debía lucir precisamente serena y contenida a juzgar por la mirada de miedo que me lanzó Pilar con sus rasgados y benevolentes ojos castaños. Pilar, mi Pilar, my brown-eyed-girl, tú me entenderás y me defenderás, ¿verdad, Pilar? Y Pilar no me decepcionó…
—Pero no la presionéis, por favor, ¡que haga lo que quiera!
¡Gracias, Pilar! Pero parece que nadie te ha escuchado.
—Tranquila, Pilar, no dejo que me presionen —aclaré triunfalmente mirando a mi salvadora a los ojos, no a las presionadoras, así que no me di cuenta de que cómo se tomaban mi inofensiva y ridícula frase defensiva.
Pero la cosa no acabó allí. La siguiente en dar su opinión fue Mónica, que hasta entonces había permanecido muda y expectante y con cara de santa, al igual que María.
—Quizás tendrías que abrirte un poco más, Anabel… Dar oportunidades a los chicos que tienes alrededor. Es que les rechazas a todos la primera…
Mentalmente, me di un cabezazo contra mi plato repleto de ensalada. Sabía a qué se refería mi cándida prima. En la celebración de su cumpleaños, a finales de primavera, dos amigos de su recién estrenado novio formal y futuro marido se habían interesado por mí, me habían pedido el número de teléfono, y yo, muy segura de que aquellos dos chicos no me gustaban en el sentido en el que tenían que gustarme, había declinado amablemente sendas peticiones. Obviamente, mi negativa no les había gustado a ninguno de los dos, y en aquel momento mi prima había parecido entenderme. Pero viendo lo que me estaba diciendo entonces, varios meses después, vaya, parecía que no me había entendido del todo, y que aquella negativa doble unida a otras negativas mías que había presenciado o que le habían contado (yo tenía el honor, cual diva engreída, de haber rechazado también a amigos de los novios de mis otras primas), le habían hecho llegar a la elaborada conclusión de que yo estaba cerrada al amor. A cal y canto.
 —¿Abrirme más, Mónica? ¿A qué te refieres? ¿A tener citas con chicos que no me gustan? —me limité a preguntar.
Mónica guardó un silencio poniendo más ojos de cervatillo que nunca. ¿Cómo podía mostrarse así una persona que hasta hacía unos meses había estado metida en un estomagante triángulo amoroso con una de sus amigas al estar las dos citándose con el mismo chico? Por no hablar de sus idas y venidas con su maldito exnovio Bruno, del que habló y habló tanto que yo llegué a aborrecer ese nombre.
El resto de mis primas miraron a Mónica como diciendo “Bien dicho”, y mientras tanto, oh, mientras tanto, sonaba aquella chirriante y espantosa música electrónica en castellano y en inglés, y ya no pude más. Me levanté de mi sitio y busqué en el ordenador y puse una de mis canciones preferidas, Blackout, de Muse, que puede traducirse como “Apagón”.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Madre Ciudad te devora: Metrópolis, de Ferenc Karinthy

El turista accidental . Siempre me ha resultado curioso este título y la mezcla de sensaciones que me despierta: regocijo, suspense, cierto ...