Cuando al principio he dicho que me decidí a estudiar Derecho tras hablar largo y tendido con mis padres y ser aconsejada por un amigo de ellos, me refería a Nataniel Arenas, o Arenas a secas, como le llamaba mi padre. Pero mi madre y yo le llamábamos Sandman.
Sandman, que significa Hombre de
Arena, es un ser mitológico de algunas culturas anglosajonas con dos caras muy
diferentes. Porque puede verse como ser un bondadoso que se mete en nuestros
dormitorios cada noche y nos provoca el sueño lanzándonos arena a los ojos (de
ahí las legañas mañaneras) o, esto es mucho más interesante, como un individuo
siniestro, un ser infernal que les arranca los ojos a sus víctimas y se las
lleva de almuerzo a sus hijos, unos pajarracos monstruosos que viven en un nido
construido en un lugar rocoso e imposible.
La idea de llamarle a Arenas
Sandman, el Sandman dantesco y repelente, había sido mía y a mi madre le había
encantado porque a ninguna de las dos Sandman nos caía precisamente bien. Y
cuando le enseñé a mi madre un relato terrorífico del maestro E.T.A. Hoffmann
en el que el villano de turno es un grimoso hombre al que apodan Sandman, nos
sentimos en deuda con el tenebroso autor alemán.
Lo
que sucedía con Sandman era que él era muy consciente de lo afortunado que era
y todo lo que salía por su boca, cada uno de sus movimientos, hasta el más
mínimo de sus gestos, estaban impregnados por esa consciencia.
Porque
Sandman era un tipo guapo y bien plantado a sus sesenta años, elegante, listo,
astuto, encantador y embaucador, y con dinero, mucho dinero, gracias a sus
negocios y a sus empresas, todo tipo de empresas.
Tenía una vida social envidiable,
cada dos por tres con fiestas en embajadas y en jardines botánicos,
inauguraciones de teatros y restaurantes, y viajes, muchos viajes, casi siempre
a países exóticos, lejanos y soleados donde le pasaban toda clase de cosas
increíbles en el buen sentido de la palabra.
Estaba divorciado de su segunda
esposa y tenía un hijo con ésta y una hija con la primera, ambos mayores; los
había tenido siendo muy joven. Pero yo aún no tenía el gusto de conocerlos porque
siempre pasaba algo que impedía que nos viéramos.
Tras sus dos matrimonios fallidos,
Sandman era un hombre libre y su libertad le permitía tener novias intermitentes,
jamás mayores de cuarenta y cinco años y siempre muy atractivas, si por
“atractiva” entendemos gran profusión de tinte de pelo, maquillaje y
complementos, tacones de aguja y ropa ceñida.
En ocasiones nos las traía a casa.
Pero casi siempre venía sin acompañantes, como si ante nuestra pequeña familia
quisiera lucirse él solo, en todo su esplendor.
Sandman era amigo de mi padre desde
ambos se conocieran en la universidad. Pero resultaba que Sandman, al contrario
que mi aplicado padre, había dejado la carrera en pleno ecuador para irse a recorrer
el mundo, y luego se había puesto a invertir aquí y allá con unos
endiabladamente buenos resultados.
“Ése, te lo digo yo, no pudo empezar
de la nada y subir tanto sin hacer más de un chanchullo”, solía comentar mi
madre. Y lo cierto era que tras tantas capas de indiscutible savoir faire, sonrisas blanquísimas (Sandman
tenía fundas dentales modelo caimán irónico) y frases y bromas perfectas en el
momento perfecto, había algo en aquel hombre que ponía en guardia, que
susurraba clandestinidad y fariseísmo: que olía como si se hubiera tratado de
camuflar un olor rancio con un perfume caro.
Sandman, el Hombre de Arena. Y todo un
Vendedor de Arena.
Desde niña, yo llevaba oyendo salir
de su boca mil y una promesas que nunca se habían cumplido, promesas que con el
paso de los años se habían ido adecuando a mis previsibles deseos de cada etapa.
Años más tarde, leyendo Danubio,
fantástico libro de viajes de Claudio Magris, me maravillé al descubrir unas
líneas que me hicieron pensar mucho en Sandman. Aludían a los buenos consejos
que un buen y excéntrico profesor les dio a Magris y a sus compañeros: “Quería
enseñarnos a despreciar la papilla del corazón, esa falsa bondad que durante
unos instantes, de buena fe, te ofrece y promete de forma impulsiva el oro y el
moro, convencida de que ese impulso es realmente generoso, para echarse atrás,
con muchos, muy aceptables y buenos motivos, cuando llega el momento”.
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