Poco después de que se cumplieran mi
año y tres meses de desempleada, Sandman vino un soleado sábado a almorzar a casa.
Mi madre cocinó arroz negro, su plato preferido, y mi padre sacó un champagne
muy caro que sólo tomábamos en Navidad y en ocasiones especiales.
Mi padre,
ingenuo, bondadoso, confiado, soltó de nuevo lo de “a ver si al verte sin
trabajo ni recursos de ningún tipo Arenas se anima a echarte una mano, con toda
la gente que conoce…”. Mi madre, sabia ella, calló poniendo cara de
circunstancias. Ella y yo sabíamos muy bien que algo así no iba a ocurrir.
Y
como era de esperar, Sandman vino, comió, rio, fardó, fingió escuchar y se
marchó.
Así se podía resumir su
comportamiento con nosotros cada vez que venía a casa.
Llegó
luciendo su omnipresente bronceado y su gran y deslumbrante sonrisa marfileña,
nos hizo a mis padres y a mí las preguntas de rigor, y miró alrededor
observando nuestra casa como si nos acabáramos de mudar y le agradara la
decoración. Sólo se quejó un poco del ruido de las obras de la plaza. Nos
sentamos a la mesa, pulcramente puesta y pertrechada de ricos aperitivos,
picoteamos, mamá trajo y sirvió la comida principal, y Sandman alabó las
virtudes de cocinera de mi madre mientras untaba y untaba pan en la sabrosa tinta
negra de los chipirones. Luego, animado por el alcohol que gracias a mi padre
no dejaba de regar vasos y copas (vino tinto primero, el exquisito champagne
helado después), nuestro invitado nos contó las obras y milagros de sus hijos,
los dos inteligentísimos (hablaban varios idiomas sin apenas esfuerzo,
dominaban muchos programas informáticos y uno de ellos hasta tenía licencia
para pilotar avionetas) y muy valorados en sus envidiables puestos en empresas
que, según aclaró, no tenían nada que ver con las de su grupo. Los hijos de
Sandman siempre habían sido listísimos. Eso sí, sobre la vida sentimental de
sus vástagos no soltó ni prenda. Probablemente, pensé, no lo haría hasta que se
emparejaran con réplicas suyas, tan exquisitas como ellos.
También habló de sus vacaciones,
recién finalizadas, en las Bahamas. Nos narró con generosidad abofeteable toda
la santa historia de las Bahamas, prácticamente desde que las placas tectónicas
correspondientes se aliaron entre ellas y con el mar para que surgieran las
deliciosas ínsulas. Y de los amigos que allí había hecho, individuos
irrepetibles, y las divertidas aventuras que con ellos había corrido. Y con
cierta desgana citó también, pero con mucha brevedad, a sus ex-mujeres, que
tenían nuevos maridos e hijos con estos. Y habló algo de su nueva conquista, más
joven que él y “soltera empedernida”, pero con una timidez inusual en él, casi
con cautela. Qué le pasaría a la agraciada, qué le pasaría.
Aquel día no hablamos de cine. No
hubo oportunidad. Ni ganas. Se dirigió a mí una sola vez. “¿Qué tal todo,
Anabel?”, preguntó, a lo que yo contesté “Bien, bueno, buscando trabajo”, a lo
que él contestó “Ánimo, hija, que la cosa está muy complicada para todos”.
La caza y captura de pulpos, una de
sus grandes aficiones, copó el último trecho de su interminable monólogo, ya en
los sofás, tomando café y pastelitos colocados en la mesilla auxiliar, y aunque
sí que me miró a la cara de vez en cuando durante su relato, parecía hacerlo
buscando en mis ojos admiración o sorpresa ante sus memorias octupúsicas.
Y en
ningún momento me pidió que lo acompañara a la azotea y le abriera la puerta
que daba a ella con mi llave (al ser la única de la familia que la utilizaba
con asiduidad tenía mi propia llave) para fumarse allí uno de sus estomagantes
mini-puros en soledad, una costumbre que había adquirido no hacía demasiado. Le
encantaba decir “Anabel, cariño, súbeme al Séptimo Cielo que me voy a fumar un
purito”. Mi madre tenía rotundamente prohibido fumar dentro de casa pero
Sandman tenía su permiso para fumarse los puros en la terraza de nuestro piso,
sin necesidad de subir a la azotea.
Pero él prefería hacer el paripé. Estaba
claro que le gustaba hacerse el interesante. No aquel día. Debía de tener prisa
aunque no dijo por qué. Se fue de casa antes de tiempo como una cuba y sin
haberme preguntado nada trascendente. Mucho menos, ofrecerme alguna clase de
ayuda. Parecía que en la no-relación que Sandman y yo manteníamos la etapa de
las falsas promesas había llegado a su fin y llegaba la de la más pura y
rotunda ignorancia. Ni siquiera nuestro amor por el cine nos unía ya. Y mi
padre, oh, cómo iba mi discreto padre a pedirle algo.
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