viernes, 29 de mayo de 2015

Sandman: caza-pulpos (CAPÍTULO II)

Poco después de que se cumplieran mi año y tres meses de desempleada, Sandman vino un soleado sábado a almorzar a casa. Mi madre cocinó arroz negro, su plato preferido, y mi padre sacó un champagne muy caro que sólo tomábamos en Navidad y en ocasiones especiales.
            Mi padre, ingenuo, bondadoso, confiado, soltó de nuevo lo de “a ver si al verte sin trabajo ni recursos de ningún tipo Arenas se anima a echarte una mano, con toda la gente que conoce…”. Mi madre, sabia ella, calló poniendo cara de circunstancias. Ella y yo sabíamos muy bien que algo así no iba a ocurrir.
            Y como era de esperar, Sandman vino, comió, rio, fardó, fingió escuchar y se marchó.
Así se podía resumir su comportamiento con nosotros cada vez que venía a casa.
            Llegó luciendo su omnipresente bronceado y su gran y deslumbrante sonrisa marfileña, nos hizo a mis padres y a mí las preguntas de rigor, y miró alrededor observando nuestra casa como si nos acabáramos de mudar y le agradara la decoración. Sólo se quejó un poco del ruido de las obras de la plaza. Nos sentamos a la mesa, pulcramente puesta y pertrechada de ricos aperitivos, picoteamos, mamá trajo y sirvió la comida principal, y Sandman alabó las virtudes de cocinera de mi madre mientras untaba y untaba pan en la sabrosa tinta negra de los chipirones. Luego, animado por el alcohol que gracias a mi padre no dejaba de regar vasos y copas (vino tinto primero, el exquisito champagne helado después), nuestro invitado nos contó las obras y milagros de sus hijos, los dos inteligentísimos (hablaban varios idiomas sin apenas esfuerzo, dominaban muchos programas informáticos y uno de ellos hasta tenía licencia para pilotar avionetas) y muy valorados en sus envidiables puestos en empresas que, según aclaró, no tenían nada que ver con las de su grupo. Los hijos de Sandman siempre habían sido listísimos. Eso sí, sobre la vida sentimental de sus vástagos no soltó ni prenda. Probablemente, pensé, no lo haría hasta que se emparejaran con réplicas suyas, tan exquisitas como ellos.
También habló de sus vacaciones, recién finalizadas, en las Bahamas. Nos narró con generosidad abofeteable toda la santa historia de las Bahamas, prácticamente desde que las placas tectónicas correspondientes se aliaron entre ellas y con el mar para que surgieran las deliciosas ínsulas. Y de los amigos que allí había hecho, individuos irrepetibles, y las divertidas aventuras que con ellos había corrido. Y con cierta desgana citó también, pero con mucha brevedad, a sus ex-mujeres, que tenían nuevos maridos e hijos con estos. Y habló algo de su nueva conquista, más joven que él y “soltera empedernida”, pero con una timidez inusual en él, casi con cautela. Qué le pasaría a la agraciada, qué le pasaría.
Aquel día no hablamos de cine. No hubo oportunidad. Ni ganas. Se dirigió a mí una sola vez. “¿Qué tal todo, Anabel?”, preguntó, a lo que yo contesté “Bien, bueno, buscando trabajo”, a lo que él contestó “Ánimo, hija, que la cosa está muy complicada para todos”.
La caza y captura de pulpos, una de sus grandes aficiones, copó el último trecho de su interminable monólogo, ya en los sofás, tomando café y pastelitos colocados en la mesilla auxiliar, y aunque sí que me miró a la cara de vez en cuando durante su relato, parecía hacerlo buscando en mis ojos admiración o sorpresa ante sus memorias octupúsicas.
            Y en ningún momento me pidió que lo acompañara a la azotea y le abriera la puerta que daba a ella con mi llave (al ser la única de la familia que la utilizaba con asiduidad tenía mi propia llave) para fumarse allí uno de sus estomagantes mini-puros en soledad, una costumbre que había adquirido no hacía demasiado. Le encantaba decir “Anabel, cariño, súbeme al Séptimo Cielo que me voy a fumar un purito”. Mi madre tenía rotundamente prohibido fumar dentro de casa pero Sandman tenía su permiso para fumarse los puros en la terraza de nuestro piso, sin necesidad de subir a la azotea.
Pero él prefería hacer el paripé. Estaba claro que le gustaba hacerse el interesante. No aquel día. Debía de tener prisa aunque no dijo por qué. Se fue de casa antes de tiempo como una cuba y sin haberme preguntado nada trascendente. Mucho menos, ofrecerme alguna clase de ayuda. Parecía que en la no-relación que Sandman y yo manteníamos la etapa de las falsas promesas había llegado a su fin y llegaba la de la más pura y rotunda ignorancia. Ni siquiera nuestro amor por el cine nos unía ya. Y mi padre, oh, cómo iba mi discreto padre a pedirle algo.

La sombra alargada de su relato sobre la caza de un rebelde pulpo en aguas cantábricas protagonizó parte de mis pesadillas de aquella noche. 

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