jueves, 21 de mayo de 2015

Más primas... (CAPÍTULO I)

Lo último lo dije levantando los hombros y las cejas. Oh, cielos, ellas debían saber muy bien a qué me refería. No en vano se habían pasado desde los trece años hasta los veintimuchos buscando al hombre perfecto para emparejarse a conciencia, pasar por el altar, tener hijos y no despegarse de él hasta que la muerte les separara o, Dios no lo quisiera, apareciera una tercera persona, otra mujer, más que nada, y rompiera su sueño amoroso-matrimonial. Bueno, a Virginia y Natalia les había llegado un poco antes que al resto el Amor, en sus primeros años en la universidad, pero el resto había esperado hasta los veintiocho y los veintinueve para lo que ellas consideraban sentar cabeza, es decir, dejar de salir los fines de semana hasta las tantas, ponerse ciegas a alcohol y besarse con desconocidos que por un motivo u otro les atraían, intercambiarse los teléfonos, y rezar para que aquel mismo domingo de resaca estos las llamaran para citas un poco más sensatas y frías, con la esperanza de que aquello fuera el germen de un romance serio, un enamoramiento como los de las comedias románticas hollywoodienses de medio pelo, de esos de los que tanto llevaban oyendo hablar pero que no terminaban de irrumpir en sus vidas por causas ajenas a ellas: no aparecían chicos mínimamente deseables o los que les gustaban no las querían como novias formales.
Así había sido la vida sentimental de mis primas hasta que las alcanzó la treintena, la fecha límite que ellas tenían en su imaginario personal para atrapar al príncipe soñado. Porque para ellas los fines de semana se convertían en auténticas cacerías en las que astutamente, ayudadas por el alcohol, se dedicaban a seleccionar las mejores presas, acercarse a ellas de una forma más o menos sutil, e iniciar todo un festival de posturitas, ademanes, frases, sacudidas de cabellera y guiños mimosos ejecutados con el frío y calculador objetivo de hacer que la criatura escogida cayera en sus redes.
Por supuesto, esta obsesión de mis primas por estar emparejadas formalmente a los treinta las había subsumido en una especie de histeria colectiva en la que los flojos y fugaces romances con chicos muy poco amigos de la idea de amarrarse a una mujer ansiosa habían sido la tónica predominante.
Como ya he dicho, Virginia y Natalia habían sido las primeras en emparejarse, y llevaban semejante circunstancia como si de una tiara de diamantes se tratara. Además, los suyos no habían sido romances express o germinados al albor del descoque nocturno, sino que habían conocido a sus respectivos amores en circunstancias un poco menos forzadas (un viaje de fin de curso y una cena con amigos comunes respectivamente), lo que hacía que se sintieran bastante superiores al resto.

En cambio, María, Mónica y Pilar no habían conseguido su objetivo hasta hacía sólo unos cuantos meses, ni siquiera un año. El Destino, la Diosa Afrodita o los querubines apiadados de Eros habían permitido que coincidiendo con el cumplimiento de sus tres décadas de la vida (inciso: para mis primas los treinta significaban el fin de la juventud de la mujer y de su locura permitida, el comienzo de la degradación de su belleza física y el principio de una nueva obsesión: procrear y acumular cosas bonitas y envidiables), tres muchachos bondadosos y gentiles cedieran a sus acuciantes de deseos de formar una pareja sólida casi instantáneamente. Y semejante dicha había logrado que se sintieran al fin, ya, de una vez por todas, al mismo elevado y envidiable nivel que las afortunadas Virginia y Natalia. 

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