Era difícil que hubiera dos
personas más diferentes que Magdalena y Carolina. En lo físico, en lo
psicológico y en cuanto a actitud ante la vida. Magdalena, alta, pelirroja
natural (se pasaba buena parte de su vida aclarando a curiosos suspicaces que
sí, que era suyo, que no se teñía), enérgica y muy habladora, no se doblegaba
ni ante nada ni ante nadie, y aunque se quejaba de “haber acabado vendiendo CD a
gente que no tiene ni puñetera idea de música”, tenía todas sus esperanzas
depositadas en el futuro. Creía que tarde o temprano las cosas mejorarían, que
la Crisis (“orquestada y ejecutada fríamente por las Altas Esferas para
repartirse el pastel entre ellas hasta el final, porque hasta ahora a los
‘pobres’ nos han dejado las migajas”) perdería fuerza y que las personas como
nosotras, tan preparadas, tan educadas, con tantas habilidades sociales,
acabaríamos teniendo un trabajo acorde a nuestras infinitas virtudes.
En el
Master, Magdalena había sido uno de los
alumnos estrella, destacando por su verborrea, su ingenio y su interminable
abanico de frases e ideas impactantes. Los profesores la temían. Con no pocos
se había enraizado en rocambolescas y ramificadas discusiones en las que
siempre había ganado ella por K.O. total; despedazaba el argumentario de la
otra parte de tal manera y la dejaba tan agotada de saltar de una cosa a otra,
que ésta prefería darle la razón antes que continuar haciendo valer su opinión
personal.
Los
alumnos no la apreciaban demasiado, algo lógico ya que hablamos de alguien con
semejante perfil. Se la consideraba resabiada, narcisista y amante de la
polémica, aunque fuera de las aulas se mostrara accesible y simpática con
todos. Sólo conmigo, una sombra de sensatez y moderación a su lado, había
trabado una verdadera amistad. Y a nadie en aquel Master le había pasado
desapercibido el hecho de que Magdalena quería, más que editora, ser escritora.
Hablaba a menudo de que se traía entre manos la creación
de una novela negra, su género preferido, o que había mandado un relato suyo a
tal o cual concurso literario; pero lo cierto era que, hasta entonces, aquellos
confesados esfuerzos no habían dado ningún fruto, y lo que era más inquietante:
ni yo ni nadie que conociera habíamos leído jamás un texto de ficción suyo.
Lo cual no quitaba para que al poco de conocerla, Magdalena dejara bien claro
que era una persona muy culta; sabía todo tipo de cosas sobre todo tipo de
materias, y sí, escribía muy bien, con un estilo algo didáctico pero nunca
aburrido y con un punto de ironía que mantenía el interés de principio a fin.
Lo dejaba claro en los artículos que publicaba en el blog de cine y literatura
en el que colaboraba, La paragüería del
señor Kafka. En aquel espacio cibernético de nombre, en mi opinión, fallido
(demasiado largo y algo raro), Magdalena escribía críticas de películas y
reseñas de libros junto con otras ocho personas a las que, curiosamente, mi
amiga nunca había visto en persona. Había contactado con ellas a través de
Internet, estando el blog ya creado, y se había ofrecido a colaborar en él.
Estaban desperdigadas por otras ciudades del país y del extranjero.
La paragüería del señor Kafka funcionaba bien, es decir, no daba ni un céntimo a sus
colaboradores pero cada día era visto por miles de personas de todo el mundo, y
eso le llenaba de satisfacción a Magdalena. Siempre nos hablaba a sus amigos de
números de visitas y estadísticas y de los comentarios que sus artículos y los
de sus compañeros despertaban en los lectores del blog, que casi nunca firmaban
con sus verdaderos nombres. “Ya tenemos, incluso, nuestros propios trolls”, me
dijo un día tan feliz aludiendo a esas personas que se dedicaban a meterse en
su santo blog a incordiar a base de críticas salidas de tono e insultos burdos
y sin gracia (salvo alguna excepción), tratando siempre de crear polémica.
Y yo me
alegraba porque ella se alegraba, pero no entendía cómo podía entusiasmarla
algo así. Qué más me daba a mí todo aquel mundo de opiniones, contra-opiniones,
críticas, insultos, soberbias, locuras y obsesiones varias, todo ello escrito
por y para sujetos invisibles, seres humanos ocultos tras nombres incompletos o
falsos nombres, sin voz ni rostro, y ganas, muchas ganas, de quemar buena parte
del tiempo libre del que disponían.
Internet
entera me ponía de los nervios. Me sentía como una comadreja de laboratorio
cada vez que me sentaba frente al ordenador y me metía en la Red para buscar
trabajo o hacer todo tipo de tareas (operaciones bancarias, consultas de
saldos, renovación de mi situación de desempleada) que contaban con la
acomodaticia posibilidad de hacerse online.
Pero yo
no tenía ni Facebook ni Twitter —los lugares donde, respectivamente, habitaban
los exhibicionistas y los narcisistas, según un estudio de no sé quién— ni nada
que se le pareciera, a excepción de Linkedin, para la búsqueda de empleo, por
consejo de muchas personas. Ello me había provocado ser objeto de cierta
marginación social que aceptaba encantada. WhatsApp sí que tenía, muy a mi
pesar. Aborrecía el WhatsApp, pero había caído embaucada por aquellos que me
decían que facilitaba y abarataba la comunicación. Aunque todos mis contactos
sabían que el día que Anabel Rey Leal mandara cualquier tipo de emoticono, su
estado mental estaría gravemente alterado.
Por todo
esto, yo me negaba en redondo cuando Magdalena me invitaba a escribir con ella
en La paragüería del señor Kafka.
“Fíjate qué bien quedaría tener como colaboradora a la ganadora de un premio
literario tan sonoro como el ganaste, y bueno, es imposible saber más de cine
que tú…”, intentaba camelarme. En vano. “Los blogs me ponen los pelos como escarpias,
sobre todo, después de haber sido atacada en uno”, le solía responder yo con
mohines victimistas. Me refería a otro blog de crítica literaria donde habían
destrozado con abyecta pasión La hija de Rimbaud, algo que no dejaba de ser
curioso ya que mi novelita no había sido un libro editado al uso, ni mucho
menos un éxito de ventas. Su edición había sido de unos pocos ejemplares y
únicamente por el compromiso que había de hacerlo según las bases legales del
certamen. “Más que nada es para que te la compren amigos y familiares”, me
habían indicado sin censuras los organizadores del concurso.
Pero a pesar de la modestia que caracterizaba a mi pobre
primera novela más allá de lo sonoro que era el concurso que había ganado
(modestia en cuanto a longitud, modestia en cuanto a edición, modestia en
cuando a promoción, modestia en cuanto a ventas), mis conocidos me habían
avisado de que cierto personaje cibernético conocido como Morty Arty la había
despedazado con alevosía en un blog llamado Dios
es una máquina. Dos nombre ridículos hasta rozar la compasión. Pero no pude
darle esquinazo a la curiosidad. ¿Qué habría dicho de mi obra alguien cuyo
pseudónimo ultrajaba el aura de maligno encanto de la Némesis de mi idolatrado
Sherlock Holmes?
Y cuando
me metí en Dios es una máquina y vi lo que Morty Arty había escrito sobre mi
libro, en vez de indignación o ira, me vi embargada por una extraña mezcla de
sensaciones: pena, grima y despiporre. Que alguien hubiera gastado su tiempo y
su energía en decir todos aquellos chuscos espantos sobre mi creación me hizo
sentirme así.
Pero en fin, que Magdalena
era para mí una amiga llena de ingenio y energía, optimista y sin ningún reparo
a la hora de decir lo que pensaba. Se preocupaba por mí y me animaba. Aunque a
veces me dieran ganas de echarle somníferos en la bebida o cerrarle la boca con
una mordaza empapada en cloroformo.
Brutal descripción, seeee... Pero echo de menos otra tan completa de la tal Carolina. ¡No nos dejes con las ganas, muhé!
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