Resultó que durante los primeros meses de mi estancia en París, sobrepasada por las exigencias de la escuela y aterrada por la falta de humanidad del círculo social que me rodeaba, entregando mi tiempo libre a paseos en soledad por la ciudad y a visitas a pequeñas galerías de arte, viejas librerías y cinematecas, en mí fue gestándose una historia, una extraña historia sobre un tipo peculiar y solitario, un bibliotecario devoto de los poetas simbolistas que nunca trabaja de cara al público y que está platónicamente enamorado de una guapa muchacha mulata, usuaria de la biblioteca donde trabaja, y que un buen día, con el detonante de un desagradable incidente, acaba perdiendo la cabeza y cometiendo una locura.
La
historia se volvió tan poderosa en mi dolorida y solitaria cabeza que no me
quedó más remedio que ponerla sobre papel. Tardé un par de meses en hacerlo,
alcanzó las hechuras de una nouvelle, y la titulé La hija de Rimbaud. Y aún no sé cómo, me atreví a mandarla a un
importante concurso literario de mi país. Y resultó que gané. Yo no me lo
creía, mucho menos mis padres, que nunca habían sospechado que a su hija le
gustara escribir historias de ficción. Para la entrega de premios, fui invitada
a una cena de ensueño en un lugar idílico, personas importantes alabaron mi
obra, gané una importante suma de dinero, mi novela se editó, y entré en una
especie de estado de shock psicotrópico del que desperté algo después de que
todo hubiera terminado.
—Este
acontecimiento unido al hecho de que decidí no tomarme la danza como algo
profesional y volver a casa hizo que me planteara estudiar algo relacionado
con la escritura y el mundo editorial, una posible y atractiva vía laboral, y
como en mi universidad había oído hablar mucho y muy bien de su Master en
Edición y Publicación de textos, me decidí a hacerlo. Con el beneplácito de mis
padres, por supuesto —le conté al señor Velázquez. Y me sentí satisfecha
creyendo que me había explicado de una forma muy clara y brillante. Pero el
señor Velázquez se me fue por otros derroteros y me quedé de piedra.
—Así que
La hija de Rimbaud… —dijo con la
vista clavada en algún punto indefinido situado por encima de mi hombro
izquierdo—. ¿Me encuentro, entonces,
frente a una admiradora de Arthur Rimbaud? —preguntó sin dejar de evitar
mirarme.
Le
contesté que sí, que en efecto yo era una admiradora de Arthur Rimbaud, y, para
mi sorpresa, ahí quedó la cosa. No me quedó claro si al él también le gustaba
la poesía de Rimbaud, o si la aborrecía, o si no había leído ni un solo verso
de Rimbaud en toda su santa vida pero sabía bien de quién hablábamos. Su mirada
parda volvió a taladrarme y siguió el tercer grado: entonces sobre mi Master en
Edición y Publicación de textos y los tres meses de prácticas que a
continuación había tenido en una editorial, prácticas incluidas en el Master y
remuneradas.
De
nuevo, a explicárselo todo, todo sobre mi Master. Materias, horarios,
profesorado, alumnado. Cómo eran, qué hacíamos, qué fue lo que más me gustó y
lo que menos… Hablaba con sinceridad, no sabía hablar de otra forma, y pero
contestara lo que contestara, ya fuera crítica, halagadora,
generosa o parca en palabras, me daba la sensación de que mi interlocutor
pensaba que aquello había sido una completa tontería. No me equivoqué. Me lo
dejó claro. Con una soberana cara de asco.
—¿Y de
verdad que consideras necesario hacer todo un Master universitario, carísimo,
me imagino, para aprender las cosas que me estás contando? ¿Para aprender a
corregir manuscritos y manejar unos cuantos programas informáticos?
Me reí
por no llorar e insinué que quizás no me estaba explicando bien, que aquel
Master había sido mucho más que eso, un camino muy bueno para aprender los
entresijos del mundo editorial con vistas a trabajar en él y…
—¿Y por
qué no te sirvió de nada?
Otra
dentellada de aquel caimán encorbatado.
—Bueno
—me expliqué—, escogí unas prácticas en un lugar en el no tuve posibilidad de
quedarme porque no había ninguna bacante, y al resto de mis compañeros les pasó
algo parecido… Nuestra idea, que el mercado editorial era un mundo siempre en
movimiento y lleno de oportunidades, no resultó ser verdadera… —dije en voz muy
bajita.
—Vamos,
que te tuvieron tres meses haciendo fotocopias y poco más. Luego, a la rue, ¿no
es así? —preguntó el señor Velázquez relamiéndose.
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