jueves, 14 de mayo de 2015

Sigue el CAPÍTULO I: Anabel cuenta lo de su premio literario

(después de que Anabel le haya relatado al señor Velázquez cómo le fue el año que pasó en París con una beca de danza)

Resultó que durante los primeros meses de mi estancia en París, sobrepasada por las exigencias de la escuela y aterrada por la falta de humanidad del círculo social que me rodeaba, entregando mi tiempo libre a paseos en soledad por la ciudad y a visitas a pequeñas galerías de arte, viejas librerías y cinematecas, en mí fue gestándose una historia, una extraña historia sobre un tipo peculiar y solitario, un bibliotecario devoto de los poetas simbolistas que nunca trabaja de cara al público y que está platónicamente enamorado de una guapa muchacha mulata, usuaria de la biblioteca donde trabaja, y que un buen día, con el detonante de un desagradable incidente, acaba perdiendo la cabeza y cometiendo una locura.

La historia se volvió tan poderosa en mi dolorida y solitaria cabeza que no me quedó más remedio que ponerla sobre papel. Tardé un par de meses en hacerlo, alcanzó las hechuras de una nouvelle, y la titulé La hija de Rimbaud. Y aún no sé cómo, me atreví a mandarla a un importante concurso literario de mi país. Y resultó que gané. Yo no me lo creía, mucho menos mis padres, que nunca habían sospechado que a su hija le gustara escribir historias de ficción. Para la entrega de premios, fui invitada a una cena de ensueño en un lugar idílico, personas importantes alabaron mi obra, gané una importante suma de dinero, mi novela se editó, y entré en una especie de estado de shock psicotrópico del que desperté algo después de que todo hubiera terminado.

—Este acontecimiento unido al hecho de que decidí no tomarme la danza como algo profesional y volver a casa hizo que me planteara estudiar algo relacionado con la escritura y el mundo editorial, una posible y atractiva vía laboral, y como en mi universidad había oído hablar mucho y muy bien de su Master en Edición y Publicación de textos, me decidí a hacerlo. Con el beneplácito de mis padres, por supuesto —le conté al señor Velázquez. Y me sentí satisfecha creyendo que me había explicado de una forma muy clara y brillante. Pero el señor Velázquez se me fue por otros derroteros y me quedé de piedra.

—Así que La hija de Rimbaud… —dijo con la vista clavada en algún punto indefinido situado por encima de mi hombro izquierdo—.  ¿Me encuentro, entonces, frente a una admiradora de Arthur Rimbaud? —preguntó sin dejar de evitar mirarme.

Le contesté que sí, que en efecto yo era una admiradora de Arthur Rimbaud, y, para mi sorpresa, ahí quedó la cosa. No me quedó claro si al él también le gustaba la poesía de Rimbaud, o si la aborrecía, o si no había leído ni un solo verso de Rimbaud en toda su santa vida pero sabía bien de quién hablábamos. Su mirada parda volvió a taladrarme y siguió el tercer grado: entonces sobre mi Master en Edición y Publicación de textos y los tres meses de prácticas que a continuación había tenido en una editorial, prácticas incluidas en el Master y remuneradas.

De nuevo, a explicárselo todo, todo sobre mi Master. Materias, horarios, profesorado, alumnado. Cómo eran, qué hacíamos, qué fue lo que más me gustó y lo que menos… Hablaba con sinceridad, no sabía hablar de otra forma, y pero contestara lo que contestara, ya fuera crítica, halagadora, generosa o parca en palabras, me daba la sensación de que mi interlocutor pensaba que aquello había sido una completa tontería. No me equivoqué. Me lo dejó claro. Con una soberana cara de asco.

—¿Y de verdad que consideras necesario hacer todo un Master universitario, carísimo, me imagino, para aprender las cosas que me estás contando? ¿Para aprender a corregir manuscritos y manejar unos cuantos programas informáticos?

Me reí por no llorar e insinué que quizás no me estaba explicando bien, que aquel Master había sido mucho más que eso, un camino muy bueno para aprender los entresijos del mundo editorial con vistas a trabajar en él y…

—¿Y por qué no te sirvió de nada?

Otra dentellada de aquel caimán encorbatado.

—Bueno —me expliqué—, escogí unas prácticas en un lugar en el no tuve posibilidad de quedarme porque no había ninguna bacante, y al resto de mis compañeros les pasó algo parecido… Nuestra idea, que el mercado editorial era un mundo siempre en movimiento y lleno de oportunidades, no resultó ser verdadera… —dije en voz muy bajita.

—Vamos, que te tuvieron tres meses haciendo fotocopias y poco más. Luego, a la rue, ¿no es así? —preguntó el señor Velázquez relamiéndose.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Madre Ciudad te devora: Metrópolis, de Ferenc Karinthy

El turista accidental . Siempre me ha resultado curioso este título y la mezcla de sensaciones que me despierta: regocijo, suspense, cierto ...