Apareció en el
portal una fría mañana de domingo, a principios de diciembre. Nadie esperaba encontrarse
con algo así, por lo que su irrupción fue recibida con asombro y regocijo.
«¡Es ideal!», exclamó con ojos chispeantes Curri, la del décimo A.
«Qué idea tan bonita, para los niños, especialmente», dijo su marido, que
en invierno llevaba un gorro como el de Sherlock Holmes.
Los de la ferretería, que vivían justo encima de nosotros, lo contemplaban
con ojos emocionados, y Moisés, el viudo del octavo B, relajó su habitual gesto
malhumorado y preguntó por el artífice del detalle.
«Está claro», apuntó Curri agitando su melena rubia. «Es cosa de la nueva
portera. Ya os dije yo que esa niña es un cielo», a lo que mi madre contestó
que seguramente lo habría puesto de madrugada, para darnos la sorpresa.
Mientras los adultos comentaban, yo me acerqué a contemplar de cerca las
tarjetitas que adornaban aquel abeto. En cada una de ellas había tres líneas:
una para escribir el nombre, otra, el piso, y la tercera, un deseo para el
2021. En la gran estrella dorada que coronaba el árbol había el siguiente mensaje:
«Premio para el mejor deseo».
El término «premio» me supo a golosina. Mi padre posó su mano sobre mi
hombro y me susurró: «Tenemos que ganar, ¿eh?». Su voz ronca sonaba como tamizada
por la mascarilla. Asentí. También en eso seríamos los mejores.
Era un día fresco pero soleado. La deslumbrante luz amarilla se filtraba a
través de los cristales del portal dotando a la escena de aún más magia. Los
ascensores no paraban de bajar con vecinos dispuestos a darse un paseo matutino,
y todos se quedaban embobados cuando se topaban con el abeto.
Sólo hubo un punto negro en el idílico escenario. La pelirroja del ático.
Oímos unos pasitos bajando las escaleras y apareció ante nosotros. Con ropa de
deporte y una aparatosa mascarilla. Un molesto silencio invadió entonces el
espacio, y todos la seguimos con la mirada mientras recorría el tramo que iba
de las escaleras a la puerta.
La pelirroja del ático era maja y simpática hasta que llegó la pandemia. Con
ella cambió completamente. Se puso la mascarilla antes de que fuera obligatorio;
daba consejos y recomendaciones a todo el mundo; regañaba a la gente que se
saltaba las normas.
Y un buen día, de repente, dejó de hablarse con los vecinos. Con todos.
Mis padres ya me lo advertían: si alguna vez me encontraba a solas con ella,
no debía ni dirigirle la palabra ni montarme en el ascensor. No indagué: me
dije que aquella chica jugaba en la misma liga que el Diógenes, el viejo del primero
D que había acabado en el psiquiátrico tras provocar un incendio, o la Sacamantecas
del portal del enfrente, que hablaba sola y amenazaba de muerte a los niños que
jugaban en la plaza.
Afortunadamente, la pelirroja del ático era la única nota discordante en
aquel edificio. El resto de los vecinos eran majos y normales. Y aquel árbol de
los deseos había llegado para brindarnos un poco de alegría e ilusión tras un año
tan duro en el que los aplausos de las ocho, los recitales de balcón y las
llamadas por Skype habían constituido nuestras grandes válvulas de escape.
Recuerdo aquel último mes de 2020 bajando cada mañana al portal, acercándome
al árbol y comprobando si había algún deseo nuevo ante la afectuosa mirada de
la portera, inmóvil en su urnita de cristal. La gente era muy poco original.
Pedían al 2021 la erradicación del virus, ver a sus mayores, o la prohibición
de las guerras.
Nosotros fuimos los que más tardamos en escribir nuestros deseos. Mis
padres se derretían los sesos pensando en nuestras respuestas. Mi padre, sobre
todo. Había un premio en juego, y aunque se tratara de una caja de bombones,
debíamos ganarlo.
El día que por fin tuvimos nuestras respuestas, bajamos al portal con rotuladores
de tinta dorada. Muy ceremoniosos, cada uno cogimos una tarjetita y la
rellenamos con nuestra mejor letra. «Quitarle la corona al virus», escribí yo. Se
me ocurrió a mí solo.
Faltaban dos días para Navidad.
Dimos por hecho que el resultado del concurso se nos comunicaría antes de Año
Nuevo.
No fue así.
Fueron pasando y pasando las fechas
clave: Navidad, Nochevieja, Año Nuevo, Reyes… Y nada: la portera no soltaba
prenda.
Los niños estábamos ansiosos; los mayores, por apuro, no
le decían nada a la portera.
Como las tarjetas desaparecieron del árbol el siete de enero, se dio por
hecho que la portera se las había llevado a casa para estudiar mejor su fallo. Pero
cómo tardaba.
Fue mi padre el que, a mediados de mes, con una sonrisa incómoda, le
sugirió a la portera que quizás ya era hora de retirar el árbol y dar el nombre
del ganador.
Nunca olvidaré el gesto de estupor que
puso aquella mujer al oírlo.
«Pero si yo no he colocado el árbol. ¿No ha sido cosa suya? Como es usted
publicitario, pensé que…», dijo.
Mi padre se limitó a negar con la cabeza y a meterse en el ascensor conmigo de la mano. Había algo frío y musgoso en su mirada, como si se esperara lo que iba a suceder.
El resultado del concurso se supo unas cuantas semanas después. El misterioso premio consistió en una demanda judicial por parte de la pelirroja del ático.
Gracias al árbol de los deseos y a la labor de un buen calígrafo, nuestra peculiar
vecina, médico de profesión, supo quién le había escrito «Rata contagiosa» en
su coche: mi madre. En cambio, el anónimo que le habían colado por la puerta,
exigiéndole que abandonara el edificio, había sido cosa del marido de Curri.
Mientras duró todo el proceso, la
pelirroja hizo caso al anónimo y se fue a vivir a no sé dónde. Volvió tiempo después.
Sin mascarilla y con las sonrisas de antes de la pandemia.
Fue entonces cuando mis padres pusieron el piso en venta.