martes, 9 de junio de 2015

Vuelta al cole... con más de treinta (CAPÍTULO II)


Fue menos extraño de lo que me imaginaba retornar a las aulas, aunque mientras preparaba mis útiles para el comienzo del curso me acosaron de una manera preocupante sospechas de que había viajado en el tiempo. Volvía a la época de las carpetas y las mochilas, de los infames deberes, de los fastidiosos exámenes, y de estar inmovilizada en una silla durante horas tratando de interesarme por lo que un profesor me contaba desde su estratégico lugar.

Mis compañeros resultaron ser, en su mayoría, cordiales. Mi edad era la media perfecta en aquel grupo variopinto en cuanto a años y estudios. Había personas desempleadas —la mayoría— y empleadas —querían seguir formándose pese a tener trabajo, hasta el punto de haber pedido permisos y reducciones de jornada para hacerlo—, y en general, el ambiente resultaba serio. En general, porque había un grupillo de seis, tres chicos y tres chicas de los más jóvenes, que desde el primer día dejaron claro que los coqueteos y los tira-y-aflojas que caracterizan las relaciones mixtas de la pubertad continuaban bien presentes en sus actitudes. Sus grititos, burlas y desvaríos eran tan sonoros y fastidiosos que hasta provocaron que un profesor, exasperado, tuviera que separarles. “Cómo se nota que se lo pagan sus padres”, comentó amargamente la señora que se sentaba a mi lado.

El profesorado estaba formado por personas consideradas grandes profesionales que hablaban con claridad y energía y transmitían mucho interés en lo que contaban: cómo enfrentarse a  las necesidades administrativas básicas de una empresa. Pero luego

estaba la forma de dar las clases. La base de todo lo eran las fotocopias, las cientos, miles, de fotocopias que nos entregaban a diario para poder llevar las lecciones de forma ordenada (¿qué había sido de los apuntes de toda la vida?), hacer trabajos puntuales o ejercicios prácticos, y estudiar en casa. Más y más papeles pulcramente impresos, con subrayados y negritas, algunos en color, casi todos en blanco y negro, paginados siempre, sueltos o encuadernados, grapados o acumulados y encuadernados en libritos, que nunca, nadie, jamás, se leería enteros. Toneladas de papeles otrora blancos y pulcros ilustrados a conciencia a base de teorías, afirmaciones, negaciones, citas, esquemas, diagramas, gráficos, cifras o ejemplos que la mayoría de las veces ni se miraban por encima. En fin, gruesos tratados de conocimientos propios o ajenos, de autoría demostrada o dudosa, de los que sólo una ínfima parte acabaría ocupando un lugar temporal en las cabecitas de sus receptores.

Y las explicaciones en clase casi siempre eran acompañadas de un colorista y bien nutrido conjunto de fichas PowerPoint proyectadas sobre una gran pantalla blanca colocada sobre el encerado, fichas que el profesor correspondiente se dedicaba a desarrollar brevemente y a pasar y a pasar con la ayuda de un mandito a distancia, en pie frente a todos nosotros, como si fuera el chico o la chica del tiempo del telediario. Al final de la lección, todas esas trabajadas filminas del nuevo milenio se nos entregaban convenientemente fotocopiadas.

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