Yo no entendí muy bien lo
que Natalia quería decir con eso. A ver, veamos, analicemos: “Trabajo hay;
empleo no”, “No hay empleo; sí trabajo”. Lo repetí mentalmente, a lo Barrio Sésamo; lo estudié, le busqué la
lógica, y entendí o quise entender que mi prima embarazada, brillante
arquitecto empleada y respetada en una gran multinacional desde los veintitrés
años, pretendía decir que en nuestro país había cosas que hacer pero que, por
algún motivo que mi limitada cabecita de letras no alcanzaba a entender, estas
necesidades no se transmutaban en empleos concretos y contables.
Ajá…
Pues bien: yo seguía sin
entender nada. Pero como no quería aguantar una de las interminables explicaciones
macroeconómicas o microeconómicas de mi prima mayor, fingí que comprendía lo
que decía. Y entonces, como si alguien hubiera lanzado un sortilegio, la mesa
se dividió en dos conversaciones diferentes. María, Natalia y yo por un lado
(yo más que hablar escuchaba cómo mis dos primas se quejaban de los pequeños
contratiempos que la Crisis había provocado en su día a día laboral), y por el
otro, Pilar, Mónica y Virginia, que hablaban de algo que entre la música y la charla en la que yo estaba inmiscuida no alcanzaba a oír. Pero de
pronto, la melodía de Bowie terminó, se hizo un silencio sepulcral en aquella
cuidada y limpia estancia, y entonces, se escuchó nítida y clara la voz gangosa
y seseante —un falso seseo— de Virginia diciendo lo siguiente:
—Pues yo, en el lugar de
Anabel, sí que me pondría a limpiar casas.
La frase tajante de
Virginia llegó a mis oídos y a los del resto de mis primas con una claridad
supina y tardé unos cuantos segundos en asimilar aquello. ¿Podía ser cierto que
Virginia, la Virginia que yo conocía, la amante de los objetos caros y bien
publicitados, la que siempre había considerado como una gran virtud en un
hombre que éste tuviera dinero, la que había contratado a una empleada del
hogar en cuanto se había emancipado porque no soportaba planchar y la cocina le
quitaba mucho tiempo, podía ser que aquella Virginia insinuara que de verse en
mi situación buscaría trabajo como empleada doméstica?
Vaya, pues parecía que
sí.
Me dije a mí misma, o
más bien, me grité, ¡me exhorté!, que aquello no podía quedar así, que no
fingiera que no había oído bien o cambiara de tema como hacía otras veces,
intentando preservar una paz que más que paz significaba que todos podían
mostrarse agresivos y belicosos conmigo pero que yo debía contenerme para que
la guerra no estallara. Porque aquella frase que formalmente podía considerarse
la mera verbalización de una opinión personal legítima y sincera, resultaba que
en verdad era un genuino dardo venenoso tamaño deluxe.
Aquella frase en boca de
otra de mis primas estoy convencida de que no me hubiera parecido tan
chirriante, pero en boca de Virginia, por Dios… Y además, después de soltarla,
qué feliz y sonriente se quedó. Como solía suceder. Virginia lanzaba sus opiniones
causticas a quien quería, chicas de su edad casi siempre, y nunca mostraba
arrepentimiento o propósito de enmienda. Pilar, por ejemplo, había tenido que
soportar varias opiniones de Virginia concernientes a su poco gusto con los
hombres, y la mejor amiga de Virginia, una tal Sara, había estado un año sin
hablarle cuando ésta había vertido comentarios bastante ofensivos sobre lo
ceñido y escotado de su ropa. Jamás la había visto yo mostrándose tan incisiva con
personas “mayores” de nuestra familia, o con su marido, o con los charlatanes
amigos de su marido, aficionados a juergas sinfín y comentarios jocosos
sexuales y escatológicos.
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