jueves, 4 de junio de 2015

¿No tienes trabajo? Pues limpia casas (CAPÍTULO II)

—Pero trabajo sí que hay en este país hay, claro que lo hay, lo que no hay es empleo —soltó muy convencida mirando al infinito, como si estuviera dando un brillante discurso a una audiencia invisible.
Yo no entendí muy bien lo que Natalia quería decir con eso. A ver, veamos, analicemos: “Trabajo hay; empleo no”, “No hay empleo; sí trabajo”. Lo repetí mentalmente, a lo Barrio Sésamo; lo estudié, le busqué la lógica, y entendí o quise entender que mi prima embarazada, brillante arquitecto empleada y respetada en una gran multinacional desde los veintitrés años, pretendía decir que en nuestro país había cosas que hacer pero que, por algún motivo que mi limitada cabecita de letras no alcanzaba a entender, estas necesidades no se transmutaban en empleos concretos y contables.
Ajá…
Pues bien: yo seguía sin entender nada. Pero como no quería aguantar una de las interminables explicaciones macroeconómicas o microeconómicas de mi prima mayor, fingí que comprendía lo que decía. Y entonces, como si alguien hubiera lanzado un sortilegio, la mesa se dividió en dos conversaciones diferentes. María, Natalia y yo por un lado (yo más que hablar escuchaba cómo mis dos primas se quejaban de los pequeños contratiempos que la Crisis había provocado en su día a día laboral), y por el otro, Pilar, Mónica y Virginia, que hablaban de algo que entre la música y la charla en la que yo estaba inmiscuida no alcanzaba a oír. Pero de pronto, la melodía de Bowie terminó, se hizo un silencio sepulcral en aquella cuidada y limpia estancia, y entonces, se escuchó nítida y clara la voz gangosa y seseante —un falso seseo— de Virginia diciendo lo siguiente:
—Pues yo, en el lugar de Anabel, sí que me pondría a limpiar casas.
La frase tajante de Virginia llegó a mis oídos y a los del resto de mis primas con una claridad supina y tardé unos cuantos segundos en asimilar aquello. ¿Podía ser cierto que Virginia, la Virginia que yo conocía, la amante de los objetos caros y bien publicitados, la que siempre había considerado como una gran virtud en un hombre que éste tuviera dinero, la que había contratado a una empleada del hogar en cuanto se había emancipado porque no soportaba planchar y la cocina le quitaba mucho tiempo, podía ser que aquella Virginia insinuara que de verse en mi situación buscaría trabajo como empleada doméstica?
Vaya, pues parecía que sí.
Me dije a mí misma, o más bien, me grité, ¡me exhorté!, que aquello no podía quedar así, que no fingiera que no había oído bien o cambiara de tema como hacía otras veces, intentando preservar una paz que más que paz significaba que todos podían mostrarse agresivos y belicosos conmigo pero que yo debía contenerme para que la guerra no estallara. Porque aquella frase que formalmente podía considerarse la mera verbalización de una opinión personal legítima y sincera, resultaba que en verdad era un genuino dardo venenoso tamaño deluxe.
Aquella frase en boca de otra de mis primas estoy convencida de que no me hubiera parecido tan chirriante, pero en boca de Virginia, por Dios… Y además, después de soltarla, qué feliz y sonriente se quedó. Como solía suceder. Virginia lanzaba sus opiniones causticas a quien quería, chicas de su edad casi siempre, y nunca mostraba arrepentimiento o propósito de enmienda. Pilar, por ejemplo, había tenido que soportar varias opiniones de Virginia concernientes a su poco gusto con los hombres, y la mejor amiga de Virginia, una tal Sara, había estado un año sin hablarle cuando ésta había vertido comentarios bastante ofensivos sobre lo ceñido y escotado de su ropa. Jamás la había visto yo mostrándose tan incisiva con personas “mayores” de nuestra familia, o con su marido, o con los charlatanes amigos de su marido, aficionados a juergas sinfín y comentarios jocosos sexuales y escatológicos.

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