—Damas
y caballeros, con la alucinante música de Mercury Rev como banda sonora,
comencemos la ceremonia micofílica para la cual nos hemos reunido aquí.
Y
Ányello empezó a repartirnos vasos de agua y nuestras raciones de setas. Todos
estábamos lo más cómodos posible. Carolina, Magdalena y yo, bien colocaditas en
nuestros mullidos asientos, como niñas formales, y sentadas las tres juntas,
tal y como nos habíamos empeñado. Nos miramos emocionadas y tragamos. The dark rising era el título de la
canción. Está anocheciendo.
Como el resto, me quedé bien quieta
en mi sitio y extremadamente silenciosa, esperando que aquellas sustancias psicotrópicas
vegetales poseyeran mi ingenuo cuerpo y me llevara de paseo onírico por
insospechados territorios. Traté de poner mi mente en blanco, algo que era
recomendable, pero no podía. Aquello, todos en silencio y con el ruido de la
tormenta mezclada con la sugerente música de Mercury Rev como único sonido, tenía
algo de ceremonia macabra, sectaria, reptiliana tal vez. ¿De veras que había
que estar tan quieto y callado? Era cómico ver las caras de infinita
concentración que ponían todos. Tate parecía otra persona, mucho más madura y
centrada, más profesor de inglés que nunca. Ányello daba la sensación de que
iba a comenzar a levitar en cualquier momento. Yo sólo tenía ganas de reírme.
Pero me controlé. Había que ser paciente.
Pero los minutos pasaban y yo seguía
dolorosamente lúcida y centrada a pesar de que veía que los demás empezaban a
hacer ya cosas raras. Se oían los primeros extraños gemidos, algunas risotadas
secas y aisladas, y la quietud comenzaba a romperse. Rubén se puso en posición
fetal sobre su butaca, y Carolina posó su cabecita sobre el hombro de
Magdalena.
“Espera un poco, que enseguida
empezarás a notar algo”, me dije. Pero no, allí no pasaba nada. Yo seguía tan
sobria y centrada como siempre.
Y mi sólida paciencia inicial se fue
debilitando a marchas forzadas.
Ányello nos había avisado de que no
había un tiempo estándar tras el cual comenzaran a producirse los efectos de
las setas, que dependía del cuerpo de cada uno. Pero aquella explicación dejó
de resultarme aceptable a la hora y cuarto de estar quieta como una cariátide
en el sofá de aquel pisito viendo cómo yo era la única de ocho personas que se
mantenía inmune al LSD de Madre Naturaleza.
Porque todos mis compañeros de ingesta
llevaban casi una hora disfrutando de sus misteriosos efectos. Yo era testigo
directo de ello.
Por ejemplo, a Carolina le dio por
decir que Magdalena se había convertido en un hada de fuego. Y no conseguía
explicar qué era exactamente esa criatura, sólo la miraba con lágrimas de
emoción en los ojos, la veneraba como si fuera un ídolo, jugueteaba con su
larga y rizada melena roja y, seguidamente, rompía a reír con aquella risita
nerviosa, intercalada con algún que otro sonido porcino, que la poseía en
ciertas ocasiones y que a mí me ponía de los nervios. Magdalena, en cambio,
ignorando completamente la paranoia de Carolina, estaba totalmente entretenida
en seguir y retransmitir en voz alta lo que a todas luces era una tensa
conversación entre Audrey Hepburn y Marilyn Monroe, especialmente polémica
cuando se tocó el tema de Desayuno con
diamantes (Truman Capote había escrito su novela pensando en su gran amiga
Marilyn como Holly Golightly, pero la Hepburn
se había hecho con el papel: todo un drama).
Y el resto… Oh, el resto. El resto
se entretenía calibrando las nuevas posibilidades que les ofrecían sus
extremidades, inhumanamente elásticas y extensibles, y los muebles y objetos
del piso de Ányello, de formas cambiantes y con inesperadas propiedades.
Pero ninguno se levantaba de su
sitio, ni siquiera elevaban ligeramente el trasero de sus asientos, como si
estuvieran convencidos de que si lo hacían, su integridad física pudiera correr
peligro.
Curiosamente, Tate era el menos
profuso en aspavientos y expresiones. Sentado como un indio norteamericano en
el suelo, al lado de la butaca donde estaba Ányello, se creía el comandante de
una nave espacial, concentradísimo al (invisible) volante, y muy serio y
circunspecto, casi con cara de desagrado. Vaya, el viaje no le estaba sentando
bien.
Mercury Rev no dejaba
de sonar mientras toda aquella gente se entregaba a las viles artes de las
setas mágicas (Ányello debía de haber puesto un disco entero), y cuando finalmente
me decidí a abandonar el piso, Saray explicaba al resto que estaban siendo
observados por cientos de cámaras de Gran Hermano, que todo aquello era un
experimento sociológico. “¡De los hombres lagarto!”, grité con sorna y lo más
alto que puede antes de cerrar definitivamente la puerta de aquel piso. Con
cierto resquemor, tristeza y la sensación de haber sido vilmente engañada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario