sábado, 6 de junio de 2015

Fin del Capítulo II

Aquel verano decidí quedarme en la ciudad. Todo el verano. Magdalena y Carolina irían varios días a sus respectivos pueblos durante la primera quincena de agosto, y la primera semana de septiembre las dos juntas viajarían a Ámsterdam. Yo no las acompañaría.
Al igual que en Semana Santa, mis padres intentaron convencerme de que aceptara su ayuda económica y que me fuera con mis amigas a Holanda, pero mi “no” fue rotundo, de nuevo. No podía aceptar su dinero para disfrutar de unas vacaciones que juzgué innecesarias.
Me conformé con acudir regularmente a la casa que mis padres tenían en la costa, en un lindo y apacible pueblo cántabro situado a menos de una hora de Bilbao, y a disfrutar con mis amigas de las fiestas que se celebrarían por toda la geografía de Vizcaya y que sus agendas vacacionales les permitieran.
Así pasé el verano de mi segundo año en paro, entre playa y asfalto, sin dejar de buscar trabajo y entregada a un ocio tranquilo cuya guinda fue quedar con mis compañeros del Master en las Fiestas de Bilbao, justo un año después de nuestra última cita. Y resultó que aquella noche me encontré en un local del Casco Viejo con el Señor Misterioso. En un contexto completamente diferente al de Bidebarrieta, jocoso y feliz con sus amigos (francamente, el verle con un vaso tamaño gigante de cerveza en la mano y un pañuelito de fiestas al cuello le quitó parte de su encanto maldito). Pero por miedo a que mis amigas cometieran alguna locura (no era difícil de imaginar a Magdalena lanzándome encima del Señor Misterioso o a Carolina dando grititos de emoción bochornosos), opté por contárselo sólo cuando el objeto de mis desvelos y sus colegas habían abandonado ya el local, lo que me granjeó una buena bronca en la que Carolina fue especialmente insistente y repetitiva (“El no ya lo tienes, el no ya lo tienes…”, no paraba de repetir). Me dijeron que así nunca conseguiría nada, que había que ser más atrevida y decidida y aprovechar el momento, que uno nunca sabía qué podía pasarle de un día para otro, etcétera, etcétera…
Pero lo que sucedía era que yo, secretamente, tenía la esperanza de que el Señor Misterioso y yo tuviéramos un acercamiento en un contexto más sobrio, y a ser posible, sin seres conocidos alrededor, en la propia Biblioteca de Bidebarrieta cualquier tarde entre semana, por ejemplo. Algo dentro de mí, algo infantil, iluso y empalagoso, me decía que así sería, que así le conocería, y no dentro de demasiado tiempo.
Aquel verano, con el prometedor otoño en el horizonte y frases de lo más optimista (“Como esto no puede empeorar, seguro que este año mejoran las cosas”, “Dicen que lo peor ya ha pasado”) sonando a todas horas, en la calle y en la televisión, por boca de sabihondos políticos, analistas, especialistas y personas de todo tipo y condición, llegué a estar de veras esperanzada, a creer que podría tener un trabajo a comienzos de aquel inminente curso.

Pero allí estaba Sandman para organizarme mi vida de desempleada y prácticamente obligarme a volver a las aulas. 

(fin del Capítulo II)

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