miércoles, 10 de junio de 2015

Anabel se dispone a tomar setas alucinógenas (CAPÍTULO III)




Así pues, la invitación a consumir setas alucinógenas en compañía de mis dos grandes amigas llegó en el momento perfecto.



El colega de Magdalena se llamaba José Ángel, Ányello para los amigos, y vivía en un bonito y pequeño apartamento del Casco Viejo. La casa pertenecía a una tía abuela suya, viuda e ingresada en un geriátrico, cuyos hijos le cobraban un alquiler muy bajo porque de momento no necesitaban más dinero. Un chollo.


Ányello había entrado a trabajar en la tienda de Magdalena apenas hacía un año, pero enseguida se habían hecho grandes amigos. Y por fin, después de tantas y tantas historias sobre el genial Ányello —Magdalena lo mencionaba una media de tres veces al día—, Carolina y yo le conoceríamos. Hasta entonces había sido imposible, por caprichos del Azar o del Cosmos, un poco como les pasaba a Magdalena y a Carolina con Glenda.


Ányello era bajito y muy flaco. Llevaba el pelo, muy abundante, peinado en punta y teñido de un fluorescente tono entre granate y naranja oscuro. Tenía un rostro de facciones pequeñas y roedoras, la tez muy pálida, y unos grandes y expresivos ojos de un poco habitual verde azulado. Piercings en la oreja izquierda, en la nariz y el labio. Vestía como un antisistema burgués, con prendas amplias y deportivas pero de marcas caras, y tenía una voz increíblemente aflautada.


Magdalena nunca nos había hablado de Ányello como “hombre”, Carolina y yo tampoco le habíamos preguntado nada al respecto, y en cuanto vi a aquel chico tuve claro por qué mi amiga no podía verlo como posible amante: era demasiado afeminado para ella.


Además de ser compañero de trabajo de Magdalena (él estaba en la sección de tecnología), Ányello también escribía en La paragüería del señor Kafka gracias a la insistencia de Magdalena, que enseguida descubrió el talento del muchacho para la crítica literaria, rigurosa y un punto académica en su caso. El hecho de que ambos escribieran en aquel dichoso blog literario hizo que buena parte de la conversación de aquella noche, antes de tomarnos los hongos ketamínicos, versara en torno al santo espacio y las mejores anécdotas y curiosidades que sus colaboradores habían vivido allí en sus cuatro años de vida.


            El resto de los invitados de Ányello eran un muchacho espigado, rubio y aparentemente muy tímido (tenía la mirada baja y huidiza en todo momento) que se llamaba Rubén; una chica de larga cabellera teñida de rojo intenso e indumentaria gótica, muy simpática, que respondía al nombre de Saray; otra chica, rubia, bajita, vestida con una falda hippie (hacía frío y llovía a mares) y con una cara de malas pulgas casi cómica, con la naricilla arrugada y la boca torcida, pero que en cuanto comenzaba a hablar dejaba claro que aquélla era su expresión habitual, y cuyo nombre no me quedó claro la primera vez que lo escuché, lo pregunté una segunda vez, siguió sin seguirme claro, y como me dio apuro preguntarlo una tercera vez, hice ver que lo había entendido; y un chico con largo cabello castaño claro, barba estudiadamente descuidada e indumentaria estilo surfista, muy risueño desde el primer momento, un risueño que a todas luces derivaba de haberse fumado más de un canuto en lo que iba de tarde. Cuando llegamos estaba estrenando uno. Le llamaban Tate, y nadie explicó de dónde venía ese nombre.


Todos eran amigos de Ányello, y cuando Magdalena, Carolina y yo llegamos a casa de Ányello, creíamos que también lo eran entre ellos, pero más tarde nos enteraríamos de que se acababan de conocer aquella noche. El tema de consumir setas alucinógenas había sido el nexo de unión temporal entre todos nosotros.


Nos entendimos enseguida. A ello ayudó el espacio más bien reducido en el que nos apoltronamos, en la salita de estar del piso de Ányello, sentados y acurrucados sobre y bajo un par de sofás de tapicería granate, con una mesita baja repleta de aperitivos tipo patatas fritas y encurtidos (pero fuimos advertidos de que no comiéramos demasiado, que luego las setas podrían jugar malas pasadas con nuestros estómagos llenos), Marilyn Monroe y Audrey Hepburn observándonos desde los cuadros kitsch que presidían la pared de enfrente, y un número interminable de latas de cerveza que enseguida comenzaron a circular por allí.




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