A Rubén, en particular, le ponía de los nervios que en
Infojobs, cuando se presentaba a una oferta de empleo y era preseleccionado,
podía estar así durante semanas y semanas (lo que se traducía en que durante
semanas y semanas Rubén gozaba del fino halo de esperanza de ser entrevistado
en persona, y si la diosa Fortuna le echaba una mano, ¡ser contratado!), cuando
de repente, Dios sabía por qué, la pantalla de su ordenador le avisaba de que
aquella oferta de trabajo había desaparecido. Así, sin más. Y Rubén X Y de 32
años de edad, natural de Bilbao (Vizcaya), licenciado en Psicología, con dos
títulos superiores de idiomas y que en un cuestionario previo había contestado
que lo que le atraía de aquella oferta de empleo era que le daría la
posibilidad de desarrollarse personal y profesionalmente en una gran empresa
con una reputación inmejorable, se quedaba confuso, desamparado y sin explicaciones.
La falsa malhumorada le explicó a
Rubén con mucha sensibilidad que una amiga suya que trabajaba en Recursos
Humanos le había comentado que a veces publicaban ofertas en Infojobs y en otras
páginas similares no porque realmente hubiera puestos vacantes que requirieran
personal, sino para atraer candidatos para engrosar bolsas de empleo.
—Así
que utilizan Infojobs etcétera como casitas de chocolate embaucadoras, al
estilo de la bruja de Hansel y Gretel —dije sin pensarlo demasiado. Se rieron.
—Buena
comparación —me guiñó un ojo el Tate, el amante del otro chocolate.
Saray, por su parte, contó algo de
lo que yo ya me había dado cuenta: en los últimos tiempos las ofertas dirigidas
a personas menores de treinta años y a discapacitados habían aumentado de forma
impactante. ¿El motivo? En ambos casos las empresas obtenían beneficios
económicos, nada que ver con las ganas de ayudar a los jóvenes y a los
discapacitados.
—Con el tema de la edad no se puede
hacer nada, no me puedo quitar años de encima ni retroceder en el tiempo para
volver a tener veintinueve años, pero en cuanto a la incapacidad, como veo a
diario tantas y tantas ofertas atractivas en las que yo encajaría si tuviera
alguna clase de discapacidad, me entran ganas, no sé, de cortarme dos dedos de
la mano izquierda, por ejemplo, que soy diestro… —dijo Rubén mirándose su mano
izquierda mientras la giraba por encima de sus ojos. Y yo le disparé al
instante:
—Ya,
pero entonces te dirían que tu caso no sirve, que no llegas al 33% de
discapacidad, el mínimo que siempre exigen, y que deberías haberte cortado dos
dedos de la mano derecha o, ¡o!, uno más de la izquierda.
Y
todos rieron con ganas no sin acusarnos de tener un humor negro, muy negro.
—O a
lo mejor te tendrías que sacar un ojo… —añadió Magdalena.
Pero la broma ya había caducado; a
nadie le hizo gracia.
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