No eran ni las doce y media de la noche y, muy a
mi pesar, tuve que volver a casa. Algo que había comido o bebido en la fiesta me
había sentado mal, revolviéndome el estómago y provocándome mareos y escalofríos.
Aunque intenté vomitar, me fue imposible: en lugares públicos me daba demasiado
asco. No dejé que mis amigas me acompañaran a la parada de taxi. Lo conseguí
sola, con el cuerpo tembloroso y el maquillaje de catrina algo derretido por babas
y lágrimas de esfuerzo. Gracias a Dios el trayecto era corto. Cuando me tocó
pagar descubrí que me había dejado las llaves en otro bolso, pero no me preocupé,
mi hermano estaría en casa. La puerta del portal no fue problema porque me
crucé con la vecina del primero, una anciana algo demente, que sacaba al perro.
Pero una vez frente a la puerta de casa mi hermano no me abría. Tampoco
contestaba a mis llamadas, tanto al fijo como al móvil. ¿Podía ser que me
hubiera mentido y hubiera salido de fiesta aprovechando que nuestros padres estaban
ausentes? El malestar físico me era insoportable. Sólo quería mi baño y mi
cama. Rompí a llorar de la desesperación. Entonces se abrió la puerta de al
lado. Mis timbrazos debían de haber despertado a los vecinos. De la oscuridad brotaron
dos cabecitas. Me preguntaron si estaba bien. Me expliqué. Me invitaron a pasar. Accedí. Nada más entrar me topé con los otros dos miembros de aquel
hogar.
La
casa de los vecinos era tan grande como la nuestra pero estaba amueblada y
decorada de tal manera que parecía más pequeña. Todo lo que me rodeaba adolecía
de un insoportable aroma a demodé. No había demasiado luz. Sólo habían prendido
dos lamparitas. La madre me cogió el abrigo y desapareció murmurando "te
traeré algo". Sus hijos me ofrecieron una butaca. Los tres, de
pie y con batas de guata, me miraban entre la estupefacción y el reproche. Lo
achaqué a mi maquillaje. Gente tan religiosa como aquélla, con el pomo de la
puerta en forma de Jesucristo, debía de ver como una aberración Halloween y los
homenajes que en México les hacen a los muertos. "Me encuentro
fatal", me lamenté. "Podemos llamar al médico del sexto", dijo
la hermana pequeña, la de la cara de ardilla. La mayor, de rasgos zorrunos, la
miró con gravedad. "Ana", le dijo, "a esta niña lo que le pasa
es que ha bebido demasiado". Y la hermana pequeña, que cuando coincidíamos
en el ascensor me miraba todo el rato por el rabillo del ojo, bajó la cabeza. El
hermano se aclaró la garganta antes de hablar: "Belén tiene razón, Ana.
Esta chica lo que necesita es comer algo y meterse en la cama. Lo primero creo
que lo está arreglando mamá", y aquella mole de bigotes canosos torció la
nariz para aspirar los efluvios culinarios que comenzaban a llenar la sala.
"Oh, no. ¡No puedo comer nada, gracias! Si tengo el estómago fatal. Sólo
esperaré aquí a que llegue mi hermano", supliqué. Qué ganas tenía de salir
de aquella casa. No es que el resto de vecinos fueran lo que se dice normales,
pero aquellos en particular... Me daban especial repelús. Sobre todo porque
ponían una música insufrible y de vez en cuando se les oía lanzar
terribles risotadas al unísono. Esos eran los únicos sonidos que salían de
aquella casa. "No vamos a aceptar un no por respuesta", dijo el
hermano agachándose frente a mí. Tenía venillas rojas en los ojos y un olor
corporal muy fuerte camuflado con agua de colonia. Instintivamente, eché la
cabeza para atrás. El hombre dejó escapar una risita: "Tranquila, que no
te voy a hacer nada. Aunque en tu casa me llaméis el Enterrador". Al
escucharle me quedé petrificada. ¿Cómo podía...? La hermana pequeña añadió con
gesto rencoroso: "Y a mi hermana y a mí las Numerarias, atrévete a negarlo.
Hay habitaciones en este inmueble que son como auditorios: se oye todo".
La mayor también habló, con tono sosegado, mientras abría las puertas de una
alacena y sacaba menaje: "Aunque lo peor es que bromeéis con la idea de
que nuestro padre no esté enterrado, sino que lo tenemos aquí dentro,
momificado". "Qué gracia, ¿eh?", remató el hermano. Y yo sólo
logré articular una serie de penosas disculpas amparándome en el poco tiempo
que llevábamos en el edificio y en el sentido del humor tan malo que teníamos. Pero
no pude escapar de la comida. Me hicieron sentarme en una gran mesa comedor. La
hermana mayor me había colocado todo lo necesario. Yo apenas tenía energía para
resistirme. Pronto la madre entró portando una gran bandeja con platos humeantes.
"Voy a poner un poco de música mientras cenas", anunció la hermana
menor.
Con estupor observé la comida que tenía delante: callos,
chorizo a la sidra y un plato que con tan poca luz no logré identificar pero
que parecía un guisado. Todo carne, y resultaba que yo, además de tener el
estómago dolorido, era prácticamente vegetariana. Lo confesé con tono de súplica.
En los ojos de la madre creí ver cierta compasión, pero la hermana mayor la
eliminó de un plumazo recordando una olvidable ocurrencia de mi hermano: "Seguro
que los padres eran primos, así de raritos han salido los hijos". No supe
responder. Comenzó a sonar una canción antidiluviana, Madrecita de Antonio Machín. "¡Come!", me ordenó con
agresividad el hermano. Respiré hondo y me serví un poco del guisado. No olía mal.
Mis vecinos me miraban como si fuera un conejillo de indias. Corté un pedacito
de uno de aquellos grandes dados de carne y me lo metí en la boca con los ojos
lacrimosos, mastiqué lentamente, di un sorbo al vaso de agua que me habían
puesto y conseguí tragar. Afortunadamente mi estómago lo aceptó. Me sentí
aliviada. "No sabe mal. ¿Qué carne es está?", pregunté. Entonces los
cuatro lanzaron unas de aquellas risotadas a coro que tanto me repelían.