domingo, 31 de mayo de 2015

Segunda dinámica de grupo de Anabel (CAPÍTULO II)

No fue mi única dinámica de grupo de aquel año. Un buen día me llamó Fátima y me preguntó si me apetecía ir con ella a un proceso de selección organizado por otro importante banco para engrosar su bolsa de empleo, y entusiasmada le dije que sí.
            Fátima, a la que había conocido en la universidad, era una chica estupenda, el único problema que había con Fátima era que no había manera de quedar con ella. Pese a estar desempleada (su familia tenía una carnicería que iba bastante bien pero el padre de Fátima se negaba obcecadamente a que su hija universitaria trabajara allí) y vivir con sus padres y no tener pareja, siempre tenía algo que hacer que nos impedía tomarnos un simple café, y cuando lográbamos al fin poner lugar y hora, resultaba que en el último momento a Fátima le surgía un contratiempo que le obligaba a anular la cita. Pero aunque casi no la viera, siempre podía contar con Fátima para temas de cursos y ofertas de empleo. Cada vez que encontraba algo que pudiera interesarme, me lo enviaba, aunque ella también fuera candidata a lo mismo (no se podía esperar algo así de todo el mundo aunque para personas como Fátima o yo eso fuera lo más normal).
Glenda, a los amigos muy ocupados con los que no había forma humana de quedar los llamaba los amigos de la CIA. “Parece que trabajen para la CIA y que de forma inesperada les salgan importantísimas misiones secretas y que por eso tengan que anular precipitadamente y sin dar demasiadas explicaciones citas y compromisos”.
            Así que le dije que sí a Fátima, mi amiga de la CIA, y ella se puso muy contenta. Me dio el lugar y la hora de la primera parte del proceso —nueve de la mañana de un lunes en la facultad de Económicas de la Universidad Pública del País Vasco—, y me explicó cómo iba la cosa: si pasábamos aquella prueba, consistente en un buen número de ejercicios psicotécnicos, tendríamos acceso a la segunda, una dinámica de grupo. Y si pasábamos la dinámica de grupo, terminaríamos siendo agraciadas con la posibilidad de pasar toda una entrevista personal, en carne y hueso, con algún individuo de Recursos Humanos del banco, el encargado de darnos finalmente el visto bueno y permitirnos formar parte de su bolsa de trabajo —cada vez que escuchaba el término “bolsa de trabajo” me imaginaba a miles y miles de personitas diminutas e inofensivas, prácticamente liliputienses, flotando sin destino ni asidero alguno en un espacio blanco y desangelado cuyos límites tenían la forma de una bolsa de plástico mal cortada—.
Le dije a Fátima que yo nunca había hecho un examen basado en psicotécnicos, y Fátima me dijo que si iba a estar más tranquila mirara en Internet, que allí había posibilidades infinitas, toneladas de ejercicios psicotécnicos, de todas las clases, estilos y dificultades, ya corregidos y bien explicados con los que se podía ensayar un poco y ver de qué iba la cosa, pero que en aquel preciso caso ella consideraba que no hacía falta, que los psicotécnicos de aquel banco tenían fama de ser sencillos. Y yo me fié de Fátima, que siempre se enteraba de todo.
De todos modos, eché un vistazo a los psicotécnicos etiquetados como “sencillos” o de “dificultad media-baja” que aparecían en Internet, y lo cierto es que no parecieron especialmente complicados, a saber, completar series numéricas tras estudiarlas fugazmente, deducir qué color le faltaba a una figura después de observar una serie de dibujos similares, o jugar a los famosos siete errores con dibujitos con muchos elementos y detalles. Aquella primera fase no podía ser difícil, me dije.
Me enfrenté a los psicotécnicos en una gigantesca aula rodeada de decenas de lánguidos candidatos como yo y con una optimista Fátima a mi lado, pese a que desde la última vez que la había visto, hacía casi un año, había adelgazado unos seis kilos: estaba en los huesos. Y nada más verlos descubrí aliviada que Fátima estaba en lo cierto: eran muy sencillos. Incluso me sobró tiempo para terminar el ejercicio. Fátima, mucho más puesta en la materia que yo, me dijo que le había sorprendido mi rapidez (estaría un poco harta de escucharme decir lo negada que era yo para los números y aquel ejercicio estaba lleno de operaciones y enigmas matemáticos), y como ella también salió contenta, la alegría fue completa.

Lo único que nos inquietaba era la cantidad de rivales que teníamos: los candidatos a aquella prometedora bolsa de empleo éramos tantos que cuando salimos del lugar del examen parecíamos una manifestación pacífica. Fue en ese momento, rodeada de seres jóvenes, con gesto desesperanzado y contando toda clase de historias desalentadoras (trabajos basura, pagos en negro, ausencia de ayudas públicas, enchufes grotescos y entrevistas de trabajo funestas), cuando pensé que si todos los que estábamos allí nos concentráramos todos los días frente a algún edifico significativo para protestar pacíficamente por nuestra situación, quizás alguien nos escuchara. Pero algo así tenía que ser propuesto y organizado por alguien con más inteligencia, energía, perseverancia y poder de convocatoria que yo. Eso me dije. 

sábado, 30 de mayo de 2015

Dinámica de grupo para curso de campaña de la renta (CAPÍTULO II)




Aquel segundo año en paro, gracias al chivatazo de una compañera de danza, también hice un pequeño proceso de selección basado en una breve dinámica de grupo para intentar entrar en un curso organizado por una entidad bancaria con el objetivo de realizar las declaraciones de la renta de sus clientes. Es decir, a mí y a unas cuantas decenas de personas, casi todas menores de treinta y cinco, nos ponían a prueba para saber si nos merecíamos hacer un curso de varias semanas de duración sobre conceptos fiscales y elaboración de declaraciones de la renta. Sólo si se aprobaba un examen final se tenía derecho a ser contratado por el banco durante la campaña de la renta.
El sueldo no estaba nada mal y conocía a varias personas, casi todas ex compañeros de la universidad, que cada año hacían el curso (si ya se había hecho previamente el curso, la duración era más corta) y posteriormente eran contratadas, con lo que durante un trimestre al año vivían el agradable espejismo de trabajar en un banco de renombre.
Sin embargo, hasta entonces yo no había tratado siquiera de apuntarme al dichoso curso por el rechazo que desde siempre me había despertado el mundo de la fiscalidad, los números en general.
Desde pequeña había mantenido con las matemáticas una extraña relación de amor/odio: me divertían y me aliviaban ya que no exigían lo que vulgarmente se conoce por hincar codos, pero cuando me confiaba y creía conocer todos sus secretos, resultaba que mi cabeza se emborronaba y despistaba y acababa cometiendo imperdonables errores que me hacían aprobarlas con notas más bien bajas que me estropeaban la media.
Pero el hecho de estar desempleada por segundo año consecutivo y el entusiasmo con el que mis ex compañeros universitarios me hablaban del tema cuando me los encontraba por la calle lograron que me decidiera a apuntarme a aquella dinámica de grupo.
El show se desarrolló en una céntrica sede del banco de turno, junto a una decena de personas más con aspecto de estar muy nerviosas, y lo cierto es que para ser la primera vez que me veía en algo así salí satisfecha. Las dos mujeres que presidieron la dinámica, una rubia y una morena de mediana edad que no me quedó muy claro si eran de Recursos Humanos o trabajadoras del banco, pese a que nos recibieron a todos con grandes sonrisas y palabras amables, en cuanto comenzó la prueba se volvieron dos seres siniestros con gesto amenazante. Pero a mí me gustó tanto estudiar aceleradamente el caso que no habían dado —cierto banco quería vender cierto nuevo producto con pros y contras y teníamos que ser lo suficientemente avispados para que en nuestra oferta al cliente la parte negativa quedara minimizada al máximo—, hacer uno de mis ordenados y ramificados esquemas para ordenar mis ideas, y exponer lo que pensaba con un tono de voz afable pero firme y respetando las opiniones de mis compañeros, que casi me olvidé de aquellas caras luctuosas.
Y en aquella estancia bien iluminada y rodeada de personas que en su mayoría parecían mucho más nerviosas que yo, que se expresaban con frases confusas y que incurrían en algunas contradicciones, por primera vez en mucho tiempo me sentí buena en algo: en idear y exponer pulcramente soluciones sensatas a un problema.
Sin embargo, dos días después, un mail tipo de la entidad bancaria me comunicaba que, lamentablemente, no me consideraban apta para entrar en uno de sus cursos preparatorios para la campaña de la renta.

viernes, 29 de mayo de 2015

Sandman: caza-pulpos (CAPÍTULO II)

Poco después de que se cumplieran mi año y tres meses de desempleada, Sandman vino un soleado sábado a almorzar a casa. Mi madre cocinó arroz negro, su plato preferido, y mi padre sacó un champagne muy caro que sólo tomábamos en Navidad y en ocasiones especiales.
            Mi padre, ingenuo, bondadoso, confiado, soltó de nuevo lo de “a ver si al verte sin trabajo ni recursos de ningún tipo Arenas se anima a echarte una mano, con toda la gente que conoce…”. Mi madre, sabia ella, calló poniendo cara de circunstancias. Ella y yo sabíamos muy bien que algo así no iba a ocurrir.
            Y como era de esperar, Sandman vino, comió, rio, fardó, fingió escuchar y se marchó.
Así se podía resumir su comportamiento con nosotros cada vez que venía a casa.
            Llegó luciendo su omnipresente bronceado y su gran y deslumbrante sonrisa marfileña, nos hizo a mis padres y a mí las preguntas de rigor, y miró alrededor observando nuestra casa como si nos acabáramos de mudar y le agradara la decoración. Sólo se quejó un poco del ruido de las obras de la plaza. Nos sentamos a la mesa, pulcramente puesta y pertrechada de ricos aperitivos, picoteamos, mamá trajo y sirvió la comida principal, y Sandman alabó las virtudes de cocinera de mi madre mientras untaba y untaba pan en la sabrosa tinta negra de los chipirones. Luego, animado por el alcohol que gracias a mi padre no dejaba de regar vasos y copas (vino tinto primero, el exquisito champagne helado después), nuestro invitado nos contó las obras y milagros de sus hijos, los dos inteligentísimos (hablaban varios idiomas sin apenas esfuerzo, dominaban muchos programas informáticos y uno de ellos hasta tenía licencia para pilotar avionetas) y muy valorados en sus envidiables puestos en empresas que, según aclaró, no tenían nada que ver con las de su grupo. Los hijos de Sandman siempre habían sido listísimos. Eso sí, sobre la vida sentimental de sus vástagos no soltó ni prenda. Probablemente, pensé, no lo haría hasta que se emparejaran con réplicas suyas, tan exquisitas como ellos.
También habló de sus vacaciones, recién finalizadas, en las Bahamas. Nos narró con generosidad abofeteable toda la santa historia de las Bahamas, prácticamente desde que las placas tectónicas correspondientes se aliaron entre ellas y con el mar para que surgieran las deliciosas ínsulas. Y de los amigos que allí había hecho, individuos irrepetibles, y las divertidas aventuras que con ellos había corrido. Y con cierta desgana citó también, pero con mucha brevedad, a sus ex-mujeres, que tenían nuevos maridos e hijos con estos. Y habló algo de su nueva conquista, más joven que él y “soltera empedernida”, pero con una timidez inusual en él, casi con cautela. Qué le pasaría a la agraciada, qué le pasaría.
Aquel día no hablamos de cine. No hubo oportunidad. Ni ganas. Se dirigió a mí una sola vez. “¿Qué tal todo, Anabel?”, preguntó, a lo que yo contesté “Bien, bueno, buscando trabajo”, a lo que él contestó “Ánimo, hija, que la cosa está muy complicada para todos”.
La caza y captura de pulpos, una de sus grandes aficiones, copó el último trecho de su interminable monólogo, ya en los sofás, tomando café y pastelitos colocados en la mesilla auxiliar, y aunque sí que me miró a la cara de vez en cuando durante su relato, parecía hacerlo buscando en mis ojos admiración o sorpresa ante sus memorias octupúsicas.
            Y en ningún momento me pidió que lo acompañara a la azotea y le abriera la puerta que daba a ella con mi llave (al ser la única de la familia que la utilizaba con asiduidad tenía mi propia llave) para fumarse allí uno de sus estomagantes mini-puros en soledad, una costumbre que había adquirido no hacía demasiado. Le encantaba decir “Anabel, cariño, súbeme al Séptimo Cielo que me voy a fumar un purito”. Mi madre tenía rotundamente prohibido fumar dentro de casa pero Sandman tenía su permiso para fumarse los puros en la terraza de nuestro piso, sin necesidad de subir a la azotea.
Pero él prefería hacer el paripé. Estaba claro que le gustaba hacerse el interesante. No aquel día. Debía de tener prisa aunque no dijo por qué. Se fue de casa antes de tiempo como una cuba y sin haberme preguntado nada trascendente. Mucho menos, ofrecerme alguna clase de ayuda. Parecía que en la no-relación que Sandman y yo manteníamos la etapa de las falsas promesas había llegado a su fin y llegaba la de la más pura y rotunda ignorancia. Ni siquiera nuestro amor por el cine nos unía ya. Y mi padre, oh, cómo iba mi discreto padre a pedirle algo.

La sombra alargada de su relato sobre la caza de un rebelde pulpo en aguas cantábricas protagonizó parte de mis pesadillas de aquella noche. 

jueves, 28 de mayo de 2015

Más Sandman (CAPÍTULO II)


Así, cuando yo era sólo una criatura, Sandman me había prometido toda clase de juguetes que nunca me había comprado (sus regalos eran siempre botellas de vino y pasteles que consumíamos todos, él inclusive, cuando venía a comer o a cenar a nuestra casa); siendo una adolescente, que me iba a dar invitaciones para tal o cual evento social que jamás habían llegado, y convertida ya una joven adulta, mi apreciado Vendedor de Arena me había asegurado que hablando con tal o cual amigo podría lograr que se me concedieran apetitosas becas o prácticas en empresas de renombre. Pero nunca, nunca, aquéllas en las que él tenía invertida su fortuna. No, eso jamás. Casualidades de la vida, en aquellos negocios suyos jamás necesitaban a jóvenes con mi perfil. Eso sí, le había encantado recomendarme encarecidamente que estudiara Derecho, y cuando mi padre le había contado que yo había decidido preparar unas oposiciones, se había puesto francamente insistente para que me decidiera a, literalmente, “lanzarme a la piscina” y estudiara para Notarías. Y yo me había negado. Ahí sí había conseguido salirme con la mía.

            Y bueno, lo de mi Master en Edición y Publicación de textos a Sandman le había parecido, directamente, “un poco una pérdida de tiempo, ¿no?”, dicho en mi cara con una mueca mitad puchero de niño bonito, mitad incomprensión que, paradójicamente, me había llenado de alegría. “Ojalá me salga bien, encuentre un buen trabajo gracias al Master y pueda restregárselo por la cara a este tío”, me había dicho yo toda esperanzada. Desgraciadamente, Sandman aún no había sido testigo de algo así.

            El único vínculo amable que nos unía a Sandman y a mí era el cine.

Él sabía que a mí me interesaba más el cine clásico y el llamado cine de autor que las grandes superproducciones de Hollywood pero que no por ello huía de ellas, y a él le sucedía algo parecido. Así, en algunas ocasiones, ante la atenta mirada de mis padres, manteníamos afables conversaciones sobre grandes directores de la época dorada de Hollywood, expresionismo alemán, impresionismo italiano, nouvelle vague, Polanski, Michael Haneke, o Lars von Trier.

            Sandman también sabía bastante de literatura, pero si mencionaba obras o autores era para entroncarlos directamente con su conversación cinematográfica. “Cuánto sabes de cine para ser tan joven, hija, y qué análisis tan buenos sacas: tendrías que ser crítica de cine”, me decía tras nuestras charlas. Y yo sonreía tímidamente pero muy satisfecha: era el único cumplido que el Hombre de Arena me dedicaba más allá de decirme, con un tono artificialmente lisonjero, lo guapa que estaba o lo mucho que había crecido.

            Cuando Sandman venía a casa a comer o a cenar, mi padre se ponía nervioso. Y a mí eso me molestaba mucho. Quería que todo estuviera limpio, ordenado, pefumado y delicioso para que Sandman tuviera una idea inmejorable de nosotros, pero, demonios, ¿por qué, si Sandman era, en teoría, un amigo suyo de toda la vida? De esos que deben quererlo a uno de forma incondicional, como si fueran familiares resignados a tolerar nuestros peores vicios y a defendernos a capa y espada frente a cualquiera.  

miércoles, 27 de mayo de 2015

¿Quién es Sandman? Lean y conozcan a este villano... (CAPÍTULO II)


Cuando al principio he dicho que me decidí a estudiar Derecho tras hablar largo y tendido con mis padres y ser aconsejada por un amigo de ellos, me refería a Nataniel Arenas, o Arenas a secas, como le llamaba mi padre. Pero mi madre y yo le llamábamos Sandman.
Sandman, que significa Hombre de Arena, es un ser mitológico de algunas culturas anglosajonas con dos caras muy diferentes. Porque puede verse como ser un bondadoso que se mete en nuestros dormitorios cada noche y nos provoca el sueño lanzándonos arena a los ojos (de ahí las legañas mañaneras) o, esto es mucho más interesante, como un individuo siniestro, un ser infernal que les arranca los ojos a sus víctimas y se las lleva de almuerzo a sus hijos, unos pajarracos monstruosos que viven en un nido construido en un lugar rocoso e imposible.
La idea de llamarle a Arenas Sandman, el Sandman dantesco y repelente, había sido mía y a mi madre le había encantado porque a ninguna de las dos Sandman nos caía precisamente bien. Y cuando le enseñé a mi madre un relato terrorífico del maestro E.T.A. Hoffmann en el que el villano de turno es un grimoso hombre al que apodan Sandman, nos sentimos en deuda con el tenebroso autor alemán.
            Lo que sucedía con Sandman era que él era muy consciente de lo afortunado que era y todo lo que salía por su boca, cada uno de sus movimientos, hasta el más mínimo de sus gestos, estaban impregnados por esa consciencia.
            Porque Sandman era un tipo guapo y bien plantado a sus sesenta años, elegante, listo, astuto, encantador y embaucador, y con dinero, mucho dinero, gracias a sus negocios y a sus empresas, todo tipo de empresas.
Tenía una vida social envidiable, cada dos por tres con fiestas en embajadas y en jardines botánicos, inauguraciones de teatros y restaurantes, y viajes, muchos viajes, casi siempre a países exóticos, lejanos y soleados donde le pasaban toda clase de cosas increíbles en el buen sentido de la palabra.
Estaba divorciado de su segunda esposa y tenía un hijo con ésta y una hija con la primera, ambos mayores; los había tenido siendo muy joven. Pero yo aún no tenía el gusto de conocerlos porque siempre pasaba algo que impedía que nos viéramos.
Tras sus dos matrimonios fallidos, Sandman era un hombre libre y su libertad le permitía tener novias intermitentes, jamás mayores de cuarenta y cinco años y siempre muy atractivas, si por “atractiva” entendemos gran profusión de tinte de pelo, maquillaje y complementos, tacones de aguja y ropa ceñida.
En ocasiones nos las traía a casa. Pero casi siempre venía sin acompañantes, como si ante nuestra pequeña familia quisiera lucirse él solo, en todo su esplendor.
Sandman era amigo de mi padre desde ambos se conocieran en la universidad. Pero resultaba que Sandman, al contrario que mi aplicado padre, había dejado la carrera en pleno ecuador para irse a recorrer el mundo, y luego se había puesto a invertir aquí y allá con unos endiabladamente buenos resultados.
“Ése, te lo digo yo, no pudo empezar de la nada y subir tanto sin hacer más de un chanchullo”, solía comentar mi madre. Y lo cierto era que tras tantas capas de indiscutible savoir faire, sonrisas blanquísimas (Sandman tenía fundas dentales modelo caimán irónico) y frases y bromas perfectas en el momento perfecto, había algo en aquel hombre que ponía en guardia, que susurraba clandestinidad y fariseísmo: que olía como si se hubiera tratado de camuflar un olor rancio con un perfume caro.
Sandman, el Hombre de Arena. Y todo un Vendedor de Arena.

Desde niña, yo llevaba oyendo salir de su boca mil y una promesas que nunca se habían cumplido, promesas que con el paso de los años se habían ido adecuando a mis previsibles deseos de cada etapa. Años más tarde, leyendo Danubio, fantástico libro de viajes de Claudio Magris, me maravillé al descubrir unas líneas que me hicieron pensar mucho en Sandman. Aludían a los buenos consejos que un buen y excéntrico profesor les dio a Magris y a sus compañeros: “Quería enseñarnos a despreciar la papilla del corazón, esa falsa bondad que durante unos instantes, de buena fe, te ofrece y promete de forma impulsiva el oro y el moro, convencida de que ese impulso es realmente generoso, para echarse atrás, con muchos, muy aceptables y buenos motivos, cuando llega el momento”. 

martes, 26 de mayo de 2015

La biblioteca de Bidebarrieta y el Señor Misterioso (CAPÍTULO II)

Cada vez que yo entraba en aquel edificio modernista construido a finales del siglo XIX, me sentía como el personaje de una película de suspense o de terror gótico. Si ya la fachada, de piedra almohadillada y con toda clase de elementos ornamentales como la cabecita de un querubín con gesto de guardián receloso, señoriales balcones y una imponente puerta presidida por un rosetón, era soberbia, qué decir de su interior, agasajado con lámparas estilo araña, alfombras y tapices barrocos, techos altísimos y vidrieras de colores. Ni siquiera los ordenadores que tenía para la búsqueda de obras lograba que aquel halo de clasicismo y majestuosidad chirriara lo más mínimo.
Cuando entraba en Bidebarrieta las cosas pasaban a otro estadio. Porque allí adentro todo era noble, bello, armónico, ordenado. Afuera ya podía tronar y diluviar, estallar una guerra nuclear o extenderse una epidemia zombi, que daba igual. Dentro de aquellos esplendorosos muros nada malo podría ocurrirme.
Qué hubiera sido de mí sin Bidebarrieta.


Solía pasarme por aquella biblioteca una vez cada dos semanas, si es que antes no había encontrado lo que quería en las bibliotecas de la Alhóndiga o San Francisco. Una vez allí, a no ser que quisiera un libro de los guardados en la misteriosa e inaccesible para el público planta baja, subía a su primer piso, y allí, tras observar hipnotizada el gigantesco espejo de marco dorado que le daba la bienvenida al visitante (no sabía qué tenía aquel espejo que me dejaba hipnotizada), entraba en la sala llamada “Vida cotidiana”, que tenía libros, películas y discos perfectamente colocados, palpables y prestables. Muchas veces llovía afuera, hablamos de Bilbao, y entonces mi paraguas húmedo supuraba gotitas de agua en la bolsita transparente ofrecida en la entrada para no mancillar el divino suelo de Bidebarrieta. Procuraba caminar casi de puntillas por el crujiente suelo de “Vida cotidiana” cuando llevaba zapatos especialmente ruidosos, y sin rumbo ni destino, pasando de una balda a otra sin ninguna clase de orden o intención, de autor a autor, de obra a obra, muchas veces desconocidos para mí y con la sinopsis de su lomo como única brújula, solía salir de allí con dos libros, casi siempre, en un estado de conservación decente. Cuando no era sí, mi madre me regañaba. “Menudo festival de ácaros nos has metido en casa”, decía. Pero a mí me daba igual: todo fuera por leer Madame Bovary o la Divina Comedia de forma inmediata y en papel.

A Magdalena, que tenía que leer tres o cuatro libros al mes para sus reseñas en La paragüería del señor Kafka, los libros de la biblioteca le daban asco, así que optaba por los préstamos y los libros electrónicos. Por una cuestión económica, pocas veces se compraba un libro. Y eso que por trabajar donde trabajaba, en la sección de librería tenía cierto descuento. A veces se paseaba por dicha sección, charlaba con los compañeros que allí trabajaban y se tiraba de los pelos cuando le contaban que los libros más vendidos eran “best-sellers pestilentes”, utilizando sus propias palabras. Yo le decía que me parecía normal que la mayoría de la gente quisiera literatura fácil de leer y de evasión, de la misma manera que sucedía con el cine, y entonces ella se ponía hecha un basilisco y me hacía listas de grandes obras de la Literatura Universal que en sus tiempos habían sido auténticos best-sellers y hablaba de lo tonta, de lo cada vez más tonta, que era la gente, y decía que cuando ella iba a ver una película mala y comercial era consciente de ello y lo reconocía tranquilamente, pero que eso no ocurría con los lectores de literatura basura, que encima de leer aquellos engendros reivindicaban sus elecciones con argumentos como“algo que gusta tanto no puede ser tan malo” o que “lo importante es que te guste a ti”.
            Carolina tampoco era de ir a bibliotecas. Pero nunca decía que porque le dieran asco.
            Pero qué me importaba a mí que mis amigas no compartieran mi amor por Bidebarrieta, que también tenía un precioso salón de actos con frescos en el techo y cortinas de terciopelo verde manzana donde muchas veces al año venían personalidades de todo tipo a dar interesantes charlas. Mis periplos por aquellos lares era uno de los bálsamos que me aplicaba para lograr quitarle algo de amargura a mi rutina de desempleada, y bueno, el hecho de que de vez en cuando coincidiera por allí con cierto muchacho, no hacía sino alegrar aún más mis visitas bibliófilas.
            El Señor Misterioso, como le bauticé enseguida, tendría mi edad, algún año menos, quizás. Era de mediana estatura y ni flaco ni corpulento; tenía el pelo negro y abundante, la piel pálida, y vestía con prendas informales que no deportivas. Siempre llevaba consigo una misteriosa carpeta color yema de huevo y al igual que yo, pasaba mucho tiempo curioseando en las baldas de “Novedades”, pero también husmeaba bastante en discos y en películas. Apenas levantaba la vista de los objetos que despertaban su interés y nuestros ojos nunca se habían chocado, así que yo no sabía si alguna vez él había sido consciente de mi presencia.
            —¿Por qué no le dices algo, ya, de una vez? —Me animaba Carolina con el brillo de la ansiedad en sus ojos cristalinos—. No sé, cualquier cosa, una pregunta, un “tu cara me suena de algo, no habrás estudiado en no sé dónde”, algo. Porque está claro que no te lo encuentras nunca fuera de Bidebarrieta. 

Y yo sonreía negando con la cabeza. 

lunes, 25 de mayo de 2015

El ruido de las obras (CAPÍTULO II)

            
Al principio de mi segundo año en paro comenzaron a hacer obras en la plaza situada al lado del edificio donde yo vivía. Una verdadera tragedia, porque durante gran parte del día un ruido atroz lo inundaba todo y conseguía que mi cerebro amenazara con reventar de un momento a otro. Toda una sinfonía de instrumentos de albañilería donde llevaba la voz cantante el taladro, el que debía de ser el maldito taladro más grande, poderoso y ruidoso del mundo, creado especialmente para picar hasta el polvo las piedras más bravas, poseía mi endeble alma a través de mis delicados tímpanos y yo creía apreciar en semejante obra maestra de la cacofonía urbana la banda sonora perfecta para mi desesperante situación personal. Monotonía acústica y dolor mental durante horas y horas, prácticamente sin tregua.
Si hubiera consultado alguna clase de ley sobre el tema, estoy segura de que habría descubierto que se estaban saltando a la torera más de un artículo, pero en aquel entonces ya no tenía fuerzas ni para buscar leyes y consultarlas y, mucho menos aún, exigir su aplicación.
Mis padres, como hacían con casi todos los dramas y tragedias que nos asolaban, se lo tomaban con filosofía y apenas se quejaban, sólo dejaban escapar algún suspirito de desesperación de vez en cuando y frases como “En esta vida, nunca le dejan a uno  estar tranquilo”. Pero claro, ellos trabajaban sus ocho horas al día, pasaban fuera de casa un buen puñado de tiempo. Yo era la que más sufría el demoledor sonido de las santas obras.
Al vivir en el último piso, el decimoséptimo, en origen pensado para alojar al portero del edificio y a su familia, teníamos derecho a utilizar la gran azotea que coronaba el bloque y que en realidad pertenecía a la comunidad entera. Pero ningún vecino ejercía nunca su derecho a utilizar aquel espacio para tomar el sol (cuando el clima bilbaíno lo permitiera), colgar ropa, hacer tai-chi o lo que fuera. Por lo tanto, se podía decir que aquélla era nuestra terraza, nuestra gran terraza. Y para mí, que pasaba tantas horas sola, era un alivio subir allí, sin nada o con libros, música, bebida y una manta si el día era fresco, acomodarme en la vieja tumbona que había o sencillamente observar desde semejante altura el paisaje que se levantaba por todas partes: rectángulos de piedra de todo tipo y tamaño, montículos de verdes montes y una franja de cielo, a menudo brumoso, encima de todo ello, rematando el conjunto.

Pero no me gustaba a asomarme a las no demasiado altas barandillas de piedra y mirar hacia abajo. Eso que dicen, que procuramos no mirar al abismo no por miedo a caer sino porque éste nos invita a unirnos al él con insistencia, ya no me parecía una estupidez. Siempre miraba hacia el cielo y hacia el horizonte y disfrutaba poniendo mi mente en blanco. Pero aquel ruido de las obras… Cielo santo, aquel ruido. Me quitaba las ganas de refugiarme en mi terracita urbana. Y eso no tenía perdón. 

domingo, 24 de mayo de 2015

Infoempleo, Linkedin e Infojobs y otras chicas del montón (CAPÍTULO II)


Infoempleo, Linkedin e Infojobs y otras chicas del montón. Estas taifas online pasaron a protagonizar mi vida, mi rutina, mis pensamientos, mis peores pesadillas. En Infojobs tenía cuatro CV —en varias versiones, con mi domicilio real y con el domicilio de la prima de mi madre en Madrid para ofertas de Madrid, y con más o menos estudios dependiendo del puesto al que me presentara—, y cinco cartas de presentación diferentes. En Linkedin, mi CV se podía encontrar en español, inglés y francés. Y en cuanto me viera capaz, lo escribiría también en alemán.

            La gente me animaba, me decía que aguantara y me reconocía lo bien que llevaba mi situación, con buena cara y sin quejas.

De vez en cuando enviaba mi CV a ofertas en el extranjero, aunque el hecho de haber sido rechazada sistemáticamente en todos los procesos a los que me presenté (para realizar prácticas en organismos europeos de todo tipo y ubicación, para disfrutar de diferentes becas internacionales o para ser contratada por empresas extranjeras en las que se requería mi formación y mis idiomas), había hecho que se me quitaran las ganas de seguir buscando cosas fuera de mi país.

            A menudo pensaba cómo se las habrían ingeniado los desempleados de antes de la era cibernética, cuando la única opción que tenían de buscar empleo consistía en patearse una a una empresas de todo tipo CV papel en mano. Supongo que tampoco sería muy agradable recorrerse la ciudad y el extrarradio en busca de todo tipo de empresas donde uno pudiera encajar y enfrentarse a miradas de recelo, menosprecio, antipatía o frialdad de bedeles, secretarias y recepcionistas.

            Donde sí me personé fue en todas las ETT, Empresas de Trabajo Temporal, que pude. “Que te vean la cara, eso siempre ayuda”, me dijo una agradable chica de la universidad con la que me topé un día, “yo sobrevivo a base de encadenar trabajitos ofrecidos por ETT, por una, sobre todo. Pero te cuento que hasta que no me puse pesada, hasta que no empecé a ir en persona preguntando si tenían algo para mí y se quedaron con mi nombre y con mi cara, pasaban de mí olímpicamente”.

Así, guiada por estos consejos de la gente (la gente siempre sabe más que uno mismo), me recorrí prácticamente todas las ETT de Bilbao y les ofrecí mi CV en papel.  Empleados agradables me lo aceptaron la mayor parte de las veces (en ocasiones sólo cabía enviar el CV de forma online), y me recomendaron que estuviera al tanto de las ofertas que publicaban en su página web. También me apunté al Servicio Vasco de Empleo, Lanbide, como desempleada en búsqueda activa de empleo pese a que las ofertas que publicaban en su página eran escasas y poco atractivas para mí (carnicero, soldador, reponedor).

Nunca olvidaré la cara del empleado de Lanbide que me atendió para rellenar mi ficha mientras yo le iba recitando mis estudios e idiomas y mi premio literario, cómo no, todo ello convenientemente atestiguado mediante titulitos y papelitos. Su cara parecía preguntarme, casi acusándome: “¿Qué carajo haces tú aquí?”.

sábado, 23 de mayo de 2015

«I want to live like common people»

Quiero vivir como la gente normal. Eso dice una canción de Pulp

Pasaron las Navidades y yo cumplí los treinta y uno.

Laboralmente hablando, no hubo nada reseñable en mi primer año en paro más allá de la entrevista con el señor Velázquez. Se puede decir que yo no era consciente de que aquel período de inactividad laboral y extrañas rutinas diarias en busca de sentirme útil iba a prolongarse tanto. Daba por hecho que algún día, más pronto que tarde, me llamarían para hacer una entrevista para un puesto decente y que, sencillamente, me escogerían para ese puesto decente. Como a todo el mundo, ¿no? Eso era lo normal, lo esperable. Yo tenía estudios, yo tenía presencia, yo tenía educación. Tendría que trabajar algún día, cobrar dinero, comprarme una casa y todas esas cosas que hace la gente normal. Y estoy convencida de que las personas de mi entorno también pensaban lo mismo. Sólo había que tener un poco de paciencia, porque no había que olvidar que estábamos, ya no había lugar para los eufemismos ni los atenuantes, en Crisis.

(FIN DEL CAPÍTULO I)




viernes, 22 de mayo de 2015

Siguen las primas... (CAPÍTULO I)




Yo siempre me había mantenido ajena a este festival de neuras casamenteras. Y la relación que había mantenido con Miguel durante unos años había sido para mis primas algo digno de alabanza y envidia, más aun siendo Miguel, según su criterio, un “buen partido”, es decir, un varón joven y sano con un trabajo decentemente pagado, buena educación y, muy importante, belleza.

Lamentablemente, Miguel y yo habíamos roto durante mi etapa de opositora y para mis primas aquello había sido una de las peores cosas que me podían haber pasado. Pero, yo, a diferencia de ellas cuando eran abandonadas o despreciadas por sus amantes de turno, no me había desquiciado. Lo había visto y vivido como algo muy triste pero normal, no como una grieta en mi calendario existencial. Al parecer, Disney no había tenido tanto calado en mi cortex cerebral. ¿O tal había sido la educación que mis padres me habían dado? Ellos nunca me habían presionado para que me emparejara y formara una familia a tal o cual edad como sí lo habían hecho los padres de mis primas. Yo lo había presenciado y ellas mismas se me habían quejado de ello.
Pero en aquellos momentos, en aquella cena navideña, con aquella música torturadora de fondo y los ojos de condescendencia de mis primas iluminándome sin tregua, todo aquello parecía haberse olvidado. Era como si las vergonzantes escenitas que yo había tenido la mala suerte de presenciar durante todos aquellos años hubieran sido borradas de un plumazo de nuestro pasado reciente y sólo se pudiera contemplar el más inmediato y asentado presente. Y en aquel presente, la digna de compasión prima Anabel era la única del grupo que no tenía pareja estando ya en la crucial treintena.
Sacrilegio.
—Bueno, pero saldrás a la calle, ¿no? —Preguntó Virginia con la sonrisa maliciosa más bondadosa que se puede poner, toda una lección de perfidia camuflada digna de ser estudiada—. No sé, podrías fijarte un poquito más en lo que tienes alrededor, chicos con los que te cruces a diario, panaderos, vendedores de periódico… Además, ¿no estudias alemán en una academia? ¿No te gusta ninguno de alemán?
Aún sobrecogida por “chicos con los que te cruces a diario, vendedores…”, contesté a mi querida prima con datos objetivos y cierto tonito didáctico:
—Somos trece personas en alemán, nueve hembras y cuatro varones. Dos de los varones tienen más de cuarenta y cinco años y están casados y con hijos; luego hay un chico de veintidós del que no sé nada porque prácticamente no habla, y otro de veintiocho que vive con su novia. Y aunque estuviera libre, no me gusta.
Entonces habló la que faltaba. Natalia.
—¿Y el de veintidós nada…? Ya no está tan mal visto que un chico joven salga con una chica mayor.
Escuché a Natalia y entonces comencé a sentir que por mi cuerpo latía algo, aún débil y tímido pero inequívoco, que ya me había zarandeado brevemente durante mi entrevista con el señor Velázquez: cierto instinto homicida.
Decidí no contestar a aquella tremenda y chusca estupidez. Me quedé seria y callada. ¿Por qué nadie me preguntaba por (mi infructuosa búsqueda de) trabajo? O por mi (improbable) nueva novela. O, incluso, por mis clases de danza; en unos días tenía una representación y bailaría cierta pieza de la que me sentía muy orgullosa porque gran parte de la coreografía había sido inventada por mí.
La melodía horrenda de Natalia terminó, e inmediatamente ésta se levantó para poner otra, como si alguien le hubiera dicho que era su tarea.
No sé qué aspecto mostraría mi cara porque no tenía ningún espejo delante, pero no debía lucir precisamente serena y contenida a juzgar por la mirada de miedo que me lanzó Pilar con sus rasgados y benevolentes ojos castaños. Pilar, mi Pilar, my brown-eyed-girl, tú me entenderás y me defenderás, ¿verdad, Pilar? Y Pilar no me decepcionó…
—Pero no la presionéis, por favor, ¡que haga lo que quiera!
¡Gracias, Pilar! Pero parece que nadie te ha escuchado.
—Tranquila, Pilar, no dejo que me presionen —aclaré triunfalmente mirando a mi salvadora a los ojos, no a las presionadoras, así que no me di cuenta de que cómo se tomaban mi inofensiva y ridícula frase defensiva.
Pero la cosa no acabó allí. La siguiente en dar su opinión fue Mónica, que hasta entonces había permanecido muda y expectante y con cara de santa, al igual que María.
—Quizás tendrías que abrirte un poco más, Anabel… Dar oportunidades a los chicos que tienes alrededor. Es que les rechazas a todos la primera…
Mentalmente, me di un cabezazo contra mi plato repleto de ensalada. Sabía a qué se refería mi cándida prima. En la celebración de su cumpleaños, a finales de primavera, dos amigos de su recién estrenado novio formal y futuro marido se habían interesado por mí, me habían pedido el número de teléfono, y yo, muy segura de que aquellos dos chicos no me gustaban en el sentido en el que tenían que gustarme, había declinado amablemente sendas peticiones. Obviamente, mi negativa no les había gustado a ninguno de los dos, y en aquel momento mi prima había parecido entenderme. Pero viendo lo que me estaba diciendo entonces, varios meses después, vaya, parecía que no me había entendido del todo, y que aquella negativa doble unida a otras negativas mías que había presenciado o que le habían contado (yo tenía el honor, cual diva engreída, de haber rechazado también a amigos de los novios de mis otras primas), le habían hecho llegar a la elaborada conclusión de que yo estaba cerrada al amor. A cal y canto.
 —¿Abrirme más, Mónica? ¿A qué te refieres? ¿A tener citas con chicos que no me gustan? —me limité a preguntar.
Mónica guardó un silencio poniendo más ojos de cervatillo que nunca. ¿Cómo podía mostrarse así una persona que hasta hacía unos meses había estado metida en un estomagante triángulo amoroso con una de sus amigas al estar las dos citándose con el mismo chico? Por no hablar de sus idas y venidas con su maldito exnovio Bruno, del que habló y habló tanto que yo llegué a aborrecer ese nombre.
El resto de mis primas miraron a Mónica como diciendo “Bien dicho”, y mientras tanto, oh, mientras tanto, sonaba aquella chirriante y espantosa música electrónica en castellano y en inglés, y ya no pude más. Me levanté de mi sitio y busqué en el ordenador y puse una de mis canciones preferidas, Blackout, de Muse, que puede traducirse como “Apagón”.



jueves, 21 de mayo de 2015

Más primas... (CAPÍTULO I)

Lo último lo dije levantando los hombros y las cejas. Oh, cielos, ellas debían saber muy bien a qué me refería. No en vano se habían pasado desde los trece años hasta los veintimuchos buscando al hombre perfecto para emparejarse a conciencia, pasar por el altar, tener hijos y no despegarse de él hasta que la muerte les separara o, Dios no lo quisiera, apareciera una tercera persona, otra mujer, más que nada, y rompiera su sueño amoroso-matrimonial. Bueno, a Virginia y Natalia les había llegado un poco antes que al resto el Amor, en sus primeros años en la universidad, pero el resto había esperado hasta los veintiocho y los veintinueve para lo que ellas consideraban sentar cabeza, es decir, dejar de salir los fines de semana hasta las tantas, ponerse ciegas a alcohol y besarse con desconocidos que por un motivo u otro les atraían, intercambiarse los teléfonos, y rezar para que aquel mismo domingo de resaca estos las llamaran para citas un poco más sensatas y frías, con la esperanza de que aquello fuera el germen de un romance serio, un enamoramiento como los de las comedias románticas hollywoodienses de medio pelo, de esos de los que tanto llevaban oyendo hablar pero que no terminaban de irrumpir en sus vidas por causas ajenas a ellas: no aparecían chicos mínimamente deseables o los que les gustaban no las querían como novias formales.
Así había sido la vida sentimental de mis primas hasta que las alcanzó la treintena, la fecha límite que ellas tenían en su imaginario personal para atrapar al príncipe soñado. Porque para ellas los fines de semana se convertían en auténticas cacerías en las que astutamente, ayudadas por el alcohol, se dedicaban a seleccionar las mejores presas, acercarse a ellas de una forma más o menos sutil, e iniciar todo un festival de posturitas, ademanes, frases, sacudidas de cabellera y guiños mimosos ejecutados con el frío y calculador objetivo de hacer que la criatura escogida cayera en sus redes.
Por supuesto, esta obsesión de mis primas por estar emparejadas formalmente a los treinta las había subsumido en una especie de histeria colectiva en la que los flojos y fugaces romances con chicos muy poco amigos de la idea de amarrarse a una mujer ansiosa habían sido la tónica predominante.
Como ya he dicho, Virginia y Natalia habían sido las primeras en emparejarse, y llevaban semejante circunstancia como si de una tiara de diamantes se tratara. Además, los suyos no habían sido romances express o germinados al albor del descoque nocturno, sino que habían conocido a sus respectivos amores en circunstancias un poco menos forzadas (un viaje de fin de curso y una cena con amigos comunes respectivamente), lo que hacía que se sintieran bastante superiores al resto.

En cambio, María, Mónica y Pilar no habían conseguido su objetivo hasta hacía sólo unos cuantos meses, ni siquiera un año. El Destino, la Diosa Afrodita o los querubines apiadados de Eros habían permitido que coincidiendo con el cumplimiento de sus tres décadas de la vida (inciso: para mis primas los treinta significaban el fin de la juventud de la mujer y de su locura permitida, el comienzo de la degradación de su belleza física y el principio de una nueva obsesión: procrear y acumular cosas bonitas y envidiables), tres muchachos bondadosos y gentiles cedieran a sus acuciantes de deseos de formar una pareja sólida casi instantáneamente. Y semejante dicha había logrado que se sintieran al fin, ya, de una vez por todas, al mismo elevado y envidiable nivel que las afortunadas Virginia y Natalia. 

miércoles, 20 de mayo de 2015

Cena de primas (CAPÍTULO I)

Cena de primas. Tocaba cena de primas.

Mis primas y yo quedábamos para cenar cuatro veces al año. Pasara lo que pasara. Teníamos la cena de después del verano, la cena de Navidad, la cena de antes de Semana Santa y la cena de antes de las vacaciones de verano. Pasara lo que pasara. Aunque ardiéramos de fiebre o tuviéramos una extremidad dañada. Había que asistir a todas y a cada una de nuestras cenas de primas. Nuestro invisible pero estricto Codex de Primas, que regía el funcionamiento y la buena marcha de nuestra relación amistoso-fraternal, así lo sentenciaba. También procurábamos asistir a las celebraciones de los cumpleaños de cada una, pero esto no era algo obligatorio. Y bueno, podía ser que en los intervalos temporales entre cena y cena surgiera algún plan inesperado, como ver cierta película en el cine o unirse al grupo de amigas de otra. Había, ciertamente, algo de flexibilidad en nuestro Codex. Pero no en cuanto a las cenas. Había que asistir.

La cena sobre la que a continuación voy a escribir fue la de antes de Navidad, quince días antes de que yo cumpliera los treinta y uno y llevara, oficialmente, un año y dos meses en el paro. Las Navidades llevaban a mis primas lejos de la ciudad, por lo que se podía decir que aquella cena tenía como objetivo una doble celebración: reunión trimestral y navideña. Mis primas eran hijas de los hermanos y las hermanas de mi padre. Todas chicas. Mis primos y primas maternos no vivían en la ciudad. El tener todas, aproximadamente, la misma edad, el vivir más o menos cerca y el hecho de que nuestros padres tuvieran mucho trato había hecho que nos criáramos siendo un verdadero grupo de amigas. Aunque, por supuesto, entre nosotras había ciertas afinidades. Pero nunca habría pensado que con los años algunas de mis primas acabarían resultándome claramente antipáticas. Éramos seis. María y Pilar, las mellizas, un año mayores que yo, las hijas del tío Ignacio. Mónica y Virginia (la primera era de mi edad; la segunda, dos años mayor que yo), las hijas de la tía Carmen. Natalia, tres años mayor que yo, la hija única de la tía Esperanza. Y yo, Anabel, la otra hija única.

Yo sentía un especial cariño, química o como se le quiera llamar por Pilar, una persona dulce y pacífica a la que era muy difícil ver enfadada, y con María, casi siempre sonriente y encantadora, me unía la pasión por cierto tipo de música y el cine, por lo que en cuanto nos juntábamos y si no había alguien delante a quien pudiéramos cansar con nuestras historias, no parábamos de cotorrear sobre ambas materias. Había intentado varias veces que María acudiera a alguno de mis encuentros con los del Master en Edición y Publicación de textos, pero no había manera de cuadrar agendas. “Creo que os llevaríais muy bien”, le solía decir a María para animarla a que viniera a nuestras reuniones. Algo me decía que ponía excusas para evitar tales encuentros movida por cierta inseguridad, por miedo a no estar a la altura de personas que ella se imaginaba sabihondas. No conseguía quitarle esa idea de la cabeza a pesar de mis esfuerzos.

No es que Mónica, Virginia y Natalia no me gustaran. Sencillamente, no había conseguido conectar con ellas de la misma manera que había conectado con Pilar o a María. Era como si alguna clase de reacción química me mantuviera a una distancia prudencial de ellas, y lo mismo les podía pasar a ellas conmigo. Nos tratábamos con amabilidad, nos preguntábamos, comentábamos, reíamos. Pero faltaba ese “paso final” que hace que una persona le abra a otra su corazón, alma, mundo interior o lo que sea, y la invite a entrar allí sin timidez, aunque una vez dentro pueda encontrar cosas oscuras e insólitas. Y el tiempo le acabó dando la razón a esta reacción natural que nunca me había dejado ser amiga de tres chicas con las que compartía sangre y generación. Las cenas las solíamos celebrar en restaurantes de la ciudad no demasiado caros hasta que mis primas comenzaron a emanciparse. A aquellas alturas todas tenían un trabajo decentemente pagado y pareja (Virginia y Natalia estaban casadas desde hacía un año y tres años respectivamente), y se habían ido de casa. Todas, menos yo.

En aquella ocasión tocó la casa de Pilar, un bonito apartamento situado en un barrio de nueva construcción, repleto de parejas jóvenes y brillantes y altísimos edificios. Pilar llevaba muy poco viviendo allí, y aunque ya nos había invitado a ver su casa en otra ocasión, aquélla era la primera vez que celebrábamos allí una cena. Al principio, todo discurrió a la perfección. Bienvenidas, saludos, preguntas y respuestas; lindas palabras halagando el gusto por la decoración navideña de nuestra anfitriona (todo, el pequeño abeto de al lado de la ventana, el espumillón colocado en lugares estratégicos y las figuritas con motivos navideños, iba en negro, plata y rojo); las consabidas entregas de bandejas con dulces y aperitivos y botellas de vino para contribuir a la cena, algo que Pilar censuraba con el clásico “Os voy a matar, ¡os dije que no hacía falta traer nada!”.

Pilar, quizás un poco condicionada por el ceremonial que se daba cuando cenábamos en las casas de las demás, decidió que aquella velada tenía que estar acompañada por música. Pero en vez de escoger ella misma las canciones que sonarían durante la cena, algo que hacían sus referentes, colocó un ordenador portátil con conexión a Internet en una mesilla auxiliar y nos dijo que pusiéramos lo que quisiéramos. Aún no había acabado de hacer su invitación y Natalia ya se había levantado a poner una canción discotequera que a mí me ponía los pelos como escarpias pero que estaba muy de moda. En cuestiones musicales las únicas que teníamos afinidad éramos María y yo. “No pasa nada, en cuanto acabe pondré una de Muse”, me dije, “y María me lo agradecerá”. Miré a María para ver qué cara ponía al escuchar la música escogida por Natalia, pero estaba concentrada en mirar su teléfono móvil. Y eso que durante aquellas cenas procurábamos no ojear nuestros chismes infernales; lo habíamos acordado y a mí no me costaba demasiado. Ni siquiera tenía conexión a Internet contratada.

Como iba diciendo, al principio de la noche todo parecía normal. Una cena de primas más. Lo de siempre. Sin embargo, en cuanto estuvimos todas sentadas en torno a aquella mesa bien surtida de deliciosa comida y adornada con velas, la mesa comedor de aquel piso que Pilar había comprado tras siete largos años trabajando en una multinacional farmacéutica, noté que el ambiente estaba algo enrarecido. Había algo extraño allí, sí. Es difícil de explicar, pero era como si aquella escena tan familiar —mis primas y yo solas, en torno a una mesa llena de comida— hubiera sido cubierta por cierto barniz de gravedad y dramatismo. No sé si el resto lo percibiría, pero yo sí lo hacía.

Para empezar, no era normal que allí predominara el silencio, un silencio que pesaba como una losa porque tenía la textura de los silencios que preceden a una tormenta. Un silencio tenso y pesado que a duras penas era sofocado por intermitentes frasecitas estúpidas alabando la decoración o cierta prenda de vestir o un nuevo peinado. Y luego estaban las caras de mis primas. Seriedad en todas ellas, de aquello no cabía duda, pero con ciertos matices en cada una. Mientras que Pilar parecía intranquila y nerviosa, mirando a todos lados continuamente para tratar de abortar a tiempo cualquier imprevisto, María y Mónica portaban una expresión de inabarcable lástima que, si mis sentidos no me engañaban, iba dirigida clara y directamente ¡hacía mí! Las dos me miraban casi todo el rato con cara de pena, con cara de contenida pero indisimulable pena.

En cuanto a Virginia y a Natalia, las que siempre se habían llevado a las mil maravillas ya que tenían una personalidad y unos objetivos en la vida bastante parecidos, sus caras… Sus caras estaban claramente dirigidas hacia al techo gracias a la notable elevación de sus mentones. Era tan exagerado el estiramiento de sus cabezas hacia el mundo superior que parecían dos perfectas caricaturas de lo que debe entenderse por ser una persona altiva. Sus palabras no hicieron sino rematar esta impresión. Virginia, la que menos reparo solía tener a la hora de expresar sus ideas, fue la primera en hablar, apenas hubiéramos comenzando a comer aquel festín con la música de Natalia de fondo.

  —Anabel, cariño —empezó a recitar, yo odiaba que me llamara “cariño” —, hemos estado hablando antes de que llegaras, ya que has venido la última, que es una pena la situación en la que estás, porque hace ya dos años que lo dejaste con Miguel y eres la única de nosotras que aún no ha encontrado a nadie, a no ser, claro, que tengas algo que contarnos…

Y yo me quedé alucinada.

—No, no tengo nada que contaros —contesté a Virginia intentando sonar natural. Pero un poso de amargura echaba al traste mi intención. ¿A qué venía eso? Yo había llegado a aquella cena esperando que me preguntaran por mi búsqueda de trabajo, no que me soltaran eso.

—¿Es que no te gusta nadie, nadie, de verdad? —intervino entonces Mónica poniendo cara de buena.

Madre Ciudad te devora: Metrópolis, de Ferenc Karinthy

El turista accidental . Siempre me ha resultado curioso este título y la mezcla de sensaciones que me despierta: regocijo, suspense, cierto ...