domingo, 7 de enero de 2018

Adopta un refugiado (por Navidad)

Era la víspera de Navidad y Maris y yo estábamos nerviosos porque íbamos a ser los anfitriones de una cena muy especial. Tras mucho pensarlo habíamos aceptado la propuesta de nuestros amigos Vincent y Lola: pasar la Nochebuena juntos e invitar a una pareja de refugiados sirios que ellos conocían. A la cena se acabaría apuntando también otra pareja amiga, Héctor y Cecilia. Ellos traerían a su propio refugiado, un joven ucraniano. Porque resultaba que al igual que Vincent y Lola, Héctor y Cecilia estaban implicados en diversas actividades humanitarias.
            Decidimos que lo mejor era celebrar el acontecimiento en la casa que Maris y yo teníamos en la montaña. Hacía siglos que no nos juntábamos tantos para celebrar la Navidad. Maris y yo estábamos acostumbrados a pasar las fiestas solos. Es lo que pasa cuando uno tiene ya cierta edad y no hay hijos ni nietos que lo arropen.
            Pero como ya he dicho, no dijimos que sí enseguida.
            «Amina y Dahud se encuentran totalmente desvalidos. Son ilegales, es como si no existieran, y evitan de forma enfermiza confraternizar con cualquiera. Lola y yo hemos conseguido intimar con ellos tras muchos esfuerzos. Sólo a base de buenas palabras, dinero y comida. Que hayan aceptado nuestra invitación es casi un milagro», nos comentó Vincent para convencernos. «¿Pero no son musulmanes? ¿Les apetece celebrar la Navidad, y con desconocidos?», pregunté receloso. «Efrén: la Navidad ya no es una fiesta estrictamente religiosa, es una suerte de excusa para que las personas se junten con sus seres queridos y festejen el fin de año», explicó Vincent con cierta repelencia. No pocas veces Maris y yo comentábamos que esa actitud era lo que se estilaba en el ambiente en el que se movía nuestro amigo, catedrático de Medicina.
            En cambio, de Vadim, el refugiado de Héctor y Cecilia, no sabíamos nada. Sólo que también era ilegal y que su fe ortodoxa tampoco era óbice para celebrar nuestras Navidades. 
          Pero la noche prometía. Estaba tan excitado que las manos me temblaban mientras guardaba cuidadosamente en cajas de cartón la delicada vajilla húngara y las preciosas copas de cristal de bohemia con las que halagaríamos el sentido estético de nuestros invitados.
            Maris llegó a casa con las últimas compras poco antes de la hora que nos habíamos impuesto para salir rumbo a la montaña. Tenía mala cara. Resultaba que uno de nuestros vecinos, sin saber que íbamos a cenar con refugiados, le había soltado en el ascensor que ojalá que en Europa hubiera mandatarios tipo Donald Trump, que había que cerrar las fronteras para que no entrara tanto «chupóptero». Me puse serio. «Querida mía», le dije tomándola por los hombros, «ni se te ocurra violentarte ante esos comentarios. Para chupópteros nuestros vecinos. La mayoría posee negocios donde explotan a trabajadores por menos de mil euros al mes y procuran contratar a zorros de las finanzas para burlar a Hacienda impunemente. ¿O no?». Y Maris asintió y se relajó.
            Nos pusimos en marcha. La carretera nevada no dio problemas. Una vez en nuestra casa de la montaña, un diseño futurista de acero y cristal obra de Héctor, comprobamos que estaba helada. El paisaje que la rodeaba, conformado por espectaculares montañas blanqueadas por la nieve, me hizo replantearme lo de volver a escribir allí durante largas temporadas. Dejé de hacerlo cuando mis editores me obligaron a estar más conectado con el insufrible mundillo literario.
            Maris insistió en que había que calentar la casa para que nuestros refugiados no salieran huyendo en cuanto pusieran un pie dentro. Así que procedimos a encender radiadores y a prender velas por todas partes, algo que adorábamos mientras no se tratara de velas aromáticas. «Huele a iglesia que te mueres», solía decir acertadamente Maris cuando, muy a nuestro pesar, éramos invitados a casas donde gustaban de semejante tipo de ambientador. Aunque eso no era nada comparado con ingerir la bazofia de comida que nos ofrecían y que nos provocaba acidez durante días. Qué se le iba a hacer: eran los sacrificios que acarreaba el empeñarse en tener una vida social aceptable.
            Limpiamos un poco el polvo. Maris se encargó de poner primorosamente la mesa y yo de la decoración navideña, eso sí, no cayendo en lo prosaico. El árbol y los adornos que compré eran todos en blanco, negro y plateado. Y nada de Belén. Lo último fue darle brillo al majestuoso piano de cola que había pegado a la ventana y al que Maris haría rugir de belleza con sus dotadas manos de concertista.
            Mientras poníamos la casa a punto nos dimos cuenta de lo sumamente cansados que estábamos. Maris incluso tuvo un amago de mareo. La tomé por la cintura, la reanimé con un largo y jugoso beso, volvió en sí y la tranquilicé diciéndole que nuestros amigos, a punto de llegar, nos traerían la energía que tanto ellos como nosotros necesitábamos.
            La deliciosa noche cayó enseguida y Maris y yo procedimos a engalanarnos. Ella escogió su precioso Balenciaga rojo, con sobrefalda abullonada y escote barco, y yo un traje con raya diplomática relativamente nuevo con corbata negra. Nos perfumamos pero no nos echamos cremas pastosas y apenas nos maquillamos. Para qué. Estaríamos como en familia.
            Los invitados llegaron tan extremadamente puntuales como nos esperábamos. Salimos a recibirlos. Los dos imponentes Mercedes con cristales tintados aparecieron luminosos y prometedores frente a nuestra acristalada morada. De ellos salieron primero las extremidades gráciles y felinas de nuestros amigos, y con algo más de timidez, las de nuestros ansiados refugiados. Amina y Dahud, dorados y hermosos, acababan de abandonar la adolescencia. No pude evitar ensalivar. En cambio, en cuanto vi a Vadim supe que algo iba mal. Porque aquel rubio alto y fibroso —y que guardaba un parecido asombroso con el cantante de Cold Play— tenía una inquietante ferocidad en la mirada. Que poco más tarde enganchara a Héctor de la coleta, se sacara una pequeña guadaña de la espalda y lo degollara delante de todos al grito de «¡Muere, upyr!» confirmaría mis temores.
           

            

Madre Ciudad te devora: Metrópolis, de Ferenc Karinthy

El turista accidental . Siempre me ha resultado curioso este título y la mezcla de sensaciones que me despierta: regocijo, suspense, cierto ...