Ya en el primer mes del curso, casi
todos mis compañeros de la Didascalia comenzaron a tener entrevistas para las
prometidas prácticas. Todos menos yo. A mí no me llamaron de ninguna entrevista
durante aquel primer mes. Y tampoco al siguiente, ni al otro, lo que hacía que
me pusiera un poco nerviosa. La gente iba teniendo sus entrevistas, dos o tres
por persona, y tras ellas, dependiendo de la impresión que le hubieran dado al
entrevistador de turno y de su propio criterio, colocándose en empresas de todo
tipo, del centro o de las afueras, para poner en práctica parte de las cosas
que aprendíamos en el curso.
Las escenas eran casi idénticas.
Varias tardes a la semana alguien llegaba a clase con una grandiosa sonrisa
bañándole el rostro y los ojos relampagueantes, se acercaba a su grupito de
confianza, y en un tono lo suficientemente alto como para que lo oyéramos todos,
contaba qué tal o cuál organización, tras una breve y agradable entrevista,
había decidido contar con él o ella durante tres meses, “para empezar, luego ya
se verá”, a cambio de una remuneración decente y durante un número de horas
perfectamente compatibles con la Didascalia.
Si
tenía ocasión de hacerlo, yo le daba la enhorabuena al agraciado de la tarde y
consultaba con los que aún estábamos sin prácticas si tenían alguna novedad. Cada
vez éramos menos los que no las teníamos y soñábamos con que fuéramos nosotros
a los que la secretaria del curso, una chica rubia y diminuta, se nos acercara
sonriente en un descanso entre clase y clase con un papelito en la mano y nos
indicara que tal o cual empresa estaba “en principio” interesada en nuestro
perfil.
Algunos lo llevaban peor que yo,
intentando buscar causas concretas que explicaran por qué los otros sí y ellos
no. Las explicaciones que cada uno se daba eran diversas y variopintas, ¿quizás
por la edad?, se preguntaba una aspirante a becaria de treinta y ocho años,
¿quizás por tener una diplomatura en vez de una licenciatura?, se preguntaba un
chico de Relaciones Laborales. Quién sabía.
Así,
una vez más, como en tantas otras ocasiones en mi vida, sentía que yo era de
los que siempre se quedaban atrás, de los que tenían más dificultades para
progresar y tirar hacia delante, de los que veían cómo siempre eran otros los
que lograban avanzar más rápido, bravos e imparables, por donde se habían
propuesto: por la senda de la vida laboral satisfactoria, por el camino de las
relaciones amorosas sustanciosas que acaban desembocando en proyectos de vida
en común, por el vericueto de los predestinados a triunfar jóvenes en alguna disciplina.
Una vez más, me quedaba claro que yo no pertenecía al clan de los primeros, los
primeros en ser elegidos, seleccionados o destacados para hacer algo bueno o
grande o para ser obsequiados con cosas envidiables mientras que los de mi
grupo, el de los atrasados, el de la postrera opción, el del premio de
consolación, los observábamos boquiabiertos y algo confusos, preguntándonos qué
maldición pesaba sobre nuestras cabezas para haber sido relegados al último
vagón del tren. Sólo nos quedaba mostrarnos pacientes e invocar a la
esperanza para que, no demasiado tarde, a nosotros también nos pasara algo
bueno.
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