Didascalia en Tareas Administrativas Básicas y Gestión
Elemental de los Recursos Humanos. Escuela de Estudios Administrativos
Polivalentes de Bilbao, en el centro, en el puro corazón de Bilbao. Título
homologado. Plazas limitadas. Exigencias para entrar: diplomatura o
licenciatura universitaria o título similar. Seis meses de duración, cinco
horas de clase diarias en horario de tarde, de lunes a viernes, y un mínimo de
tres meses de prácticas obligatorias (y remuneradas) para aprobar el curso, a
ser posible, a realizar desde el primer mes. Precio: 6.000 euros, o lo que es
lo mismo, todo un millón de las viejas y defenestradas pesetas. Utilidad: muy
alta, altísima, porque aquella prometedora y casi recién nacida Didascalia
—nueva modalidad académica nieta de la Diplomatura, hija de la Formación
Profesional y hermana pequeña del Master—, según el sabio Sandman y el
trabajado folleto que lo anunciaba como la octava maravilla del mundo, le abría
a uno las puertas del cielo laboral, permitiendo acceder a mil y un empleos
atractivos y en pleno auge, interesantes y bien recompensados.
Y mi padre le creyó a Sandman, y mi
madre no supo muy bien qué decir, y yo fui incapaz de decir que no. Bueno,
francamente, una parte de mí tenía ganas de hacer algo, lo que fuera, algo
diferente a no hacer nada. Y seguir formándome, como recomendaban ilustrados
expertos en empleo y desempleo desde los medios de comunicación, era algo. “Las
etapas de desempleo son buenos momentos para seguir formándose”. Ah, aquella frasecita
de postín emitida por sabios sonrientes y bien vestidos a los que les pagaban
por teorizar sobre lo que uno debía hacer cuando nadie le contrataba…
En
fin, acordé con mis padres realizar el cursito, ¡perdón!, la Didascalia, de
marras porque quise creer que mal no me vendría, y el hecho de que incluyera al
menos tres meses de prácticas remuneradas era un gran punto a su favor.
Según me explicó uno de los coordinadores
académicos de la Didascalia en una entrevista previa a la inscripción final, cada
año, algunos estudiantes del curso tenían la inmensa fortuna de ser contratados
por las empresas en las que habían realizado las prácticas. “Y tú puedes ser
uno de esos estudiantes, Anabel. Con toda tu preparación, no me extrañaría
nada”, me dijo el risueño coordinador. Y como me hizo tanta ilusión que después
de tanto tiempo alguien con aspecto de saber de lo que hablaba me dijera algo
bueno, se me escaparon un sonidito de regocijo y una sonrisa de iluminada. Pero
al instante tuve la sensación de que era una concursante mediocre de un
programa de talentos recibiendo el edulcorado veredicto de un jurado comprado.
Comprado por 6.000 euros.
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