Aquel verano decidí quedarme en la
ciudad. Todo el verano. Magdalena y Carolina irían varios días a sus
respectivos pueblos durante la primera quincena de agosto, y la primera semana
de septiembre las dos juntas viajarían a Ámsterdam. Yo no las acompañaría.
Al igual que en Semana Santa, mis
padres intentaron convencerme de que aceptara su ayuda económica y que me fuera
con mis amigas a Holanda, pero mi “no” fue rotundo, de nuevo. No podía aceptar
su dinero para disfrutar de unas vacaciones que juzgué innecesarias.
Me conformé con acudir regularmente
a la casa que mis padres tenían en la costa, en un lindo y apacible pueblo
cántabro situado a menos de una hora de Bilbao, y a disfrutar con mis amigas de
las fiestas que se celebrarían por toda la geografía de Vizcaya y que sus
agendas vacacionales les permitieran.
Así pasé el verano de mi segundo año
en paro, entre playa y asfalto, sin dejar de buscar trabajo y entregada a un
ocio tranquilo cuya guinda fue quedar con mis compañeros del Master en las Fiestas
de Bilbao, justo un año después de nuestra última cita. Y resultó que aquella
noche me encontré en un local del Casco Viejo con el Señor Misterioso. En un contexto completamente diferente al de Bidebarrieta, jocoso y feliz con sus
amigos (francamente, el verle con un vaso tamaño gigante de cerveza en la mano
y un pañuelito de fiestas al cuello le quitó parte de su encanto maldito). Pero
por miedo a que mis amigas cometieran alguna locura (no era difícil de imaginar
a Magdalena lanzándome encima del Señor Misterioso o a Carolina dando grititos
de emoción bochornosos), opté por contárselo sólo cuando el objeto de mis
desvelos y sus colegas habían abandonado ya el local, lo que me granjeó una
buena bronca en la que Carolina fue especialmente insistente y repetitiva (“El
no ya lo tienes, el no ya lo tienes…”, no paraba de repetir). Me dijeron que
así nunca conseguiría nada, que había que ser más atrevida y decidida y aprovechar
el momento, que uno nunca sabía qué podía pasarle de un día para otro, etcétera,
etcétera…
Pero lo que sucedía era que yo,
secretamente, tenía la esperanza de que el Señor Misterioso y yo tuviéramos un
acercamiento en un contexto más sobrio, y a ser posible, sin seres conocidos
alrededor, en la propia Biblioteca de Bidebarrieta cualquier tarde entre
semana, por ejemplo. Algo dentro de mí, algo infantil, iluso y empalagoso, me
decía que así sería, que así le conocería, y no dentro de demasiado tiempo.
Aquel verano, con el prometedor
otoño en el horizonte y frases de lo más optimista (“Como esto no puede
empeorar, seguro que este año mejoran las cosas”, “Dicen que lo peor ya ha
pasado”) sonando a todas horas, en la calle y en la televisión, por boca de
sabihondos políticos, analistas, especialistas y personas de todo tipo y
condición, llegué a estar de veras esperanzada, a creer que podría tener un
trabajo a comienzos de aquel inminente curso.
Pero allí estaba Sandman para
organizarme mi vida de desempleada y prácticamente obligarme a volver a las
aulas.
(fin del Capítulo II)
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