Pilar, una vez más, fue la más
sensible de todas. Se dio cuenta de que yo no hablaba de vacaciones y que
estaba quieta como estalactita y con la vista perdida mientras el resto hablaba
y hablaba. Así que cortó su relato viajero (ella se iba a Malta), y pese a que
no estaba sentada a mi lado (María y Natalia me flanqueaban), se dirigió
directamente a mí con un tono de voz bastante alto para que se la escuchara bien
en mitad de aquella contienda de datos.
—Y tú,
Anabel, este año nada, ¿no? Creo que me lo dijiste en la otra cena, que pasabas
de viajar para no tener que gastar… —Sus ojos
marrones brillaban como los de toda una manada de piadosos bambis y me dije que
no me quedaba más remedio que interrumpir mi odisea espacial. Lo hice… Dejé al
Mayor Tom y a Ziggy Stardust a la altura de los anillos de Saturno y retorné al
minimalista salón-comedor de Virginia para contestar a la no-pregunta de Pilar,
que lo único que pretendía era meterme en la conversación. Las demás debieron
de darse por aludidas porque se callaron abruptamente y me miraron expectantes.
—No, este año no me voy
a ninguna parte, Pilar. No hay fondos ni visos de que vaya a haberlos pronto. Como
no me ponga a limpiar casas… —dije terminando mi intervención con una incómoda
sonrisa.
Mi frugal queja fue
recibida por un colosal silencio, algunas caras de pena, una sacudida de melena
color caoba (la de Virginia) y una silla arrastrándose hacia atrás, porque
Natalia tenía que levantarse para ir al baño. La embarazada declaró con un
gruñido que mucho había aguantado sin ir hasta entonces y se frotó con cuidado
la tripa una vez incorporada. Llevaba toda la noche sin sonreír y su rostro era
ya, directamente, de mala uva. Mi prima nunca había sido una chica precisamente
risueña, pero concluí que las hormonas le estaban empeorando aún más el
carácter. Le preguntamos si necesitaba algo y contestó que no, que sólo era una
“gestión”. Le rieron la gracia un poco; yo no. Y antes de desaparecer por la
puerta de la sala, le habló así a su gran aliada:
—Virginia, para cuando
vuelva del baño, ¿te importaría poner el portátil cerca de la mesa? Echo de
menos música en esta cena…
Pese a que las palabras
fueran más o menos amables, el tono de Natalia sonaba a clara e indisimulable
orden. Y Virginia, una persona no caracterizada por reaccionar bien ante las órdenes,
obedeció inmediatamente. Desapareció durante unos segundos, reapareció con un
portátil y lo colocó sobre la butaca más cercana a la mesa donde cenábamos. Como
Natalia y sus insufribles gustos musicales estaban aún en el cuarto de baño, no
las dejé reaccionar. Cuando Virginia preguntó con una vocecilla todo afectación
que qué nos apetecía escuchar, como una centella me levanté, busqué en Internet
y puse. Space Oddity, por supuesto. Las caras de estupor de
mis primas no se hicieron esperar. Que qué era eso. Y yo explicándoles que era
una canción del atractivo actor de Dentro
del laberinto, o más bien, de su curioso alter ego Ziggy Stardust. La
explicación les resultó tan poco seductora como la canción. Pero yo me senté de
nuevo en mi sitio triunfalmente y me puse a despellejar langostinos y a
mojarlos en mayonesa antes de devorarlos. Ninguna de las comensales había
probado los langostinos aún, y todas me imitaron en silencio, intentando
encontrarle algo bueno a aquella música de la que yo les había hablado tan
bien. Mi gloria duró hasta la mitad de la canción, porque entonces apareció de
nuevo Natalia y puso cara de estupor. No
dejó siquiera que le preguntáramos si todo marchaba bien. Que qué era esa
música. Y se lanzó rauda y veloz sobre el portátil de Virginia y seleccionó una
de sus melodías, en aquella ocasión, un mix vomitivo, algo propio de cualquier
macro-discoteca ruidosa, y se sentó en su trono con cara de haber arreglado
algún estropicio monumental. La rabia me invadió. “Esto no va a quedar así,
pero seré un poco más educada que tú, esperaré a que acabe la canción”, me
dije.
—Así que no hay nada de
trabajo para ti, Anabel —me dijo entonces Natalia muy seria y clavándome sus
pequeños ojos verdes, distrayéndome de la maquinación de mi venganza musical.
Dudaba entre rock lúgubre o cantautor suicida.
—Pues no, no lo hay. Nada,
no me llaman de nada, no hay manera. Eso sí, he hecho dos dinámicas de grupo en
dos bancos, en el banco X y en el banco Y, para hacer declaraciones de la renta
y para una bolsa de trabajo, pero no he tenido suerte en ninguna. No sé en qué
se basarían para desecharme, pero lo han hecho. Y no tengo nada más que contaros.
Y eso que dicen que estamos saliendo poco a poco de la crisis…
—Pero…, ¿a qué estás
echando? —Me preguntó entonces María intentando que su voz sonara
extremadamente amable— ¿Sólo a cosas “de lo tuyo” o a “todo”?
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