Así pues, la invitación a consumir
setas alucinógenas en compañía de mis dos grandes amigas llegó en el momento
perfecto.
El colega de Magdalena se llamaba
José Ángel, Ányello para los amigos, y vivía en un bonito y pequeño apartamento
del Casco Viejo. La casa pertenecía a una tía abuela suya, viuda e ingresada en
un geriátrico, cuyos hijos le cobraban un alquiler muy bajo porque de momento
no necesitaban más dinero. Un chollo.
Ányello había entrado a trabajar en
la tienda de Magdalena apenas hacía un año, pero enseguida se habían hecho
grandes amigos. Y por fin, después de tantas y tantas historias sobre el genial
Ányello —Magdalena lo mencionaba una media de tres veces al día—, Carolina y yo
le conoceríamos. Hasta entonces había sido imposible, por caprichos del Azar o
del Cosmos, un poco como les pasaba a Magdalena y a Carolina con Glenda.
Ányello era bajito y muy flaco. Llevaba
el pelo, muy abundante, peinado en punta y teñido de un fluorescente tono entre
granate y naranja oscuro. Tenía un rostro de facciones pequeñas y roedoras, la
tez muy pálida, y unos grandes y expresivos ojos de un poco habitual verde
azulado. Piercings en la oreja izquierda, en la nariz y el labio. Vestía como
un antisistema burgués, con prendas amplias y deportivas pero de marcas caras,
y tenía una voz increíblemente aflautada.
Magdalena nunca nos había hablado de
Ányello como “hombre”, Carolina y yo tampoco le habíamos preguntado nada al
respecto, y en cuanto vi a aquel chico tuve claro por qué mi amiga no podía
verlo como posible amante: era demasiado afeminado para ella.
Además de ser compañero de trabajo
de Magdalena (él estaba en la sección de tecnología), Ányello también escribía
en La paragüería del señor Kafka gracias
a la insistencia de Magdalena, que enseguida descubrió el talento del muchacho
para la crítica literaria, rigurosa y un punto académica en su caso. El hecho
de que ambos escribieran en aquel dichoso blog literario hizo que buena parte
de la conversación de aquella noche, antes de tomarnos los hongos ketamínicos,
versara en torno al santo espacio y las mejores anécdotas y curiosidades que
sus colaboradores habían vivido allí en sus cuatro años de vida.
El
resto de los invitados de Ányello eran un muchacho espigado, rubio y aparentemente
muy tímido (tenía la mirada baja y huidiza en todo momento) que se llamaba
Rubén; una chica de larga cabellera teñida de rojo intenso e indumentaria
gótica, muy simpática, que respondía al nombre de Saray; otra chica, rubia,
bajita, vestida con una falda hippie (hacía frío y llovía a mares) y con una
cara de malas pulgas casi cómica, con la naricilla arrugada y la boca torcida,
pero que en cuanto comenzaba a hablar dejaba claro que aquélla era su expresión
habitual, y cuyo nombre no me quedó claro la primera vez que lo escuché, lo
pregunté una segunda vez, siguió sin seguirme claro, y como me dio apuro
preguntarlo una tercera vez, hice ver que lo había entendido; y un chico con
largo cabello castaño claro, barba estudiadamente descuidada e indumentaria
estilo surfista, muy risueño desde el primer momento, un risueño que a todas
luces derivaba de haberse fumado más de un canuto en lo que iba de tarde. Cuando
llegamos estaba estrenando uno. Le llamaban Tate, y nadie explicó de dónde
venía ese nombre.
Todos eran amigos de Ányello, y
cuando Magdalena, Carolina y yo llegamos a casa de Ányello, creíamos que
también lo eran entre ellos, pero más tarde nos enteraríamos de que se acababan
de conocer aquella noche. El tema de consumir setas alucinógenas había sido el
nexo de unión temporal entre todos nosotros.
Nos entendimos enseguida. A ello
ayudó el espacio más bien reducido en el que nos apoltronamos, en la salita de
estar del piso de Ányello, sentados y acurrucados sobre y bajo un par de sofás
de tapicería granate, con una mesita baja repleta de aperitivos tipo patatas
fritas y encurtidos (pero fuimos advertidos de que no comiéramos demasiado, que
luego las setas podrían jugar malas pasadas con nuestros estómagos llenos),
Marilyn Monroe y Audrey Hepburn observándonos desde los cuadros kitsch que
presidían la pared de enfrente, y un número interminable de latas de cerveza
que enseguida comenzaron a circular por allí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario