Como nos esperábamos, Fátima y yo
pasamos el psicotécnico y fuimos convocadas a la dinámica de grupo, pero nos
tocó en diferentes grupos por nuestros apellidos.
El día de la celebración de la
dinámica, en un céntrico hotel, fui tranquila y relajada, sin pensar siquiera
en mi fallida dinámica del otro banco, convencida de que, tal y como Fátima me
había consolado—hablaba alguien que había hecho varias campañas de la renta—
los criterios para entrar en aquel curso de la renta eran totalmente
arbitrarios; quizás me habían desechado antes siquiera de hacer la prueba por
ser de letras puras o podía ser que, sencillamente, no les hubiera entrado bien
por el ojo a la rubia y a la morena a pesar de exhibir maneras de la Escuela
Diplomática. Y todas esas injusticias, según Fátima, seguro que no iban a tener
lugar en aquel nuevo proceso. La creí
El
grupo de candidatos en el que di a parar tenía la peculiaridad de que estaba
compuesto por ocho chicas y un solo chico, un chaval muy alto y extremadamente
nervioso que no dejaba de colocarse y recolocarse un rebelde mechón de pelo
castaño que luchaba una y otra vez por invadir su frente. Todos los allí
presentes, sentados en torno a una mesa rectangular en una sala enmoquetada a
conciencia que parecía destinada a reuniones de tiburones de las finanzas, íbamos bien vestidos, estábamos con gesto
serio que no desagradable, y bolígrafo en mano recibimos como educados robots a
la sonriente señora que de pronto apareció allí dispuesta a evaluarnos. La
mujer, de unos cuarenta y muchos y vestida de una forma mucho más casual que
nosotros, tenía un gesto risueño en el rostro y nos explicó muy amablemente en
qué iba a consistir aquella dinámica de grupo. Teníamos que crear entre todos
una empresa de catering en pleno centro de la ciudad y pensar y detallar todo
lo que algo así podía conllevar, a saber, qué puestos de trabajo serían
necesarios para el negocio, qué tipo de comida ofreceríamos, cómo haríamos para
lograr una lonja cuyo alquiler no nos arruinara nada más comenzar, elementos
diferenciadores, etc… Pero antes de ponernos manos a la obra, antes de pensar,
esquematizar, exponer en público y discutir nuestras ideas, aquella amable señora
nos dijo que debíamos ir presentándonos uno por uno, contando qué habíamos
estudiado, dónde habíamos trabajado hasta entonces y por qué nos interesaba
trabajar en aquel santo banco. Comenzando por la persona que tenía a su
derecha, una chica con flequillo oscuro y gafas de montura gruesa de color rojo
con la mirada huidiza; luego llegaría el Chico y después me tocaría a mí. A
continuación, el resto.
La chica de gafas se expresó
brevemente, sin levantar la vista del papel que tenía frente a ella y con un
hilillo de voz (que si había estudiado Económicas, que si hablaba un poco de
inglés, y patatín y patatán), y la mujer la contempló durante toda su
declaración con una indescifrable sonrisa de Gioconda y los ojos entrecerrados.
Lo mismo podía ser una fiera sibilina relamiéndose de gusto ante su inminente
ataque a una presa bien estudiada que un miembro del jurado de un concurso de
talentos televisivo.
Cuando la chica de gafas terminó de hablar tenía
los carrillos encendidos, y la educada mujer se dirigió entonces hacia el Chico
con una amplia sonrisa que le dejó al descubierto todos los dientes, bien
alineados pero no muy blancos, los de la hilera superior y los de la hilera
inferior. Y durante toda la intervención del Chico, que hablaba y hablaba,
hablaba mucho pero entrecortándose por los nervios y rematando cada frase con
un chirriante “¿no?”, y que no era especialmente guapo ni atractivo ni
interesante, la mujer no dejó de sonreír y de entornar los ojos ni un solo
segundo, y cuando el Chico confesó que tenía amigos que trabajaban en aquel
banco y que estaban encantados con el tipo de trabajo que allí desarrollaban y
el ambiente que allí se respiraba, Monalisa dejó escapar un sonidito de ternura
y repitió la última frase del Chico casi fascinada: “y están encantados con
todo y con todos”. Así que me dije que aunque la chica de gafas no le hubiera
generado tanta simpatía a aquella selectora, quizás era posible que si yo me
mostraba tan locuaz y pelota como el Chico, también le cayera bien a la mujer.
Pero qué ilusa fui. En cuanto abrí la boca, qué digo, en cuanto me llegó el
turno y los ojos de la consultora se posaron sobre mí, sentí que las
tinieblas crecían al ras del techo de aquella sala y amenazaban con estallar en
una virulenta tormenta. Monalisa frunció el ceño con gesto mitad desagrado,
mitad cálculo matemático imposible, y no lo relajó durante toda mi
presentación. De nada me sirvió que me apresurara a afirmar que yo también
había oído cosas muy buenas de la forma de trabajar y del ambiente que había en
aquel banco: aquella selectora me miraba mal. Terminé mi presentación mucho
antes de lo esperado y me dieron ganas de levantarme e irme antes siquiera de
comenzar la dinámica de grupo propiamente dicha: mi cada vez más desconfiado
instinto me dijo que allí yo no tenía nada que hacer.
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