
─Nos decían que si estudiábamos las cosas nos irían
bien, que viviríamos mejor que nuestros padres, y mirad qué panorama. Todo,
porque esta Crisis es obra de esa Élite que siempre ha querido que el pastel
fuera entero para ellos, que los hijos de los obreros no estudiásemos y
llegásemos a su nivel académico a base de esfuerzo y méritos. Y ahora que
pueden, se están vengando. Se están cargando a la clase media y fingiendo que todo
es cosa de ese ente inmaterial llamado Economía. Pero se esfuerzan en buscarnos
soluciones y nos animan a que nos vayamos fuera, a limpiar váteres en Londres o
a cuidar viejos en París, intentando convencernos de la gran experiencia que
ello representará para nosotros. ¡Ja! Y yo me rio. ¡Que se vayan sus hijos a
poner hamburguesas a un apestoso local de Edimburgo! Ah, no, eso no. Sus hijos,
por si no lo sabíais, son diferentes, juegan en otra liga. Sus hijos se irán a
Oxford o a Harvard a hacerse uno de esos másteres o didascalias o como se diga
que cuestan un pastón. Y en cuanto acaben, entrarán con la cabeza bien en alta
en una de las empresas de algún amigo de papi. Y encima, creyéndose con méritos
para ellos. Si es que hay empresas que son endogamia pura… ¡La mayoría! Sólo entran
primos, sobrinos, nietos, hijos, nueras, yernos o amiguísimos de los que ya
están ahí, desde el principio de los tiempos. Si los pobres y desconectados
conseguimos encontrar trabajo en este país, son trabajos nauseabundos o pagados
de forma vergonzosa. Mirad esta sala, todos universitarios con idiomas y buena
pinta, y ni uno tiene un curro decente. Porque lo que quiere esa Élite es
esclavitud, que nos quedemos jorobados y estancados.
Vaya, qué bien se había expresado el
tal Rubén. Muy bien. Otra sorpresa.
Entonces habló Tate. Costaba un poco
entenderle, pero hizo un gran esfuerzo. Frunció el ceño e intentó revestir de
solemnidad su grumoso tono de voz.
—Os
reiréis, diréis “Este Tate está como una cabra”, pero os digo yo que esas
teorías conspirativas tan absurdas que circulan por ahí son mucho más sensatas
de lo que creemos. Como sabréis, muchas de ellas hablan de que estamos en manos
de logias de alienígenas o seres sobrenaturales, criaturas que no son de este
mundo pero que llevan cientos de años moviéndose por nuestro planeta, y que
tienen poderes y habilidades que nosotros no tenemos, y que se ayudan entre
ellos para tener todo el poder del mundo en sus garras. Porque más que dinero o
vidas cómodas, esos bichos se alimentan de poder, y viven pensando y tramando
para acumular más y más poder. Eso es la savia de su vida: el poder. Y quien
les planta cara, las pasa canutas. Llamadlos como queráis, masones, iluminatis
u hombres lagarto, pero estoy seguro de que ellos son esa Élite de la que acaba
de hablar Rubén. A mí, personalmente, me alucinan los hombres lagarto. Se dice
que están metidos en banca, política, economía, Hollywood y todo en general, y que
se cubren muy bien las escamas, con maquillaje, máscaras o lo que sea, pero que
en realidad, son eso, lagartos, hombres y mujeres lagarto, aunque se les llame
en genérico “hombres lagarto”. Aunque también se les conoce por reptilianos. Cuando
cuento todo esto la gente se ríe y dice que si se me fue la olla viendo V, y
yo me callo y les pregunto… —y en este punto, Tate mudó completamente cara,
mostrando un gesto todo sabiduría, intriga y sugerencia, abriendo mucho sus
ojillos claros y levantando de forma escandalosa su ceja derecha, y plegó todos
los dedos de su mano derecha menos el índice, con el que señaló al aire—, ¿de
dónde creéis que salió la idea de V? ¿De dónde, eh? ¿De la mente alucinada de
un guionista hasta las trancas de ketamina o LSD? Nooo. No, muchachos y
muchachas, os digo yo de dónde salió la idea de V: de un verdadero
reptiliano. Un reptiliano con ganas de confesarse, de desahogarse, de gritarle
al mundo “Mirad qué idiotas habéis sido al no daros cuenta de lo que pasa
aquí”. ¿O no habéis oído nunca eso de que hay grandes criminales que hasta que
no son descubiertos no consideran que su obra ha quedado redonda? Pues a eso
voy.
Cuando
terminó su intervención, Tate, visiblemente satisfecho, dio un generoso trago a
su lata de cerveza y nos miró desafiante, a ver quién era el atrevido que le
llevaba la contraria. Fuera quien fuera, seguro que Tate tenía sólidos
argumentos para rebatirlo y anularlo. Así que nos quedamos todos calladitos,
tragando como podíamos aquella lúcida patochada.
Y
seguimos hablando.
Magdalena y Carolina se quejaron de
sus respectivos empleos (jefes sociópatas, jefas envidiosas, compañeros
pelotas, sueldos nefastos, horas extras exigidas y nunca recompensadas: historias
que yo ya me sabía), Ányello —licenciado en Física y estudiante de Filosofía
por la UNED—, participó contando sus propias anécdotas de maltrato laboral en
las cinco o seis empresas en las que había trabajado antes de llegar a la
tienda donde estaba entonces, y la falsa malhumorada, nos habló de algo
alucinante que pasaba en su trabajo.
Era ingeniera informática en una
célebre multinacional entonces en horas bajas, tan en horas bajas que estaban
despidiendo a buena parte de su personal siguiendo las pautas de una suerte de
Gran Hermano macabro en el que las personas que menos rendían o peor se
portaban o peor caían, terminaban de patitas en la calle. Pero antes de esa
patada definitiva y final, los casos dudosos, es decir, trabajadores que ya no
tenían nada práctico e inmediato que hacer pero que no estaba claro que fueran
a ser despedidos, aguardaban a su Destino en la llamada Sala de Staff.
La Sala de Staff era una especie de
purgatorio postmoderno con sofás duros y severos y mesitas con periódicos y
revistas. Una salita de espera antes de tomar el corredor que llevaba al
Infierno del Desempleo o, algo poco probable, retornar al Paraíso del
Trabajador. Allí, sus desdichados habitantes pasaban el tiempo, mirando a las
musarañas, entretenidos con sus móviles o sus portátiles (nadie tocaba los
periódicos y las revistas allí colocadas, como si fueran frutos de Proserpina),
o conversando entre ellos. Ocho horas al día, cobrando lo mismo, vistiéndose y
comportándose como si realmente estuvieran en un entorno laboral usual, pero sin
saber qué iba a pasar con sus futuros inmediatos.
Algo más de la mitad de los que
pasaban una temporada en la Sala de Staff acababan haciendo cola junto con
hordas de zombis desorientados más frente a las oficinas del INEM.
─Así
que —concluyó la falsa malhumorada pidiéndole una caladita de porro a Tate─, si
te mandan a la Sala Staff, ya sabes que tienes la mitad de posibilidades de ser
despedido. Pero os juro que en cuanto me huela que las cosas van a acabar mal,
que me mandan a la Staff para largarme a la calle a continuación, les lleno la
maldita salita de pintadas y grafitis de mal gusto.
—¿Sabes
hacer grafitis? —preguntó entonces Tate.
—No,
pero aprendería. Contrataría al más pervertido y perverso gasfitero de la ciudad
para que me enseñara.
—Siempre
puedes mirar los tutoriales de YouTube, ahí te enseñan hasta hacer un cóctel
molotov —dijo entonces Magdalena. Luego se levantó y fue a poner una nueva
canción en el ordenador. Así pasamos de Editors a Arcade Fire. Dios, al menos
el Dios de Mis Gustos Musicales, reinaba en aquel pequeño y sobrecargado piso
del Casco Viejo de Bilbao.
─Qué
maravilla… —dije en voz alta al escuchar los primeros acordes de Wake up, y de pronto noté que todos los
ojos se posaban sobre mí.