Ya no podía fallar. Era imposible.
Sólo quedaba yo por colocar de toda la Didascalia: aquel puesto tenía mi
nombre. El lugar: una multinacional dedicada a la consultoría de Recursos
Humanos. Si me escogían para aquellas prácticas tendría la ocasión de aprender a
seleccionar personal para empresas, para diferentes puestos, posibilidad que me
llenaba de una perversa excitación, porque de lograr el puesto, le daría la
vuelta a la tortilla, yo tomaría la sartén por el mango, sería yo la mandamás
sabia e intuitiva dedicada a decir quién sí y quién no merecería ocupar cierto
empleo. Pero mi lado más prudente me advertía de que no debía cantar victoria
tan deprisa, que cabía la posibilidad, remota y extraña, de acuerdo, pero real,
de que no me quisieran allí.
Fuera como fuera, me vestí con especial
esmero para mi entrevista de trabajo en la famosa consultoría, sita en plena
Gran Vía de Bilbao, a unos diez minutos de mi casa, y me dije que todo iba a
salir bien. El sol de finales de otoño brillaba en el cielo de la Villa y no
caía ni una sola gota de agua del cielo.
La consultoría ocupaba toda una
planta, y pese a estar dentro de un edificio muy antiguo y señorial, contaba
con una decoración moderna y minimalista, con su potente logo rojo y azul impreso
por todas partes.
Me recibió una simpática recepcionista
que me invitó a entrar y acomodarme en una pequeña y pulcra sala de reuniones
parecida a donde me había entrevistado el Sonrosado. Cerró la puerta de
inmediato y tomé asiento en la primera silla que tuve delante, una que me
dejaba de espaldas a la puerta. En el respaldo dejé bien colocado mi abrigo
anaranjado y me preparé para la entrevista, intentando mantener mi espalda
recta, respirando hondo y comprobando que mi pelo estaba perfectamente alisado
y que el broche con el que cerraba el escote triangular de mi vestido se
mantenía a raya. Enseguida aparecieron allí mis entrevistadores; tuve que
girarme para recibirlos. Un chico y una chica. Ambos jóvenes, más o menos de mi
edad. Elegantemente vestidos. Con aspecto muy agradable, pero desde el primer
momento, desde que estrechó fuertemente mi mano y me clavó sus redondos ojos
verdosos, quedó claro que la chica llevaba las riendas (hasta tal punto las
llevaba, que el chico prácticamente no abrió la boca durante los cuarenta
minutos que duró todo). La chica, jersey de cuello cisne, moño rubio ceniza,
perlas diminutas y pulcro maquillaje, enseguida dejó de lado la simpatía
inicial para mostrar un gesto todo concentración y rigurosidad y bombardearme a
preguntas con una copia de mi CV como guía. Lo de siempre, que por qué, por
qué, por qué…, dando especial importancia, a juzgar por el tiempo que le dedicó
al tema, a mi estancia en París para estudiar danza. Yo hablaba muy seria,
rigurosa y solemne, acorde a la seriedad, rigurosidad y solemnidad con la que
era preguntada, como si aquella joven entrevistadora vestida como una mujer de
cincuenta y yo danzáramos un baile de salón del que yo no conocía los pasos
pero ella sí, y por eso tenía que dejarme dirigir por mi pareja para tratar de
hacer las cosas bien. Y en aquel ambiente tan protocolario no me parecía
apropiado hacer algún comentario cómico, dejar deslizar alguna ironía o
permitirme cualquier licencia que turbara lo más mínimo tanta profesionalidad.
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