El invierno de aquel año fue
espeluznante. Llovía a diario, a todas horas. Una lluvia fina pero constante
que cuando soplaba el viento se convertía en un verdadero y tortuoso incordio.
El cielo mostraba incansable un gris feo, cerrado e impenetrable, como si una
lámina de cemento descolorido y sin estrías se hubiera encajonado en el
firmamento. Los paraguas plegables no aguantaban más de dos días los embates
del viento y muchos de ellos aparecían destrozados y abandonados en rincones de
plazas y calles, en callejones y papeleras urbanas, con las varillas retorcidas
asomando como antenas de insecto robot sobre las telas destripadas. Aquello
parecía el decorado de una película desasosegante, la argucia de unos sádicos maestros
escenógrafos pretendiendo crear el ambiente idóneo para que los personajes principales
de la historia sufrieran depresiones, desengaños y conatos de suicidio.
Mis
prácticas en el centro eran sencillas, estúpidas, monótonas. Cualquier persona
entre los trece y los sesenta y cinco años más o menos sana habría podido hacer
lo mismo que yo. Eran tareas de oficina que no requerían ninguna habilidad o
conocimiento especial. Sólo vista, manos, algo de cerebro, un poco de
coordinación. Pero sabiendo a qué se debía mi presencia allí, la amabilidad y
las buenas palabras de los que me rodeaban, casi todos bastante mayores que yo,
eran enternecedoras. Y lo más importante, no sé si por autocontrol o porque de
veras creían que no me lo merecía, ninguna de aquellas amables personas me
regalaron nunca miradas de lástima o condescendencia.
El ambiente de mis prácticas/ premio
de consolación era, en fin, inmejorable, y entre fotocopia y fotocopia y envíos
masivos de mails, yo me sentía moderadamente útil y necesaria. Además, las
clases de la Didascalia seguían en su línea, venga fotocopias, presentaciones
en PowerPoint, exposiciones orales de trabajos hechos en un fin de semana. Lo
cierto era que estaba ocupada, muy ocupada, que salía de casa por la mañana y
que volvía por la noche, porque incluso comía en la propia academia, y el verme
tan poco por casa, hacía creer a mis pobres padres que aquello me estaba
viniendo bien. Que me sentía útil, atareada y, al fin, normal.
Pero
yo no me dejaba engañarme. No a aquellas alturas. Todo aquello no era nada más
que un frágil y no perdurable en el tiempo espejismo pseudo laboral. Aquello
acabaría más pronto que tarde y yo volvería a dar con mis huesos en el mundo de
las horas desocupadas, laxas, mareantes y maleables.
Así
pues, los primeros meses de mi tercer año como parada estuvieron protagonizados
por un trabajo y entorno propios de una Barbie Secretaria, una muñeca
silenciosa y obediente colocada en una linda y cálida oficina que dándole la
vuelta se convertía en una bonita academia de estudios. Y fuera de las ventanas
de plástico fucsia, Bilbao tronaba y se retorcía. Una perfecta metáfora de lo
que de forma inminente iba a suceder con mi vida privada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario