A quien corresponda.
En
el día de hoy, a finales de septiembre de 1779, yo, Don Iñigo Ibaiondo de
Vergara, de veintiún años de edad, natural de la Noble Villa de Bilbao y
militar bajo el mando de Don Bernardo de Gálvez, Gobernador de Luisiana, comienzo
la escritura de esta misiva de destinatario incierto, sometido a la calentura,
la agitación y la flaqueza achacables a un evidente encantamiento ―¿no son
éstas, acaso, tierras surcadas de leyendas de brujería africana practicada por
esclavos resentidos? —.
Me
gustaría decir desde dónde exactamente estoy redactando estas líneas, pero sólo
puedo aventurarme a afirmar que la abyecta ¿estancia? donde me encuentro se
halla no demasiado lejos de Baton Rouge, a cuyas inmediaciones llegué con mi
tropa hace poco con la intención de conquistarla tras nuestro colosal éxito en
Manchac, con la caputura de Fort Bute, pese a nuestro penoso estado.
Una
vez ante nuestro nuevo objetivo, la plaza fortificada y bien protegida de Baton
Rouge, las brillantes capacidades estratégicas de Gálvez nos hacían creer a
todos sus hombres —españoles, colonos, nativos americanos, esclavos libres— en
una nueva victoria, y lo cierto era que el plan de nuestro líder se antojaba
prometedor. Parte de nosotros se situaría en un bosque cercano a Baton Rouge
para distraer al enemigo mientras que la otra parte se dedicaría a cavar
trincheras y prepararlo todo para un ataque despiadado. A mí me tocó participar
en el primer grupo, y siguiendo las directrices recibidas, procedí junto con mis
compañeros a embadurnarme de barro y pegarme encima ramas y follaje. Así pues,
pronto nos vimos disfrazados de una suerte de espantajos forestales, y
olvidándome por unos instantes del aciago y siniestro contexto en el que nos
encontrábamos, debilitado mi temple por el hambre y los padecimientos
continuados, me carcajeé con ganas. Sorprendentemente, mi actitud fue imitada
por unos cuantos compañeros, y nuestro censurable actuar hizo despertar la
cólera de uno de los superiores, que sin temblarle el pulso, como si estuviera
regañando al líder de unos críos traviesos, me castigó: me obligó a alejarme
durante un buen rato del grupo, bosque adentro, hasta que controlara mi «inaceptable
estado de nerviosismo». Así lo hice, cabizbajo, agotado e indignado y ante las
miradas piadosas de los demás hombres.
Lejos
de los míos, rodeado tan solo de vegetación y con el sonido de todo tipo de
animales e insectos como único acompañamiento, precedí a echarme una cabezada
bajo un acogedor árbol. Y cuando elevé los párpados me encontré aquí. En esto. Porque no tengo más recursos para describir el antinatural lugar
que me mantiene atrapado, sin techo ni paredes pero tampoco rendijas para
escaparme o pedir socorro, donde la luminosidad puede resultar más aterradora
que la oscuridad y que posee la tibieza perfecta. De nada sirve gruñir, gemir
ni gritar: nadie oye ni nada se oye. Y lo que más me angustia de todo: mis
necesidades fisiológicas han desparecido del todo. Sólo duermo de vez en cuando,
como si cierto espectro invisible me inoculara a la fuerza el veneno del sueño,
y entonces me enfrento a pesadillas tan reales que el estar aquí es lo que parece el mal sueño. Creo
que me explico de forma espantosa, no sé hacerlo de otra forma. Pero puedo
relatar sucintamente los extraños contextos en los que aparezco en cuanto los
ojos se me cierran. Todas ellas me colocan en entornos belicosos y me visten de
diferentes tipos de soldado enfrentado a diversos enemigos. Y siempre, cuando
me dan el golpe de gracia, vuelvo a despertar aquí, como si estuviera siendo
sometido a alguna clase de castigo eterno y luciferino ―¿será por haber dejado
de asistir a misa pese a la insistencia de mi madre? ―. Así, ha habido un día
en el que he aparecido en una zanja manejando toda una máquina infernal que
disparaba con una potencia inimaginable. Llovía a mares y el barro se me metía
por todas partes, y a derecha e izquierda tenía compañeros que, para mi
sorpresa, hablaban germano, con lo que he llegado a la conclusión de que en ese
mundo yo era un soldado de ese pueblo luchando contra quién sabe quién: no me
daba tiempo a averiguarlo, enseguida me mataba una terrible bomba impactando
contra mi trinchera —no sin antes ver saliendo disparados diversos miembros amputados—.
Otra vez me he visto encajado en una suerte de jungla, vestido de verde oscuro
y cargando con una fantástica arma que parecía más cañón de mano que fusil. Alentado
por un agresivo y vociferante general anglosajón, he tenido que acribillar a
tiros a enemigos de ojos rasgados y tez tostada. Por el cielo volaban fantásticas
naves sin cubierta dotadas de alas de acero, y las bombas caían del firmamento. Mis
aceptables conocimientos de la lengua inglesa no me han permitido, muy a mi
pesar, enterarme de nada.
Pero
sin duda, mi peor experiencia ha sido la de estar atrapado en un entorno desértico
rodeado de moros y viéndome a mí mismo como uno de ellos. Mis excitados y
barbudos compañeros me hablaban en su espantosa lengua gutural ¡como si se
tratara de mi idioma materno! En esta ocasión monstruosos vehículos de acero
con cañones incorporados nos transportaban a una velocidad escalofriante, y
cuando el inidentificable enemigo nos disparaba desde mamotretos semejantes,
tenía que aguantarme y repetir las sentidas jaculatorias de mis compañeros so
pena de ser visto como un enemigo por esa agresiva gente. Irónicamente gracias
a esta última alucinación me he podido hacer con escaso papel —arrancado del
libro sagrado de los moros— y pluma —en
este caso una pluma extrañísima—. Me ha bastado con aprehender los objetos con
fuerza antes de ser abatido por el enemigo. Y me he despertado con las dos
cosas en la mano, así es como estoy escribiendo estas líneas que confío que
alguien encuentre algún día si es que tiene la mala suerte de ser traído
también aquí —y yo muero antes—.
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