Era la víspera de Navidad y Maris y yo estábamos nerviosos
porque íbamos a ser los anfitriones de una cena muy especial. Tras mucho
pensarlo habíamos aceptado la propuesta de nuestros amigos Vincent y Lola:
pasar la Nochebuena juntos e invitar a una pareja de refugiados sirios que
ellos conocían. A la cena se acabaría apuntando también otra pareja amiga,
Héctor y Cecilia. Ellos traerían a su propio refugiado, un joven ucraniano.
Porque resultaba que al igual que Vincent y Lola, Héctor y Cecilia estaban implicados
en diversas actividades humanitarias.
Decidimos
que lo mejor era celebrar el acontecimiento en la casa que Maris y yo teníamos
en la montaña. Hacía siglos que no nos juntábamos tantos para celebrar la
Navidad. Maris y yo estábamos acostumbrados a pasar las fiestas solos. Es lo que
pasa cuando uno tiene ya cierta edad y no hay hijos ni nietos que lo arropen.
Pero
como ya he dicho, no dijimos que sí enseguida.
«Amina
y Dahud se encuentran totalmente desvalidos. Son ilegales, es como si no existieran,
y evitan de forma enfermiza confraternizar con cualquiera. Lola y yo hemos
conseguido intimar con ellos tras muchos esfuerzos. Sólo a base de buenas
palabras, dinero y comida. Que hayan aceptado nuestra invitación es casi un
milagro», nos comentó Vincent para convencernos. «¿Pero no son musulmanes? ¿Les
apetece celebrar la Navidad, y con desconocidos?», pregunté receloso. «Efrén:
la Navidad ya no es una fiesta estrictamente religiosa, es una suerte de excusa
para que las personas se junten con sus seres queridos y festejen el fin de
año», explicó Vincent con cierta repelencia. No pocas veces Maris y yo
comentábamos que esa actitud era lo que se estilaba en el ambiente en el que se
movía nuestro amigo, catedrático de Medicina.
En
cambio, de Vadim, el refugiado de Héctor y Cecilia, no sabíamos nada. Sólo que
también era ilegal y que su fe ortodoxa tampoco era óbice para celebrar
nuestras Navidades.
Pero la noche prometía. Estaba tan excitado que las manos me temblaban mientras guardaba cuidadosamente en cajas de cartón la delicada vajilla húngara y las preciosas copas de cristal de bohemia con las que halagaríamos el sentido estético de nuestros invitados.
Pero la noche prometía. Estaba tan excitado que las manos me temblaban mientras guardaba cuidadosamente en cajas de cartón la delicada vajilla húngara y las preciosas copas de cristal de bohemia con las que halagaríamos el sentido estético de nuestros invitados.
Maris
llegó a casa con las últimas compras poco antes de la hora que nos habíamos
impuesto para salir rumbo a la montaña. Tenía mala cara. Resultaba que uno de
nuestros vecinos, sin saber que íbamos a cenar con refugiados, le había soltado
en el ascensor que ojalá que en Europa hubiera mandatarios tipo Donald Trump, que
había que cerrar las fronteras para que no entrara tanto «chupóptero». Me puse
serio. «Querida mía», le dije tomándola por los hombros, «ni se te ocurra violentarte
ante esos comentarios. Para chupópteros nuestros vecinos. La mayoría posee negocios
donde explotan a trabajadores por menos de mil euros al mes y procuran
contratar a zorros de las finanzas para burlar a Hacienda impunemente. ¿O no?».
Y Maris asintió y se relajó.
Nos
pusimos en marcha. La carretera nevada no dio problemas. Una vez en nuestra
casa de la montaña, un diseño futurista de acero y cristal obra de Héctor, comprobamos
que estaba helada. El paisaje que la rodeaba, conformado por espectaculares
montañas blanqueadas por la nieve, me hizo replantearme lo de volver a escribir
allí durante largas temporadas. Dejé de hacerlo cuando mis editores me
obligaron a estar más conectado con el insufrible mundillo literario.
Maris
insistió en que había que calentar la casa para que nuestros refugiados no salieran
huyendo en cuanto pusieran un pie dentro. Así que procedimos a encender
radiadores y a prender velas por todas partes, algo que adorábamos mientras no
se tratara de velas aromáticas. «Huele a iglesia que te mueres», solía decir
acertadamente Maris cuando, muy a nuestro pesar, éramos invitados a casas donde
gustaban de semejante tipo de ambientador. Aunque eso no era nada comparado con
ingerir la bazofia de comida que nos ofrecían y que nos provocaba acidez durante
días. Qué se le iba a hacer: eran los sacrificios que acarreaba el empeñarse en
tener una vida social aceptable.
Limpiamos
un poco el polvo. Maris se encargó de poner primorosamente la mesa y yo de la
decoración navideña, eso sí, no cayendo en lo prosaico. El árbol y los adornos
que compré eran todos en blanco, negro y plateado. Y nada de Belén. Lo último fue
darle brillo al majestuoso piano de cola que había pegado a la ventana y al que
Maris haría rugir de belleza con sus dotadas manos de concertista.
Mientras
poníamos la casa a punto nos dimos cuenta de lo sumamente cansados que
estábamos. Maris incluso tuvo un amago de mareo. La tomé por la cintura, la
reanimé con un largo y jugoso beso, volvió en sí y la tranquilicé diciéndole
que nuestros amigos, a punto de llegar, nos traerían la energía que tanto ellos
como nosotros necesitábamos.
La
deliciosa noche cayó enseguida y Maris y yo procedimos a engalanarnos. Ella
escogió su precioso Balenciaga rojo, con sobrefalda abullonada y escote barco,
y yo un traje con raya diplomática relativamente nuevo con corbata negra. Nos
perfumamos pero no nos echamos cremas pastosas y apenas nos maquillamos. Para
qué. Estaríamos como en familia.
Los
invitados llegaron tan extremadamente puntuales como nos esperábamos. Salimos a
recibirlos. Los dos imponentes Mercedes con cristales tintados aparecieron
luminosos y prometedores frente a nuestra acristalada morada. De ellos salieron
primero las extremidades gráciles y felinas de nuestros amigos, y con algo más
de timidez, las de nuestros ansiados refugiados. Amina y Dahud, dorados y
hermosos, acababan de abandonar la adolescencia. No pude evitar ensalivar. En
cambio, en cuanto vi a Vadim supe que algo iba mal. Porque aquel rubio alto y
fibroso —y que guardaba un parecido asombroso con el cantante de Cold Play— tenía
una inquietante ferocidad en la mirada. Que poco más tarde enganchara a Héctor
de la coleta, se sacara una pequeña guadaña de la espalda y lo degollara
delante de todos al grito de «¡Muere, upyr!»
confirmaría mis temores.
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