Llegué de la
biblioteca minutos antes de las nueve, la hora a la que había que estar a la
mesa so pena de ganarse una tremenda bronca. En cuanto estuve en casa sentí el
reconfortante calor de la chimenea y percibí el delicioso olor de la cena de
Navidad. Dejé los zapatos en la cocina y entré en el salón preparada para encontrarme
con lo esperado: mi familia bien acomodada aguardándome para cenar. Y sí, allí
estaban todos: papá, mamá, la abuela, el tío Moisés y la tía Rebeca con sus
gemelas, el tío Manuel y la tía Almudena con sus hijos, Miguel y Alicia, …y
alguien más. Uno más. Un crío de unos diez años sentado entre Miguel y Alicia. Enseguida
reparé en aquella presencia, pero comencé mi ronda de besos como si nada. Sólo
cuando me llegó el turno de saludarlo pregunté quién era. Mi pregunta
desconcertó, sobre todo a la tía Almudena. Nunca olvidaré sus saltones ojos
verdes clavados en mí. «¿Cómo que quién es éste? Carolina, es Elías, tu primo».
Sonreí, agité la cabeza. «Pero qué primo Elías...». La tía Almudena se mordió
el labio. «Carolina: Elías, mi hijo pequeño». Me alteré un poco. Opté por
tranquilizarme buscando una explicación. «O sea, ¿que lo habéis adoptado?». Inconscientemente
miré a las gemelas, que hasta hacía un año vivían en un orfanato ruso. Luego me
dirigí a mis progenitores: «¿Cómo no me habéis dicho nada?». Mis padres
guardaron silencio y se miraron con estupor. La abuela era feliz en su mundo.
El tío Manuel se lo tomó a guasa. «¿Tan crecidito ves a Elías? El tiempo
también pasa para ti, ¿eh?». «Pero tío Manuel, ¡que vosotros no tenéis más
hijos que estos dos!». Y señalé a Miguel y Alicia. Miguel jugaba con su
maquinita de marcianos; Alicia se enfadó. «Si esto es una broma, qué sentido
del humor más chungo tienes», me acusó achuchando a Elías, que ocultó el rostro
en el pecho de su hermana. La tía Almudena
pidió ayuda a mamá. «Marina, no sé qué le pasa a tu hija esta vez». «¿Qué
quieres decir con "esta vez"?», le preguntó papá cariacontecido. «Supongo que
Almudena se refiere a cuando a tu hija le dio por alimentarse a base de lechuga y
nos volvía locos en las comidas familiares», dijo el tío Manuel. Mamá no me
defendió; me cogió por el antebrazo y me espetó: «Carolina, ¿qué andas? No
habrás tomado algo raro para estudiar más, ¿verdad?». Gemí. «Mamá, no me he
drogado. ¡Que en esta familia no hay ningún Elías!». Intervino papá. «O sea, que
no recuerdas que tu primo Elías exista. ¿Ni tan siquiera te suena?». «No»,
dije, «¿el resto, todos, sí?». Moisés y Rebeca me miraron con lástima mientras
contenían a sus gemelas para que no destrozaran el belén. Se me ocurrió algo. «Pues
si Elías es de la familia, tendremos fotos de él, ¿no? ¡Mamá! ¿Dónde están los álbumes?»,
inquirí ansiosa. Nos acabábamos de mudar; las cosas no estaban donde siempre. Mamá
frunció el ceño. «En alguna caja del camarote, pero ni se te ocurra ir. Está
todo lleno de porquería y es tarde». El gesto de mi padre se volvió amenazante.
«Basta ya, Carolina. Para una vez que preparamos la Nochebuena nosotros, nos estás
amargando la fiesta». «¿Ves cómo tener la casa más grande no es lo más
importante?», le susurró el tío Manuel a la tía Almudena. «¿Por qué no la lleváis
a urgencias?», preguntó Alicia. La tía Rebeca depositó a su gemela en brazos de
la impávida abuela y vino hasta mí. Me habló con dulzura: «Carolina, esa
oposición es muy dura y llevas mucho tiempo con ella, ¿no será todo esto fruto
del estrés? Elías es parte de la familia y os entendéis muy bien. En cuanto te
relajes, seguro que lo recuerdas». Sólo faltaba que la tía Almudena soltara lo
de siempre, que debería dejar de estudiar y ponerme a trabajar de lo que fuera.
Pero el silencio era absoluto. Y la verdad es que yo estaba agotada. Cada día
me costaba más almacenar en mi cabeza datos y más datos que me importaban un
carajo. Sin embargo... ¿Quién demonios era Elías? No me rendí. «Pero por muy
estresada que esté, ¿cómo puede ser que un primo se me haya borrado de la
cabeza?». El tío Moisés mencionó cierta enfermedad mental en la que el enfermo
cree que sus seres queridos son realmente criaturas siniestras disfrazadas. «Vamos,
que pensáis que estoy teniendo una especie de brote sicótico», dije. «¿De
verdad que no sabes quién es éste?», se metió entonces el insufrible de Miguel
dándole una patadita a Elías. El reloj de cuco dio las nueve. Mamá se enderezó
y señaló con aires dictatoriales la mesa, primorosamente puesta. Había que
sentarse pasara lo que pasara. Todos dirigían sus ojos a mí con expectación. Decidí
ganar tiempo. «¡Se acabó! ¡Que todo es una broma! Se nos ha ocurrido al grupo
de opositores de la biblioteca. Hemos quedado en que cada uno lo haría en su
casa. ¡Claro que reconozco a mi Elías!», exclamé. Oí un suave rumor general de
alivio. Me acerqué a Elías y le pedí que, por favor, me perdonara, que era
malísima gastando bromas. Alicia se puso tensa. Le acaricié la manita helada. Elías
dejó de ocultar su rostro en el pecho de Alicia y me miró fijamente. Sus
profundos ojos oscuros relampagueaban. Le pedí perdón de nuevo tan cariñosa
como pude, y entonces Elías se deshizo de los brazos de Alicia y se precipitó
en los míos. Lo recibí fingiendo afecto. Pero a Alicia no le hizo gracia, y
apenas nos habíamos abrazado tiró de Elías para que volviera con ella. Fue
agresiva, por eso provocó que la prótesis que cubría a Elías se rasgara un
poco, dejando al descubierto, en la zona de la nuca, una pequeña porción de
brillante piel negra. Sólo yo me di cuenta. Pero de momento no diría nada. Eran
las nueve y había que sentarse a la mesa.
lunes, 31 de diciembre de 2018
domingo, 11 de noviembre de 2018
Los vecinos
No eran ni las doce y media de la noche y, muy a
mi pesar, tuve que volver a casa. Algo que había comido o bebido en la fiesta me
había sentado mal, revolviéndome el estómago y provocándome mareos y escalofríos.
Aunque intenté vomitar, me fue imposible: en lugares públicos me daba demasiado
asco. No dejé que mis amigas me acompañaran a la parada de taxi. Lo conseguí
sola, con el cuerpo tembloroso y el maquillaje de catrina algo derretido por babas
y lágrimas de esfuerzo. Gracias a Dios el trayecto era corto. Cuando me tocó
pagar descubrí que me había dejado las llaves en otro bolso, pero no me preocupé,
mi hermano estaría en casa. La puerta del portal no fue problema porque me
crucé con la vecina del primero, una anciana algo demente, que sacaba al perro.
Pero una vez frente a la puerta de casa mi hermano no me abría. Tampoco
contestaba a mis llamadas, tanto al fijo como al móvil. ¿Podía ser que me
hubiera mentido y hubiera salido de fiesta aprovechando que nuestros padres estaban
ausentes? El malestar físico me era insoportable. Sólo quería mi baño y mi
cama. Rompí a llorar de la desesperación. Entonces se abrió la puerta de al
lado. Mis timbrazos debían de haber despertado a los vecinos. De la oscuridad brotaron
dos cabecitas. Me preguntaron si estaba bien. Me expliqué. Me invitaron a pasar. Accedí. Nada más entrar me topé con los otros dos miembros de aquel
hogar.
La
casa de los vecinos era tan grande como la nuestra pero estaba amueblada y
decorada de tal manera que parecía más pequeña. Todo lo que me rodeaba adolecía
de un insoportable aroma a demodé. No había demasiado luz. Sólo habían prendido
dos lamparitas. La madre me cogió el abrigo y desapareció murmurando "te
traeré algo". Sus hijos me ofrecieron una butaca. Los tres, de
pie y con batas de guata, me miraban entre la estupefacción y el reproche. Lo
achaqué a mi maquillaje. Gente tan religiosa como aquélla, con el pomo de la
puerta en forma de Jesucristo, debía de ver como una aberración Halloween y los
homenajes que en México les hacen a los muertos. "Me encuentro
fatal", me lamenté. "Podemos llamar al médico del sexto", dijo
la hermana pequeña, la de la cara de ardilla. La mayor, de rasgos zorrunos, la
miró con gravedad. "Ana", le dijo, "a esta niña lo que le pasa
es que ha bebido demasiado". Y la hermana pequeña, que cuando coincidíamos
en el ascensor me miraba todo el rato por el rabillo del ojo, bajó la cabeza. El
hermano se aclaró la garganta antes de hablar: "Belén tiene razón, Ana.
Esta chica lo que necesita es comer algo y meterse en la cama. Lo primero creo
que lo está arreglando mamá", y aquella mole de bigotes canosos torció la
nariz para aspirar los efluvios culinarios que comenzaban a llenar la sala.
"Oh, no. ¡No puedo comer nada, gracias! Si tengo el estómago fatal. Sólo
esperaré aquí a que llegue mi hermano", supliqué. Qué ganas tenía de salir
de aquella casa. No es que el resto de vecinos fueran lo que se dice normales,
pero aquellos en particular... Me daban especial repelús. Sobre todo porque
ponían una música insufrible y de vez en cuando se les oía lanzar
terribles risotadas al unísono. Esos eran los únicos sonidos que salían de
aquella casa. "No vamos a aceptar un no por respuesta", dijo el
hermano agachándose frente a mí. Tenía venillas rojas en los ojos y un olor
corporal muy fuerte camuflado con agua de colonia. Instintivamente, eché la
cabeza para atrás. El hombre dejó escapar una risita: "Tranquila, que no
te voy a hacer nada. Aunque en tu casa me llaméis el Enterrador". Al
escucharle me quedé petrificada. ¿Cómo podía...? La hermana pequeña añadió con
gesto rencoroso: "Y a mi hermana y a mí las Numerarias, atrévete a negarlo.
Hay habitaciones en este inmueble que son como auditorios: se oye todo".
La mayor también habló, con tono sosegado, mientras abría las puertas de una
alacena y sacaba menaje: "Aunque lo peor es que bromeéis con la idea de
que nuestro padre no esté enterrado, sino que lo tenemos aquí dentro,
momificado". "Qué gracia, ¿eh?", remató el hermano. Y yo sólo
logré articular una serie de penosas disculpas amparándome en el poco tiempo
que llevábamos en el edificio y en el sentido del humor tan malo que teníamos. Pero
no pude escapar de la comida. Me hicieron sentarme en una gran mesa comedor. La
hermana mayor me había colocado todo lo necesario. Yo apenas tenía energía para
resistirme. Pronto la madre entró portando una gran bandeja con platos humeantes.
"Voy a poner un poco de música mientras cenas", anunció la hermana
menor.
Con estupor observé la comida que tenía delante: callos,
chorizo a la sidra y un plato que con tan poca luz no logré identificar pero
que parecía un guisado. Todo carne, y resultaba que yo, además de tener el
estómago dolorido, era prácticamente vegetariana. Lo confesé con tono de súplica.
En los ojos de la madre creí ver cierta compasión, pero la hermana mayor la
eliminó de un plumazo recordando una olvidable ocurrencia de mi hermano: "Seguro
que los padres eran primos, así de raritos han salido los hijos". No supe
responder. Comenzó a sonar una canción antidiluviana, Madrecita de Antonio Machín. "¡Come!", me ordenó con
agresividad el hermano. Respiré hondo y me serví un poco del guisado. No olía mal.
Mis vecinos me miraban como si fuera un conejillo de indias. Corté un pedacito
de uno de aquellos grandes dados de carne y me lo metí en la boca con los ojos
lacrimosos, mastiqué lentamente, di un sorbo al vaso de agua que me habían
puesto y conseguí tragar. Afortunadamente mi estómago lo aceptó. Me sentí
aliviada. "No sabe mal. ¿Qué carne es está?", pregunté. Entonces los
cuatro lanzaron unas de aquellas risotadas a coro que tanto me repelían.
miércoles, 17 de octubre de 2018
Demencia estacional
Aletargado, somnoliento, postrado
sobre el suelo de la última cosecha,
sueño ya con tu llegada,
mi dulce deidad de belleza
subterránea.
Desde aquí huelo las flores
marchitas de tu tiara,
y percibo con horror agradable
tus ojos de máscara funeraria
agujereando impasibles
el vacío.
Sin tan siquiera saludarme
me tenderás tu aguileña
garra
de esmalte carcomido,
yo me perderé en los
pliegues de tu túnica oscura,
y ambos danzaremos contra
el estío.
Cuántas noches frías nos
aguardan,
¡oh, beldad
perturbada!
Llevo meses soñando con
este momento,
de dolor y
metamorfosis.
Llámame como quieras,
bebe de mí cuanto
desees.
En tu mortal
dentellada
percibiré ya la hoja
vieja, el fruto nuevo, la lluvia generosa.
Y mísero de mí, te
entregaré mi reinado bruñido
para que lo cubras de
niebla y melancolía.
Bienvenida, hermana Otoño.
domingo, 10 de junio de 2018
Aquí
A quien corresponda.
En
el día de hoy, a finales de septiembre de 1779, yo, Don Iñigo Ibaiondo de
Vergara, de veintiún años de edad, natural de la Noble Villa de Bilbao y
militar bajo el mando de Don Bernardo de Gálvez, Gobernador de Luisiana, comienzo
la escritura de esta misiva de destinatario incierto, sometido a la calentura,
la agitación y la flaqueza achacables a un evidente encantamiento ―¿no son
éstas, acaso, tierras surcadas de leyendas de brujería africana practicada por
esclavos resentidos? —.
Me
gustaría decir desde dónde exactamente estoy redactando estas líneas, pero sólo
puedo aventurarme a afirmar que la abyecta ¿estancia? donde me encuentro se
halla no demasiado lejos de Baton Rouge, a cuyas inmediaciones llegué con mi
tropa hace poco con la intención de conquistarla tras nuestro colosal éxito en
Manchac, con la caputura de Fort Bute, pese a nuestro penoso estado.
Una
vez ante nuestro nuevo objetivo, la plaza fortificada y bien protegida de Baton
Rouge, las brillantes capacidades estratégicas de Gálvez nos hacían creer a
todos sus hombres —españoles, colonos, nativos americanos, esclavos libres— en
una nueva victoria, y lo cierto era que el plan de nuestro líder se antojaba
prometedor. Parte de nosotros se situaría en un bosque cercano a Baton Rouge
para distraer al enemigo mientras que la otra parte se dedicaría a cavar
trincheras y prepararlo todo para un ataque despiadado. A mí me tocó participar
en el primer grupo, y siguiendo las directrices recibidas, procedí junto con mis
compañeros a embadurnarme de barro y pegarme encima ramas y follaje. Así pues,
pronto nos vimos disfrazados de una suerte de espantajos forestales, y
olvidándome por unos instantes del aciago y siniestro contexto en el que nos
encontrábamos, debilitado mi temple por el hambre y los padecimientos
continuados, me carcajeé con ganas. Sorprendentemente, mi actitud fue imitada
por unos cuantos compañeros, y nuestro censurable actuar hizo despertar la
cólera de uno de los superiores, que sin temblarle el pulso, como si estuviera
regañando al líder de unos críos traviesos, me castigó: me obligó a alejarme
durante un buen rato del grupo, bosque adentro, hasta que controlara mi «inaceptable
estado de nerviosismo». Así lo hice, cabizbajo, agotado e indignado y ante las
miradas piadosas de los demás hombres.
Lejos
de los míos, rodeado tan solo de vegetación y con el sonido de todo tipo de
animales e insectos como único acompañamiento, precedí a echarme una cabezada
bajo un acogedor árbol. Y cuando elevé los párpados me encontré aquí. En esto. Porque no tengo más recursos para describir el antinatural lugar
que me mantiene atrapado, sin techo ni paredes pero tampoco rendijas para
escaparme o pedir socorro, donde la luminosidad puede resultar más aterradora
que la oscuridad y que posee la tibieza perfecta. De nada sirve gruñir, gemir
ni gritar: nadie oye ni nada se oye. Y lo que más me angustia de todo: mis
necesidades fisiológicas han desparecido del todo. Sólo duermo de vez en cuando,
como si cierto espectro invisible me inoculara a la fuerza el veneno del sueño,
y entonces me enfrento a pesadillas tan reales que el estar aquí es lo que parece el mal sueño. Creo
que me explico de forma espantosa, no sé hacerlo de otra forma. Pero puedo
relatar sucintamente los extraños contextos en los que aparezco en cuanto los
ojos se me cierran. Todas ellas me colocan en entornos belicosos y me visten de
diferentes tipos de soldado enfrentado a diversos enemigos. Y siempre, cuando
me dan el golpe de gracia, vuelvo a despertar aquí, como si estuviera siendo
sometido a alguna clase de castigo eterno y luciferino ―¿será por haber dejado
de asistir a misa pese a la insistencia de mi madre? ―. Así, ha habido un día
en el que he aparecido en una zanja manejando toda una máquina infernal que
disparaba con una potencia inimaginable. Llovía a mares y el barro se me metía
por todas partes, y a derecha e izquierda tenía compañeros que, para mi
sorpresa, hablaban germano, con lo que he llegado a la conclusión de que en ese
mundo yo era un soldado de ese pueblo luchando contra quién sabe quién: no me
daba tiempo a averiguarlo, enseguida me mataba una terrible bomba impactando
contra mi trinchera —no sin antes ver saliendo disparados diversos miembros amputados—.
Otra vez me he visto encajado en una suerte de jungla, vestido de verde oscuro
y cargando con una fantástica arma que parecía más cañón de mano que fusil. Alentado
por un agresivo y vociferante general anglosajón, he tenido que acribillar a
tiros a enemigos de ojos rasgados y tez tostada. Por el cielo volaban fantásticas
naves sin cubierta dotadas de alas de acero, y las bombas caían del firmamento. Mis
aceptables conocimientos de la lengua inglesa no me han permitido, muy a mi
pesar, enterarme de nada.
Pero
sin duda, mi peor experiencia ha sido la de estar atrapado en un entorno desértico
rodeado de moros y viéndome a mí mismo como uno de ellos. Mis excitados y
barbudos compañeros me hablaban en su espantosa lengua gutural ¡como si se
tratara de mi idioma materno! En esta ocasión monstruosos vehículos de acero
con cañones incorporados nos transportaban a una velocidad escalofriante, y
cuando el inidentificable enemigo nos disparaba desde mamotretos semejantes,
tenía que aguantarme y repetir las sentidas jaculatorias de mis compañeros so
pena de ser visto como un enemigo por esa agresiva gente. Irónicamente gracias
a esta última alucinación me he podido hacer con escaso papel —arrancado del
libro sagrado de los moros— y pluma —en
este caso una pluma extrañísima—. Me ha bastado con aprehender los objetos con
fuerza antes de ser abatido por el enemigo. Y me he despertado con las dos
cosas en la mano, así es como estoy escribiendo estas líneas que confío que
alguien encuentre algún día si es que tiene la mala suerte de ser traído
también aquí —y yo muero antes—.
domingo, 7 de enero de 2018
Adopta un refugiado (por Navidad)
Era la víspera de Navidad y Maris y yo estábamos nerviosos
porque íbamos a ser los anfitriones de una cena muy especial. Tras mucho
pensarlo habíamos aceptado la propuesta de nuestros amigos Vincent y Lola:
pasar la Nochebuena juntos e invitar a una pareja de refugiados sirios que
ellos conocían. A la cena se acabaría apuntando también otra pareja amiga,
Héctor y Cecilia. Ellos traerían a su propio refugiado, un joven ucraniano.
Porque resultaba que al igual que Vincent y Lola, Héctor y Cecilia estaban implicados
en diversas actividades humanitarias.
Decidimos
que lo mejor era celebrar el acontecimiento en la casa que Maris y yo teníamos
en la montaña. Hacía siglos que no nos juntábamos tantos para celebrar la
Navidad. Maris y yo estábamos acostumbrados a pasar las fiestas solos. Es lo que
pasa cuando uno tiene ya cierta edad y no hay hijos ni nietos que lo arropen.
Pero
como ya he dicho, no dijimos que sí enseguida.
«Amina
y Dahud se encuentran totalmente desvalidos. Son ilegales, es como si no existieran,
y evitan de forma enfermiza confraternizar con cualquiera. Lola y yo hemos
conseguido intimar con ellos tras muchos esfuerzos. Sólo a base de buenas
palabras, dinero y comida. Que hayan aceptado nuestra invitación es casi un
milagro», nos comentó Vincent para convencernos. «¿Pero no son musulmanes? ¿Les
apetece celebrar la Navidad, y con desconocidos?», pregunté receloso. «Efrén:
la Navidad ya no es una fiesta estrictamente religiosa, es una suerte de excusa
para que las personas se junten con sus seres queridos y festejen el fin de
año», explicó Vincent con cierta repelencia. No pocas veces Maris y yo
comentábamos que esa actitud era lo que se estilaba en el ambiente en el que se
movía nuestro amigo, catedrático de Medicina.
En
cambio, de Vadim, el refugiado de Héctor y Cecilia, no sabíamos nada. Sólo que
también era ilegal y que su fe ortodoxa tampoco era óbice para celebrar
nuestras Navidades.
Pero la noche prometía. Estaba tan excitado que las manos me temblaban mientras guardaba cuidadosamente en cajas de cartón la delicada vajilla húngara y las preciosas copas de cristal de bohemia con las que halagaríamos el sentido estético de nuestros invitados.
Pero la noche prometía. Estaba tan excitado que las manos me temblaban mientras guardaba cuidadosamente en cajas de cartón la delicada vajilla húngara y las preciosas copas de cristal de bohemia con las que halagaríamos el sentido estético de nuestros invitados.
Maris
llegó a casa con las últimas compras poco antes de la hora que nos habíamos
impuesto para salir rumbo a la montaña. Tenía mala cara. Resultaba que uno de
nuestros vecinos, sin saber que íbamos a cenar con refugiados, le había soltado
en el ascensor que ojalá que en Europa hubiera mandatarios tipo Donald Trump, que
había que cerrar las fronteras para que no entrara tanto «chupóptero». Me puse
serio. «Querida mía», le dije tomándola por los hombros, «ni se te ocurra violentarte
ante esos comentarios. Para chupópteros nuestros vecinos. La mayoría posee negocios
donde explotan a trabajadores por menos de mil euros al mes y procuran
contratar a zorros de las finanzas para burlar a Hacienda impunemente. ¿O no?».
Y Maris asintió y se relajó.
Nos
pusimos en marcha. La carretera nevada no dio problemas. Una vez en nuestra
casa de la montaña, un diseño futurista de acero y cristal obra de Héctor, comprobamos
que estaba helada. El paisaje que la rodeaba, conformado por espectaculares
montañas blanqueadas por la nieve, me hizo replantearme lo de volver a escribir
allí durante largas temporadas. Dejé de hacerlo cuando mis editores me
obligaron a estar más conectado con el insufrible mundillo literario.
Maris
insistió en que había que calentar la casa para que nuestros refugiados no salieran
huyendo en cuanto pusieran un pie dentro. Así que procedimos a encender
radiadores y a prender velas por todas partes, algo que adorábamos mientras no
se tratara de velas aromáticas. «Huele a iglesia que te mueres», solía decir
acertadamente Maris cuando, muy a nuestro pesar, éramos invitados a casas donde
gustaban de semejante tipo de ambientador. Aunque eso no era nada comparado con
ingerir la bazofia de comida que nos ofrecían y que nos provocaba acidez durante
días. Qué se le iba a hacer: eran los sacrificios que acarreaba el empeñarse en
tener una vida social aceptable.
Limpiamos
un poco el polvo. Maris se encargó de poner primorosamente la mesa y yo de la
decoración navideña, eso sí, no cayendo en lo prosaico. El árbol y los adornos
que compré eran todos en blanco, negro y plateado. Y nada de Belén. Lo último fue
darle brillo al majestuoso piano de cola que había pegado a la ventana y al que
Maris haría rugir de belleza con sus dotadas manos de concertista.
Mientras
poníamos la casa a punto nos dimos cuenta de lo sumamente cansados que
estábamos. Maris incluso tuvo un amago de mareo. La tomé por la cintura, la
reanimé con un largo y jugoso beso, volvió en sí y la tranquilicé diciéndole
que nuestros amigos, a punto de llegar, nos traerían la energía que tanto ellos
como nosotros necesitábamos.
La
deliciosa noche cayó enseguida y Maris y yo procedimos a engalanarnos. Ella
escogió su precioso Balenciaga rojo, con sobrefalda abullonada y escote barco,
y yo un traje con raya diplomática relativamente nuevo con corbata negra. Nos
perfumamos pero no nos echamos cremas pastosas y apenas nos maquillamos. Para
qué. Estaríamos como en familia.
Los
invitados llegaron tan extremadamente puntuales como nos esperábamos. Salimos a
recibirlos. Los dos imponentes Mercedes con cristales tintados aparecieron
luminosos y prometedores frente a nuestra acristalada morada. De ellos salieron
primero las extremidades gráciles y felinas de nuestros amigos, y con algo más
de timidez, las de nuestros ansiados refugiados. Amina y Dahud, dorados y
hermosos, acababan de abandonar la adolescencia. No pude evitar ensalivar. En
cambio, en cuanto vi a Vadim supe que algo iba mal. Porque aquel rubio alto y
fibroso —y que guardaba un parecido asombroso con el cantante de Cold Play— tenía
una inquietante ferocidad en la mirada. Que poco más tarde enganchara a Héctor
de la coleta, se sacara una pequeña guadaña de la espalda y lo degollara
delante de todos al grito de «¡Muere, upyr!»
confirmaría mis temores.
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