Los habitantes de esa ciudad sin nombre son intratables. Se mueven como bandadas de pájaros, rápidos y estresados, y encima, hablan un idioma que él, conocedor de más de diez lenguas, es incapaz de descifrar. Afortunadamente, consigue cambiar cheques de viaje por la moneda local en el hotel al que le llevan desde el aeropuerto, y en ese mismo hotel conocerá a su gran/único apoyo en la metrópolis: la ascensorista Epepé (o Dedé o Bebebé o Tyeté: ni en este caso puede Budai asegurar qué santas palabras salen de la boca de la muchacha).
A propósito de Epepé ―que en su versión original da título a la obra―: no puedo evitar pensar en La máquina del tiempo de H. G. Wells, cuando su aguerrido viajero temporal, solo y desperado en un lejano futuro en el que los monstruosos Morlocks dominan el mundo, logra confraternizar con Weena, una muchacha de la raza Eloi, trasunto de la especie humana, pero debilitada, acobardada y alelada.
La forma que tiene Karinthy de narrar la tragedia de Budai es honesta, austera, precisa. Sin florituras ni abigarradas reflexiones existenciales. En pocas páginas nos coloca a Budai en la ciudad imposible y nos invita a acompañarle en su pesadilla. Nos lo creemos y sufrimos, pero no dejamos de avanzar de su mano en busca de una salida y de, quizás más importante aún, una respuesta, porque: ¿dónde diablos estamos?
La metrópolis de la historia es una urbe civilizadamente espantosa sin necesidad de caer en los cachivaches futuristas de Philip K. Dick, la sordidez postapocalíptica de Mad Max o el enloquecedor juego de espejos de China Miéville en su recomendable novela La ciudad y la ciudad. (Perdón por la ensalada de autores, obras y épocas: me han venido todos a la cabeza). Es nuestra incapacidad de ubicarla y comprenderla lo que la hace repulsiva.
En este punto es inevitable mencionar a Kafka (ojo a ese metro, ojo a ese templo), pero me niego a utilizar cierta palabra que comienza por «dis» y que últimamente se utiliza para etiquetar casi cualquier obra de ciencia-ficción. No. La ciudad/jaula de Karinthy adolece de los mismos vicios que cualquier gran urbe contemporánea: trombas de gente robotizada; urbanismo desatado; ruido, estrés y soledad.
Madre Ciudad, generosa y excelsa, te acoge en su regazo asfaltado, oh, mi pequeño urbanita, pero si no cumples las reglas del juego acabarás demente y perdido.
Karinthy, hijo de escritor y psiquiatra, escribió Metrópolis en los 70. Es fácil percibir que la época y el lugar ―hacía menos de 15 años Hungría aún pertenecía a la URSS ―en los que fue gestado alimentan su atmósfera y su estética. Los mastodónticos edificios de la urbe hacen pensar en la brutalidad arquitectónica de ciertos regímenes autoritarios, y la severidad de sus habitantes sugiere una férrea educación y un implacable sistema de escarmiento para los rebeldes.
Metrópolis. Ferenc Karinthy. Traducción
de Anne Mayo Herczig.
Editorial Funambulista. 378 páginas.