viernes, 22 de abril de 2022

Madre Ciudad te devora: Metrópolis, de Ferenc Karinthy


El turista accidental. Siempre me ha resultado curioso este título y la mezcla de sensaciones que me despierta: regocijo, suspense, cierto temor ante lo desconocido. Lo llevan una novela de Anne Tyler y la adaptación cinematográfica de Lawrence Kasdan, con William Hurt y Geena Davis como protagonistas. Trata del duelo por la muerte de un hijo y las segundas oportunidades. El título hace alusión a la profesión del protagonista, un tipo que escribe guías de viajes dirigidas a hombres de negocios obligados a viajar, para que estos disfruten al máximo de sus business trips.                                   Vi la película hace mucho, quizás demasiado. Luego, de mayor, me he sentido muchas veces como ese hipotético turista accidental de las guías de Hurt. Es lo que tiene dejar el hogar y partir a tierras ignotas, con o sin libritos orientadores. Porque si se lo proponen, las ciudades ajenas pueden dar verdaderos sopapos en forma de incidentes y pérdidas, rodeos e imprevistos, decepciones, meteorología cruel o habitantes infames. Sobre todo, cuando se viaja solo.
    Quizás con un poco de mala uva, podemos decir que el húngaro Budai, el protagonista de Metrópolis, es un turista accidental. Su intención es llegar en avión a Helsinki para asistir a un congreso sobre lingüística, su profesión, pero sin saber cómo, acaba en un lugar desconocido: desconocido hasta las últimas consecuencias. Porque resulta que el ilustrado Budai, que se quedó dormido durante el vuelo, no reconoce nada de la urbe donde aparece y todo tipo de comunicación con los seres que le rodean se le presenta como una tarea imposible.
    Los habitantes de esa ciudad sin nombre son intratables. Se mueven como bandadas de pájaros, rápidos y estresados, y encima, hablan un idioma que él, conocedor de más de diez lenguas, es incapaz de descifrar. Afortunadamente, consigue cambiar cheques de viaje por la moneda local en el hotel al que le llevan desde el aeropuerto, y en ese mismo hotel conocerá a su gran/único apoyo en la metrópolis: la ascensorista Epepé (o Dedé o Bebebé o Tyeté: ni en este caso puede Budai asegurar qué santas palabras salen de la boca de la muchacha).
    A propósito de Epepé que en su versión original da título a la obra: no puedo evitar pensar en La máquina del tiempo de H. G. Wells, cuando su aguerrido viajero temporal, solo y desperado en un lejano futuro en el que los monstruosos Morlocks dominan el mundo, logra confraternizar con Weena, una muchacha de la raza Eloi, trasunto de la especie humana, pero debilitada, acobardada y alelada.
    Es obvio que la motivación que mueve a Budai desde el principio de Metrópolis es, cual Dorothy Gale melancólica, volver a casa. El problema es que no sabe muy bien dónde encontrar los escarpines escarlata. Pese a sus esforzados intentos, el hombre se ve incapaz de llegar a aeropuertos o estaciones ―si es que existen―; los consulados y las embajadas no aparecen por ninguna parte, y la policía no ayuda en nada. No es que nadie le entienda: es que no le dejan ni tratar de explicarse.
    Como es de suponer, el ánimo, la esperanza y las capacidades analíticas de Budai van mermando a medida que empieza a interiorizar que quizás nunca logre salir de ese lugar desasosegante donde todo alimento y bebida es, paradójicamente, un poco dulce.
    La forma que tiene Karinthy de narrar la tragedia de Budai es honesta, austera, precisa. Sin florituras ni abigarradas reflexiones existenciales. En pocas páginas nos coloca a Budai en la ciudad imposible y nos invita a acompañarle en su pesadilla. Nos lo creemos y sufrimos, pero no dejamos de avanzar de su mano en busca de una salida y de, quizás más importante aún, una respuesta, porque: ¿dónde diablos estamos?
    La metrópolis de la historia es una urbe civilizadamente espantosa sin necesidad de caer en los cachivaches futuristas de Philip K. Dick, la sordidez postapocalíptica de Mad Max o el enloquecedor juego de espejos de China Miéville en su recomendable novela La ciudad y la ciudad. (Perdón por la ensalada de autores, obras y épocas: me han venido todos a la cabeza). Es nuestra incapacidad de ubicarla y comprenderla lo que la hace repulsiva.
    En este punto es inevitable mencionar a Kafka (ojo a ese metro, ojo a ese templo), pero me niego a utilizar cierta palabra que comienza por «dis» y que últimamente se utiliza para etiquetar casi cualquier obra de ciencia-ficción. No. La ciudad/jaula de Karinthy adolece de los mismos vicios que cualquier gran urbe contemporánea: trombas de gente robotizada; urbanismo desatado; ruido, estrés y soledad.
    Madre Ciudad, generosa y excelsa, te acoge en su regazo asfaltado, oh, mi pequeño urbanita, pero si no cumples las reglas del juego acabarás demente y perdido.
    Karinthy, hijo de escritor y psiquiatra, escribió Metrópolis en los 70. Es fácil percibir que la época y el lugar hacía menos de 15 años Hungría aún pertenecía a la URSS en los que fue gestado alimentan su atmósfera y su estética. Los mastodónticos edificios de la urbe hacen pensar en la brutalidad arquitectónica de ciertos regímenes autoritarios, y la severidad de sus habitantes sugiere una férrea educación y un implacable sistema de escarmiento para los rebeldes.
    Las lecturas y análisis que ofrece Metrópolis son infinitos. Si esta novela hubiera alcanzado la popularidad masiva que merece y no esa agridulce categoría de «obra de culto», que acarrea cierta oscuridad e infravaloración no serían pocos los eruditos y celebridades que gastarían tiempo en estudiarla y mostrar sus conclusiones (ay, ese final).
    No es el caso, y como el mismo Karinthy no llegó a disfrutar de las mieles del éxito, no queda otra que armarse de paciencia para encontrar opiniones con enjundia. Entre ellas cabe destacar la de Emmanuel Carrère, fiel admirador de Metrópolis, en su libro Conviene tener un sitio adonde ir.
    Busquen y lean: la obra y todo lo que encuentren sobre ella. Como ligero aperitivo sírvanles estas líneas. Espero, no demasiado dulces.


Metrópolis. Ferenc Karinthy. Traducción de Anne Mayo Herczig.

Editorial Funambulista. 378 páginas. 

miércoles, 26 de enero de 2022

Exalumna

 

La estación de autobuses está casi vacía. Y qué frío hace. No hay nadie en la ventanilla y llevo ya un buen rato aquí. Miro el reloj y maldigo en silencio. Se me hace tarde. Voy a tener que pedir ayuda si quiero sacarme el billete.

Pese a la insistencia de mi sobrina, no tengo internet en el móvil ni pienso tenerlo. Me abruma todo ese mundo de interacciones demenciales e información a raudales. No.

Hago un rápido barrido para saber quién es el perfil más idóneo para ayudarme y elijo a una muchacha extranjera sentada en un banco con un niñito al lado, ambos absortos en sus dispositivos. Me acerco y con mis mejores modales le pido ayuda. Afortunadamente, accede. Y es amable. Con el crío de la mano me acompaña a esas infames pantallas donde siempre me acabo perdiendo, y en un abrir y cerra de ojos me saca el billete como quien arranca del suelo una mala hierba. Le doy las gracias encarecidamente y madre e hijo vuelven a su banco y a sus mundos cibernéticos.

El viaje en autobús es corto, agradable.

No he estado muchas veces en este pueblo, solo alguna vez, en eventos a los que me invitaban cuando Antonio estaba vivo.

Hace aún más frío que en la ciudad. Saco de mi bolsillo el papelito con el plano que me he hecho con la ayuda de las páginas amarillas. Gracias a Dios, mi destino no está lejos y la tarta no pesa demasiado.

Llego en diez minutos. El edificio que se levanta frente a mí es un rotundo cilindro blanco, un cruce entre prisión y colmena. Aquí es donde la tienen. Toco al timbre y pronto tengo delante a un muchacho con mascarilla, bata y guantes. Me mira con recelo y me impide la entrada. Como si yo fuera uno de esos vampiros a los que jamás se debe invitar a entrar.

Me presento y comunico el motivo de mi visita. Y él niega con la cabeza como un autómata.

Señora, sin cita es imposible.

¿Pero ya me ha oído lo que le he dicho? Que la han metido aquí sin avisarme. Que me enteré ayer. Que eso no puede ser legal, digo.

No es por ofenderla, señora, pero mi experiencia me dice que sí lo es. Otra cosa es que no sea ético, suelta.

Llevaba días llamándola a su casa y a veces su nuera cogía y me decía que me había equivocado. ¿No es eso algún tipo de fraude?, insisto, y se me quiebra la voz. Es mi hermana, podría haber vivido conmigo.

Señora, explica el chico, nosotros no podemos meternos en asuntos familiares. Si quiere ver a su hermana tendrá que pedir cita y deberán aprobarla.

Noto que las mejillas me arden, pero es obvio que tengo las de perder. Lucho conmigo misma para sacar mi tono más civilizado y le pido que, al menos, le entregue la tarta. Que es su santo.

Y de nuevo, No. Que no es posible, que mi hermana no puede tomar tanta azúcar.

Pierdo la calma y me permito lanzar algún exabrupto. Contra él, contra la burocracia, contra el mundo.

Los ojos del chico se amusgan y es como si oyera ya el portazo en mi cara, pero entonces una cabecita morena con mascarilla entra en escena, asomándose por detrás del fiel guardés. Los ojos negros de ese rostro me miran con un brillo especial.

¡Señorita Camargo!, me llaman. Acabo de oír su nombre, me he acercado, y sí, ¡es usted!

Me quedo clavada en mi sitio, y a su compañero los ojos casi se le caen de las cuencas. ¿La conoces?, pregunta.

Claro, responde ella, y se quita la mascarilla y entonces la reconozco.

Rebeca Expósito Núñez. Ese es su nombre. Pasan los años y sigo teniendo en la cabeza, bien incrustados, listados enteros de alumnos. De muchos de ellos puedo hacer un perfil completo. Rebeca es una de esos. Provenía de una familia desastrosa, pero se había librado de las casas de acogida gracias a una tía soltera. Era un tipo de cría a la que ahora llamarían «hiperactiva» y que en su época era sencillamente insoportable. Hablaba como una cotorra, reclamaba constantemente atención y copiaba en los exámenes con tal descaro e ingenuidad que resultaba cómica. Aunque no era una niña maligna, yo no le auguraba nada bueno. Viendo su propensión al coqueteo, llegué a predecirle un embarazo adolescente y una vida marcada por las ayudas sociales.

Y ahora, veinte años después, aquí la tengo: adulta, sonriente, vestida de uniforme. La felicito con un hilo de voz y cierto apuro: ¿fui buena con ella?

Cuando explico el motivo de mi visita, me escucha atentamente y se disculpa: lo siento, señorita Camargo, pero mi compañero tiene razón. Tal y como está su hermana, no podemos dejarla entrar sin una petición formal.

Decepcionada, me giro para irme casi sin despedirme, pero su cálida mano me detiene y me cuenta algo: que si se formó como auxiliar fue gracias a una de aquellas lecturas del listado que yo entregaba a mis alumnos a principios de curso. Por el relato La señorita Cora, de Julio Cortázar. La historia de una joven enfermera y un niño enfermo.

La sonrisa se me junta con las lágrimas al escuchar semejante confesión, y Rebeca no para ahí. Empieza a enumerar con emoción buena parte de las obras que yo les hacía leer y dice que ella, pese a ser una mala estudiante, siempre cumplía y disfrutaba mucho. Habla tanto que su compañero, con cara de fastidio, acaba despareciendo de escena. Cuando nos quedamos a solas, mi exalumna cambia completamente de registro y con mirada astuta me susurra: «señorita Camargo, vaya a la parte trasera y espéreme en la puerta de cristal. Por allí la llevaré a ver a su hermana».

Afirmo cómplice y Rebeca se va con una sonrisa.

De repente ya no tengo frío, y llena de regocijo me dirijo al lugar señalado.

Expósito Núñez, Rebeca: muchas gracias.

 

lunes, 3 de enero de 2022

El Papá Noel de Galerías Lafayette

 

Sucedió hace bastante, al final de mi segundo año en París, donde estudiaba danza. A las puertas de la Navidad, tras muchos días de dudas, pesares y aislamiento, yo había tomado una drástica decisión.

Quedé con la primera persona que debía saberlo en los Jardines de Luxemburgo.

Su nombre era Mark. Puse como excusa devolverle el hervidor de agua que me había prestado.

Llegué antes de tiempo. A pesar del frío, en el parque había tanto trajín como siempre. Tuve suerte, nuestro banco, el banco donde nos habíamos conocido, estaba libre. Decidí endulzar la espera con las galletas Moulin Blanc que llevaba en el bolso. Al fin podía comerlas. Pero no llegué a abrir el paquete. Un hombre apareció de repente.

            —Señorita, ¿le importaría que me sentara? —me preguntó señalando una silla cercana. Hablaba en un francés trufado de un acento inidentificable.

            —Faltaría más —contesté—. Estos asientos son de todos.

            El tipo sonrió enseñando dos dientes de oro. Rondaría los sesenta; era alto y flaco; iba vestido a base de prendas oscuras; tenía la tez aceitunada, barba de chivo y el cabello largo, espeso y surcado de canas. Portaba bolsas de viaje, en sus manos y a sus espaldas, de donde sobresalía el mástil de una guitarra.

            —Me daba la sensación de que quería estar sola. Pero es que he quedado justo aquí con mi mujer —dijo.

Pese a su aspecto, parecía pacífico.

            —Yo también he quedado aquí con un amigo —dije.

De todos modos, muchas gracias, señorita…¿italiana, inglesa, polaca?

Confesé mis orígenes.

            —Oh, disculpe —dijo poniéndose una mano sin anillos sobre el pecho—. Parece que estoy perdiendo mi sensor de raíces.

            Y dejó toda su carga en el suelo y se sentó en mi banco. Mi gesto de sorpresa habló por sí solo.

            —En cuanto venga mi mujer o su amigo me levantaré —anunció mientras se sacaba del bolsillo un mechero y un paquete de cigarrillos.

            Inconscientemente me puse tensa, y un terrible latigazo recorrió mi espalda.

            —¿Se encuentra bien? Tiene mala cara  —dijo encendiéndose un pitillo.

            —Me duele la espalda. Estoy tomando algo, pero el dolor va y viene —expliqué.

            —Ay, el dolor, qué mal compañero de viaje. Todo un bribón, junto con la vejez y el fracaso… —dijo.

            «El fracaso» —repetí amargamente.

            —Señorita, cualquiera diría que usted conoce el significado de esa palabra… —dijo.

            Creo que lo conozco: tras dos años, abandono el que creía mi sueño, la danza. Para eso vine a París, para seguir formándome. Pero se acabó —dije sorprendiéndome a mí misma por confesarme ante un desconocido.

            —¿Y por qué lo deja? ¿Su espalda…? —preguntó.

            No. Irónicamente la espalda me ha empezado a doler cuando he parado de bailar. Lo dejo porque es muy duro y he descubierto que no soy lo suficientemente buena. Mis profesores y los directores de varias pruebas me han hecho verlo —aclaré.

            —Así que no es nada físico —dijo amusgando la mirada.

            Guardé silencio. Miré mi móvil: Mark llevaba un retraso insólito. Iba a escribirle, pero el tipo volvió a hablar.

            —Yo también me llevé un disgusto cuando perdí el puesto de Papá Noel en las Galerías Lafayette. ¿No me cree? —preguntó ante mi cara de pasmo—. Verá, hace años yo tenía mucho mejor aspecto, y cantaba y tocaba la guitarra como Georges Moustaki. Actuaba en el metro, en la calle, ocasionalmente, en locales. Sólo ambicionaba ganar unos pocos francos. Pero una noche, un tipo terriblemente educado y elegante me dio su tarjeta. Era representante de artistas. Y empecé a asistir a pruebas, pruebas de todo tipo. Yo le ponía ganas y simpatía a todo, y un buen día me llamaron y me dijeron que me habían cogido para algo muy gordo: ser el Papá Noel de Galerías Lafayette. Imagínese qué contento me puse. Yo, un bala perdida, interpretando al símbolo de la Navidad en las jodidas Galerías Lafayette. ¡Pasta y gloria! Pero enseguida el sueño se convirtió en pesadilla... Fue por defender a una chica de un par de tipos en una discoteca. Uno de los agresores me hizo esto —y el hombre se apartó el pelo del lado izquierdo de su rostro y me mostró una horrible cicatriz. Lancé un bufido; él se carcajeó y siguió hablando tranquilamente—. Resultó que la chica a la que socorrí era la hija de un jeque que no sabía nada de la disoluta vida de su niñita, y para no ser descubierta, la pija se negó a testificar. En resumen: lo único que saqué de defenderla fue quedar desfigurado y ser despedido de las Galerías Lafayette. Mi representante me abandonó, y yo volví a la precariedad. ¡Fin!

Y el hombre escupió al suelo, y sin dejarme decir nada, me lanzó una estocada:

Cómo me recuerdas tú a la princesita árabe. Ni quiero saber cuánto les habrá costado a tus padres esa academia que abandonas por pura zanganería.

            Tarde en asimilar el ataque. Confundida, me levanté, me alejé unos pasos y llamé a Mark.

            —No creo que Mark coja: se quedó sin batería en cuanto llegó aquí —me advirtió aquel canalla encendiéndose otro cigarro.

            —¿Pero qué dice? ¿Cómo sabe quién es Mark? —pregunté escandalizada.

            —Porque he estado con él un buen rato, en este banco. Se marchó poco antes de que llegaras. Le diste mal la hora. He ido a por tabaco y al verte me he dado cuenta.

            Rápidamente miré en mis mensajes enviados: tenía razón.

            —¿Y por qué no me ha dicho nada? —gemí. Mark volaba aquella noche a Irlanda para pasar las fiestas. Después volvería a París; yo no.

            —Mark me ha parecido un buen chico. Me ha hablado de ti, y dudo que te lo merezcas. Dame veinte euros y te contaré nuestra conversación —dijo sonriendo maquiavélicamente.

            Quise insultarle, pero no me salió. Marché corriendo rumbo a la parada de taxis. Con la espalda dolorida y el hervidor a cuestas.

Las carcajadas del Papá Noel de Galerías Lafayette me acompañaron durante buena parte de mi huida.

           

sábado, 24 de julio de 2021

Carolina

A Carolina sólo la veía en verano. Compartíamos urbanización, playa y pandilla, pero éramos muy diferentes.

Carolina deslumbraba hasta con la ropa más sencilla, incluso con el pelo bañado en salitre o sudada tras jugar a palas. Cuando hablaba, todos callábamos, y si gastaba una broma, reíamos. Hiciera o no hiciera gracia. Estudiaba en un colegio internacional, y aunque los sobresalientes adornaran su historial, aseguraba que sólo empollaba a fondo la víspera de los exámenes, que prefería dedicar su tiempo libre al tenis, la acuarela y el piano.

Rompecorazones confesa, Carolina hablaba abiertamente de sus conquistas, del chico con el que acababa de romper o con el que estaba empezando. Nos enseñaba fotos. Eran todos como ella.

Carolina jamás había tenido nada con ningún veraneante, aunque Juan o Miguel fueran guapos. Era como una extraña norma autoimpuesta.

Que aquel verano Carolina me eligiera a mí como su amiga íntima me hizo mucha ilusión. Hasta entonces apenas hablábamos.

Ya lo he dicho: éramos muy diferentes.

Yo sí tenía que estudiar bastante para sacar buenas notas, poco o nada sabía de romances, y mis grandes aficiones eran leer y escribir historias de terror y fantasía en la vieja Olivetti de mis abuelos. Hasta hacía poco, no se las enseñaba a nadie. Pero gracias a un trabajo del instituto, una profesora había descubierto mi afición, y no paró hasta que participé en un certamen literario para jóvenes convocado por su caja de ahorros.

Achaqué el cambio de actitud de Carolina conmigo a dos motivos: a mi gran mejora física ―me había quitado el aparato, dejado crecer el pelo y comprado ropa favorecedora―, y a que, de pronto, Miguel me hacía caso.

Desde el primer día de vacaciones, Miguel se sentaba a mi lado en la playa, se interesaba mucho por lo que yo contaba, y al descubrir mi amor por la literatura de terror, me trajo un par de libros de su padre, profesor universitario: de Edgar Allan Poe y de Shirley Jackson. Cuando me los dio, acaricié sus cuidados lomos con avidez. A Poe ya lo conocía. Shirley Jackson se me antojaba un delicioso misterio. «Tenemos que hacer la ruta por el faro abandonado, parece siniestro», me propuso Miguel un día, aludiendo a una excursión que nunca terminábamos de hacer. Asentí encantada.

El interés de Miguel por mí provocó la sorpresa de los chicos, la suspicacia de las chicas, la simpatía de Carolina.

Carolina venía a buscarme para ir a la playa muy temprano. Llegábamos las primeras. Nos daba tiempo a hablar a solas un buen rato. Me contaba cosas sobre Miguel, al que veía el resto del año porque vivían cerca y tenían amigos comunes. Algunas me entristecían, como su historial amoroso, sobre todo, porque Carolina me describía a chicas totalmente opuestas a mí. Pero a continuación, me animaba. «Si dejas de ser tan tímida, podéis tener algo. Porque eso es lo que quieres, ¿verdad?», decía con un mohín. Y me hablaba de lo contenta que estaba con su novio de entonces, un estudiante de intercambio irlandés.

Cuando llegaban los demás, notaba caras de disgusto en las chicas al vernos solas. Carolina ponía cualquier excusa y se alejaba con su toalla un poco, para que Miguel y yo tuviéramos intimidad.

Los fines de semana, de fiesta por el casco antiguo, Carolina no era tan discreta. Maquillada, con sus vestidos brillantes, nos tomaba el pelo a Miguel y a mí. Bailaba con ambos, nos mareaba un rato, y luego se iba con los demás, dejándonos abrumados. A Miguel, sobre todo, que ya no sabía cómo seguir la conversación.

Una noche, en el baño de un pub, Carolina sacó cajitas y brochas de su bolso, y con habilidad y rapidez me maquilló. Cuando terminó, satisfecha, me obligó a mirarme al espejo. Me asusté: ¿cómo podía parecerme tanto a ella?

No noté ningún cambio en Miguel cuando me vio. Tampoco el día que me puse el bikini metalizado de Carolina para ir a andar en pedalous, o cuando un domingo lluvioso, jugando al trivial en un bar, por consejo de mi celestina, le seguí la corriente al camarero.

Mi relación con Miguel se fue enrareciendo, enfriando. En la playa comenzó a preferir las conversaciones grupales, y Carolina dejó de intentar ayudarme.

Una noche, en mitad de una discoteca, repentinamente, Carolina rompió a llorar, confesó que su novio la había dejado por carta, y salió del local como una exhalación. Miguel la siguió con gesto consternado. Dudé un poco, pero salí yo también. Me los encontré abrazados.

Los días siguientes fui el paño de lágrimas de Carolina, entraba en bucle relatando las maldades del irlandés y no quería ver a nadie más que a mí. Perdí de vista a Miguel, a todos, y justo cuando Carolina estaba mejor, tuve que volver a la ciudad con mi familia. Unos pocos días. Eran fiestas. Lo hacíamos todos los años.

A menudo pienso qué habría ocurrido si aquel verano no hubiera ido a la ciudad. Si hubiera suplicado a mis padres que me dejaran quedarme. Quién sabe.

En cuanto regresé y bajé a la playa, supe que había sucedido lo que siempre me había temido: Miguel y Carolina no estaban por ninguna parte, y la gente me miraba con lástima, curiosidad o malicia. Alguien mencionó el faro.

Me tumbé boca abajo para que no vieran mis lágrimas. No volví a pisar aquella arena en lo que quedaba de verano.

Poe y Shirley Jackson no tenían la culpa, pero en cuanto llegué a casa cogí los libros de Miguel dispuesta a tirarlos por la ventana. Afortunadamente, mi madre me interrumpió. Se le había olvidado darme una cosa: entre la correspondencia acumulada de nuestro buzón habitual había una carta para mí. Provenía de una caja de ahorros. Algo sobre un premio literario.

Leí la carta, supe que había ganado, las ganas de llorar y maldecir se esfumaron, y sentí que yo pertenecía a un mundo en el que ni Carolina ni Miguel tenían cabida.

Un mundo hermoso, extraño, extraordinario. 

domingo, 3 de enero de 2021

El árbol de los deseos


Apareció en el portal una fría mañana de domingo, a principios de diciembre. Nadie esperaba encontrarse con algo así, por lo que su irrupción fue recibida con asombro y regocijo.

«¡Es ideal!», exclamó con ojos chispeantes Curri, la del décimo A.

«Qué idea tan bonita, para los niños, especialmente», dijo su marido, que en invierno llevaba un gorro como el de Sherlock Holmes.

Los de la ferretería, que vivían justo encima de nosotros, lo contemplaban con ojos emocionados, y Moisés, el viudo del octavo B, relajó su habitual gesto malhumorado y preguntó por el artífice del detalle.

«Está claro», apuntó Curri agitando su melena rubia. «Es cosa de la nueva portera. Ya os dije yo que esa niña es un cielo», a lo que mi madre contestó que seguramente lo habría puesto de madrugada, para darnos la sorpresa.

Mientras los adultos comentaban, yo me acerqué a contemplar de cerca las tarjetitas que adornaban aquel abeto. En cada una de ellas había tres líneas: una para escribir el nombre, otra, el piso, y la tercera, un deseo para el 2021. En la gran estrella dorada que coronaba el árbol había el siguiente mensaje: «Premio para el mejor deseo».

El término «premio» me supo a golosina. Mi padre posó su mano sobre mi hombro y me susurró: «Tenemos que ganar, ¿eh?». Su voz ronca sonaba como tamizada por la mascarilla. Asentí. También en eso seríamos los mejores.

Era un día fresco pero soleado. La deslumbrante luz amarilla se filtraba a través de los cristales del portal dotando a la escena de aún más magia. Los ascensores no paraban de bajar con vecinos dispuestos a darse un paseo matutino, y todos se quedaban embobados cuando se topaban con el abeto.

Sólo hubo un punto negro en el idílico escenario. La pelirroja del ático. Oímos unos pasitos bajando las escaleras y apareció ante nosotros. Con ropa de deporte y una aparatosa mascarilla. Un molesto silencio invadió entonces el espacio, y todos la seguimos con la mirada mientras recorría el tramo que iba de las escaleras a la puerta.

La pelirroja del ático era maja y simpática hasta que llegó la pandemia. Con ella cambió completamente. Se puso la mascarilla antes de que fuera obligatorio; daba consejos y recomendaciones a todo el mundo; regañaba a la gente que se saltaba las normas.

Y un buen día, de repente, dejó de hablarse con los vecinos. Con todos.

Mis padres ya me lo advertían: si alguna vez me encontraba a solas con ella, no debía ni dirigirle la palabra ni montarme en el ascensor. No indagué: me dije que aquella chica jugaba en la misma liga que el Diógenes, el viejo del primero D que había acabado en el psiquiátrico tras provocar un incendio, o la Sacamantecas del portal del enfrente, que hablaba sola y amenazaba de muerte a los niños que jugaban en la plaza.

Afortunadamente, la pelirroja del ático era la única nota discordante en aquel edificio. El resto de los vecinos eran majos y normales. Y aquel árbol de los deseos había llegado para brindarnos un poco de alegría e ilusión tras un año tan duro en el que los aplausos de las ocho, los recitales de balcón y las llamadas por Skype habían constituido nuestras grandes válvulas de escape.

Recuerdo aquel último mes de 2020 bajando cada mañana al portal, acercándome al árbol y comprobando si había algún deseo nuevo ante la afectuosa mirada de la portera, inmóvil en su urnita de cristal. La gente era muy poco original. Pedían al 2021 la erradicación del virus, ver a sus mayores, o la prohibición de las guerras.

Nosotros fuimos los que más tardamos en escribir nuestros deseos. Mis padres se derretían los sesos pensando en nuestras respuestas. Mi padre, sobre todo. Había un premio en juego, y aunque se tratara de una caja de bombones, debíamos ganarlo.

El día que por fin tuvimos nuestras respuestas, bajamos al portal con rotuladores de tinta dorada. Muy ceremoniosos, cada uno cogimos una tarjetita y la rellenamos con nuestra mejor letra. «Quitarle la corona al virus», escribí yo. Se me ocurrió a mí solo.

            Faltaban dos días para Navidad. Dimos por hecho que el resultado del concurso se nos comunicaría antes de Año Nuevo.

            No fue así.

            Fueron pasando y pasando las fechas clave: Navidad, Nochevieja, Año Nuevo, Reyes… Y nada: la portera no soltaba prenda.

Los niños estábamos ansiosos; los mayores, por apuro, no le decían nada a la portera.

Como las tarjetas desaparecieron del árbol el siete de enero, se dio por hecho que la portera se las había llevado a casa para estudiar mejor su fallo. Pero cómo tardaba.

Fue mi padre el que, a mediados de mes, con una sonrisa incómoda, le sugirió a la portera que quizás ya era hora de retirar el árbol y dar el nombre del ganador.

            Nunca olvidaré el gesto de estupor que puso aquella mujer al oírlo.

«Pero si yo no he colocado el árbol. ¿No ha sido cosa suya? Como es usted publicitario, pensé que…», dijo.

            Mi padre se limitó a negar con la cabeza y a meterse en el ascensor conmigo de la mano. Había algo frío y musgoso en su mirada, como si se esperara lo que iba a suceder.

            El resultado del concurso se supo unas cuantas semanas después. El misterioso premio consistió en una demanda judicial por parte de la pelirroja del ático.

Gracias al árbol de los deseos y a la labor de un buen calígrafo, nuestra peculiar vecina, médico de profesión, supo quién le había escrito «Rata contagiosa» en su coche: mi madre. En cambio, el anónimo que le habían colado por la puerta, exigiéndole que abandonara el edificio, había sido cosa del marido de Curri.

            Mientras duró todo el proceso, la pelirroja hizo caso al anónimo y se fue a vivir a no sé dónde. Volvió tiempo después. Sin mascarilla y con las sonrisas de antes de la pandemia.

Fue entonces cuando mis padres pusieron el piso en venta.


domingo, 9 de agosto de 2020

Casa de verano

 

Llegué a la casa de la playa un día antes que Julio y los niños. Para adecentarla y aprovisionarla. Aquel año estaríamos allí los dos meses, algo que hacía mucho que no sucedía. Fue comenzar a hacer dinero con los restaurantes y dedicar la segunda parte del verano a viajar al extranjero. Pero entonces las cosas eran diferentes. La cuarentena nos había dejado poco boyantes y con una necesidad imperiosa de sol, mar y calma ―la cuarentena os dejó muy mal―.

Bajé del autobús y recibí con regocijo el aroma del mar. ¿Cuánto hacía que no pisaba aquel pueblo? Desde el pasado septiembre, ¿no? Para limpiar la casa tras el paso de los últimos inquilinos ―no―.

El pequeño supermercado estaba abierto. Me recoloqué los pelos atrapados por la mascarilla y entré. Me dio la sensación de que hacía siglos que no pisaba un supermercado. Disfruté como una chiquilla moviéndome por sus pasillos. Puse en la cesta los ingredientes necesarios para prepararles un gran desayuno a Julio y a los niños. Me molestó bastante que los demás clientes no portaran mascarillas y que me miraran a mí, que sí la llevaba, con asombro y recelo. Ni siquiera la cajera la lucía. Estuve a punto de recriminarla, pero yo nunca he sido una chivata. Pagué con uno de los billetes que llevaba bien guardados en el sujetador chivata no, ladrona sí y salí.

 No me crucé con ningún vecino de la urbanización. Mejor. No me apetecía hablar con nadie.

Cogí la llave de nuestro escondite secreto, la jardinera de las lilas, y abrí la puerta. En cuanto levanté las persianas descubrí que allí había grandes cambios. Los deslucidos sofás grises habían sido sustituidos por un bonito conjunto de sofá y butacas de un enérgico amarillo, los cuadros baratos habían dado paso a hermosos óleos con motivos marinos, la cabecera de la cama era entonces una maravilla de acero trenzado, y los baños… Estaban irreconocibles.

Lo que no me gustó fue que Julio hubiera guardado nuestras fotos familiares: no las veía por ninguna parte. Porque no cabía duda de que todo aquello se trataba de una sorpresa de Julio. Pero ¿cuándo lo había hecho? ―imposible.

Me quedé petrificada frente al hermoso escritorio índigo del cuarto de los niños, y presa del desconcierto, la emoción y un extraño cansancio, rompí a llorar. De forma desgarradora e inconsolable. ¿Tanto me había contenido durante aquella cuarentena? La verdad es que yo siempre había sido una persona extremadamente contenida. Como mucho, perdía el control dos veces al año. Y para que eso sucediera debía tratarse de algo tremendo ―irreversible―. Entonces reventaba como una olla a presión y, o bien hacía daño a quien me lo había hecho, o bien entraba en estado de shock.

Sin poder remediarlo, caí redonda sobre una de las dos camas. Desperté mucho después con un tremendo dolor de cabeza y la boca seca. Las bolsas de la compra me miraron recriminadoras desde el suelo. Había tenido una serie de horribles pesadillas. En la peor de todas, unas tremendas llamas de fuego se comían la casa de la ciudad y no podíamos salir por estar en cuarentena ―recuerda―.

 Miré alterada por la ventana. El sol estaba a punto de desaparecer por el horizonte marino y yo aún no había hecho nada. No podía ser. Saqué fuerzas de flaqueza, me bebí una de las cervezas con tequila que había comprado me supo a gloria, ¿cuánto  hacía que no tomaba una?―, y me puse manos a la obra. La remodelación total de la casa incluía nuevos productos de limpieza que olían de cine, una escoba intacta, paños y estropajos de todos los tamaños. Con ellos froté, desempolvé y lustré azulejos, maderas, grifos y cristales. Hasta le di una buena pasada a la terraza. Acabé exhausta, pero entonces tocaba lo más importante: cocinar. Para mi familia. Las torrijas, el pan de jengibre y el tiramisú que tenía en mente.

 De nuevo, sentí que las fuerzas me fallaban. Recurrí a otra cerveza y una bolsa de patatas fritas, y me mojé la cabeza en el fregadero, y me pellizqué las mejillas. Me obligué a no dormirme ―ya lo estás―. Debía cocinar para las personas que más quería. Había cocinado mucho durante el encierro, sola, y con Julio, y con los niños. Y los niños lo habían hecho. Solos. Cómo les gustaba. A Estela, sobre todo. Los pasteles al horno ―Estela, el horno―. Pero aquel festín era para celebrar el final de una etapa de oscuridad.

Busqué las herramientas necesarias en aquella cocina nueva, mezclé y cociné los ingredientes de forma eficaz y ordenada, y mientras lo hacía, entré en una suerte de trance. Qué felicidad proporcionaba el centrarse en una tarea y no pensar en nada más ―trance dentro del trance―. Terminé tarde, ¿qué hora sería? Dejé el tiramisú en la nevera, desmoldé el pan de jengibre con mimo y las torrijas las coloqué sobre una coqueta bandeja cubierta de papel de aluminio. Y pringada de mil y una delicias y las sienes ardiendo, perdí el conocimiento. Caí sobre el suelo de baldosas ambarinas ―Dorothy: abandona Oz―.

Estando inconsciente, me atormentaron las mismas pesadillas del cuarto de los niños. Esta vez las llamas fueron tan vívidas que cuando unas manos insistentes me hicieron despertar, grité aterrada creyendo que la cocina ardía. Pero no lo hacía. Lo comprobé mientras Julio, con ojos espantados, trataba de tranquilizarme. Julio, qué diferente estaba ―viejo―. Se lo dije, acariciándole la mejilla. No contestó. Detrás de él había un adolescente, alto y guapo, mirándome con aún más estupor, y junto a él, una mujer con un vestido amarillo buscando algo en el móvil con gesto desesperado. «Lucas, ya lo tengo: Centro de Salud Mental Nuestra Señora del Carmen. Llama tú, creo que es lo más adecuado», dijo de pronto la mujer. Entonces comprendí quién era aquel muchacho, que no volvería a ver a Estela en este mundo, que la cuarentena de 2020 había finalizado hacía mucho tiempo.

 

miércoles, 29 de julio de 2020

Yo sé que este verano

me vas a utilizar, y que me abandonarás antes de que empiece el otoño. Cuento con ello. Pero el tiempo que estemos voy a hacer lo que mejor sé hacer: cuidarte, protegerte. En cuanto llegues a la casa de la playa para pasar todo el verano —otros años casi ni la pisas, pero no están las cosas como para irte al extranjero a estudiar idiomas—, fijarás tus ojos en mí, tus manitas me engancharán hábilmente, y con un mohín de fastidio me ofrecerás tu rostro. Entonces, comenzará lo nuestro. Algunas veces, sobre todo al principio, te olvidarás de mí. Te lo recordarán con severidad y tú me buscarás enfurruñada. Pero a medida que pase el tiempo, te acostumbrarás tanto a verter tu cálido aliento sobre mí que cuando no me tengas contigo te sentirás como desnuda. Me las harás pasar canutas. Tu dichosa costumbre de pintarte los labios de color frambuesa será mi perdición. Por no hablar de tu amor por el helado de chocolate y los perritos calientes. Con bien de ketchup y mostaza, ¿eh? ¡Gracias a Dios, también te gusta mucho el chicle de eucalipto! En la playa, prácticamente me comeré tu factor treinta, y cuando tus escandalosas amigas lleguen con sus toallas, te desharás de mí. Y me criticarás. Y ellas harán lo propio. Y nos compararéis. Aspecto, dinero, sustancia. Probablemente, salga perdiendo. Habrá días que, coqueta de ti, me utilizarás para hacerte la misteriosa frente a chicos de tu interés; hasta te meterás en el mar conmigo, sacándome con salitre por todas partes. Sólo cuando personas cercanas a ti, mayores y más sabias, alaben mis virtudes respaldándose en cifras tenebrosas, serás consciente de todo el bien que te hago. Y me tratarás con especial cariño, encargándote tú misma de mi cuidado. Sin embargo, como bien te he dicho al principio, sé que lo nuestro va a ser corto. Qué remedio. Si es que me han hecho así, para no aguantar para siempre. Sólo te pido que tengas conciencia, que cuando te deshagas de mi cuerpo lo hagas como Dios manda, sin contaminar aún más a Madre Naturaleza. No me lances al océano ni me entierres bajo la arena, hazme el favor. Lo harás, ¿verdad? Nada más por mi parte. Hasta pronto, mi niña. Tuya afectuosa, tu Mascarilla estival.

Madre Ciudad te devora: Metrópolis, de Ferenc Karinthy

El turista accidental . Siempre me ha resultado curioso este título y la mezcla de sensaciones que me despierta: regocijo, suspense, cierto ...