A Carolina sólo
la veía en verano. Compartíamos urbanización, playa y pandilla, pero éramos muy
diferentes.
Carolina deslumbraba hasta con la ropa más sencilla, incluso con el pelo bañado
en salitre o sudada tras jugar a palas. Cuando hablaba, todos callábamos, y si
gastaba una broma, reíamos. Hiciera o no hiciera gracia. Estudiaba en un colegio
internacional, y aunque los sobresalientes adornaran su historial, aseguraba
que sólo empollaba a fondo la víspera de los exámenes, que prefería dedicar su
tiempo libre al tenis, la acuarela y el piano.
Rompecorazones confesa, Carolina hablaba abiertamente de sus conquistas, del
chico con el que acababa de romper o con el que estaba empezando. Nos enseñaba
fotos. Eran todos como ella.
Carolina jamás había tenido nada con ningún veraneante, aunque Juan o
Miguel fueran guapos. Era como una extraña norma autoimpuesta.
Que aquel verano Carolina me eligiera a mí como su amiga íntima me hizo mucha
ilusión. Hasta entonces apenas hablábamos.
Ya lo he dicho: éramos muy diferentes.
Yo sí tenía que estudiar bastante para sacar buenas notas, poco o nada
sabía de romances, y mis grandes aficiones eran leer y escribir historias de terror
y fantasía en la vieja Olivetti de mis abuelos. Hasta hacía poco, no se las enseñaba
a nadie. Pero gracias a un trabajo del instituto, una profesora había
descubierto mi afición, y no paró hasta que participé en un certamen literario
para jóvenes convocado por su caja de ahorros.
Achaqué el cambio de actitud de Carolina conmigo a dos motivos: a mi gran mejora
física ―me había quitado el aparato, dejado crecer el pelo y comprado ropa favorecedora―,
y a que, de pronto, Miguel me hacía caso.
Desde el primer día de vacaciones, Miguel se sentaba a mi lado en la playa,
se interesaba mucho por lo que yo contaba, y al descubrir mi amor por la
literatura de terror, me trajo un par de libros de su padre, profesor
universitario: de Edgar Allan Poe y de Shirley Jackson. Cuando me los dio, acaricié
sus cuidados lomos con avidez. A Poe ya lo conocía. Shirley Jackson se me
antojaba un delicioso misterio. «Tenemos que hacer la ruta por el faro
abandonado, parece siniestro», me propuso Miguel un día, aludiendo a una
excursión que nunca terminábamos de hacer. Asentí encantada.
El interés de Miguel por mí provocó la sorpresa de los chicos, la
suspicacia de las chicas, la simpatía de Carolina.
Carolina venía a buscarme para ir a la playa muy temprano. Llegábamos las
primeras. Nos daba tiempo a hablar a solas un buen rato. Me contaba cosas sobre
Miguel, al que veía el resto del año porque vivían cerca y tenían amigos
comunes. Algunas me entristecían, como su historial amoroso, sobre todo, porque
Carolina me describía a chicas totalmente opuestas a mí. Pero a continuación,
me animaba. «Si dejas de ser tan tímida, podéis tener algo. Porque eso es lo
que quieres, ¿verdad?», decía con un mohín. Y me hablaba de lo contenta que
estaba con su novio de entonces, un estudiante de intercambio irlandés.
Cuando llegaban los demás, notaba caras de disgusto en las chicas al vernos
solas. Carolina ponía cualquier excusa y se alejaba con su toalla un poco, para
que Miguel y yo tuviéramos intimidad.
Los fines de semana, de fiesta por el casco antiguo, Carolina no era tan discreta.
Maquillada, con sus vestidos brillantes, nos tomaba el pelo a Miguel y a mí. Bailaba
con ambos, nos mareaba un rato, y luego se iba con los demás, dejándonos
abrumados. A Miguel, sobre todo, que ya no sabía cómo seguir la conversación.
Una noche, en el baño de un pub, Carolina sacó cajitas y brochas de su bolso,
y con habilidad y rapidez me maquilló. Cuando terminó, satisfecha, me obligó a
mirarme al espejo. Me asusté: ¿cómo podía parecerme tanto a ella?
No noté ningún cambio en Miguel cuando me vio. Tampoco el día que me puse
el bikini metalizado de Carolina para ir a andar en pedalous, o cuando un domingo
lluvioso, jugando al trivial en un bar, por consejo de mi celestina, le seguí
la corriente al camarero.
Mi relación con Miguel se fue enrareciendo, enfriando. En la playa comenzó
a preferir las conversaciones grupales, y Carolina dejó de intentar ayudarme.
Una noche, en mitad de una discoteca, repentinamente, Carolina rompió a
llorar, confesó que su novio la había dejado por carta, y salió del local como
una exhalación. Miguel la siguió con gesto consternado. Dudé un poco, pero salí
yo también. Me los encontré abrazados.
Los días siguientes fui el paño de lágrimas de Carolina, entraba en bucle relatando
las maldades del irlandés y no quería ver a nadie más que a mí. Perdí de vista
a Miguel, a todos, y justo cuando Carolina estaba mejor, tuve que volver a la ciudad
con mi familia. Unos pocos días. Eran fiestas. Lo hacíamos todos los años.
A menudo pienso qué habría ocurrido si aquel verano no hubiera ido a la
ciudad. Si hubiera suplicado a mis padres que me dejaran quedarme. Quién sabe.
En cuanto regresé y bajé a la playa, supe que había sucedido lo que siempre
me había temido: Miguel y Carolina no estaban por ninguna parte, y la gente me
miraba con lástima, curiosidad o malicia. Alguien mencionó el faro.
Me tumbé boca abajo para que no vieran mis lágrimas. No volví a pisar
aquella arena en lo que quedaba de verano.
Poe y Shirley Jackson no tenían la culpa, pero en cuanto llegué a casa cogí
los libros de Miguel dispuesta a tirarlos por la ventana. Afortunadamente, mi madre
me interrumpió. Se le había olvidado darme una cosa: entre la correspondencia acumulada
de nuestro buzón habitual había una carta para mí. Provenía de una caja de
ahorros. Algo sobre un premio literario.
Leí la carta, supe que había ganado, las ganas de llorar y maldecir se
esfumaron, y sentí que yo pertenecía a un mundo en el que ni Carolina ni Miguel
tenían cabida.
Un mundo hermoso, extraño, extraordinario.
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