sábado, 24 de julio de 2021

Carolina

A Carolina sólo la veía en verano. Compartíamos urbanización, playa y pandilla, pero éramos muy diferentes.

Carolina deslumbraba hasta con la ropa más sencilla, incluso con el pelo bañado en salitre o sudada tras jugar a palas. Cuando hablaba, todos callábamos, y si gastaba una broma, reíamos. Hiciera o no hiciera gracia. Estudiaba en un colegio internacional, y aunque los sobresalientes adornaran su historial, aseguraba que sólo empollaba a fondo la víspera de los exámenes, que prefería dedicar su tiempo libre al tenis, la acuarela y el piano.

Rompecorazones confesa, Carolina hablaba abiertamente de sus conquistas, del chico con el que acababa de romper o con el que estaba empezando. Nos enseñaba fotos. Eran todos como ella.

Carolina jamás había tenido nada con ningún veraneante, aunque Juan o Miguel fueran guapos. Era como una extraña norma autoimpuesta.

Que aquel verano Carolina me eligiera a mí como su amiga íntima me hizo mucha ilusión. Hasta entonces apenas hablábamos.

Ya lo he dicho: éramos muy diferentes.

Yo sí tenía que estudiar bastante para sacar buenas notas, poco o nada sabía de romances, y mis grandes aficiones eran leer y escribir historias de terror y fantasía en la vieja Olivetti de mis abuelos. Hasta hacía poco, no se las enseñaba a nadie. Pero gracias a un trabajo del instituto, una profesora había descubierto mi afición, y no paró hasta que participé en un certamen literario para jóvenes convocado por su caja de ahorros.

Achaqué el cambio de actitud de Carolina conmigo a dos motivos: a mi gran mejora física ―me había quitado el aparato, dejado crecer el pelo y comprado ropa favorecedora―, y a que, de pronto, Miguel me hacía caso.

Desde el primer día de vacaciones, Miguel se sentaba a mi lado en la playa, se interesaba mucho por lo que yo contaba, y al descubrir mi amor por la literatura de terror, me trajo un par de libros de su padre, profesor universitario: de Edgar Allan Poe y de Shirley Jackson. Cuando me los dio, acaricié sus cuidados lomos con avidez. A Poe ya lo conocía. Shirley Jackson se me antojaba un delicioso misterio. «Tenemos que hacer la ruta por el faro abandonado, parece siniestro», me propuso Miguel un día, aludiendo a una excursión que nunca terminábamos de hacer. Asentí encantada.

El interés de Miguel por mí provocó la sorpresa de los chicos, la suspicacia de las chicas, la simpatía de Carolina.

Carolina venía a buscarme para ir a la playa muy temprano. Llegábamos las primeras. Nos daba tiempo a hablar a solas un buen rato. Me contaba cosas sobre Miguel, al que veía el resto del año porque vivían cerca y tenían amigos comunes. Algunas me entristecían, como su historial amoroso, sobre todo, porque Carolina me describía a chicas totalmente opuestas a mí. Pero a continuación, me animaba. «Si dejas de ser tan tímida, podéis tener algo. Porque eso es lo que quieres, ¿verdad?», decía con un mohín. Y me hablaba de lo contenta que estaba con su novio de entonces, un estudiante de intercambio irlandés.

Cuando llegaban los demás, notaba caras de disgusto en las chicas al vernos solas. Carolina ponía cualquier excusa y se alejaba con su toalla un poco, para que Miguel y yo tuviéramos intimidad.

Los fines de semana, de fiesta por el casco antiguo, Carolina no era tan discreta. Maquillada, con sus vestidos brillantes, nos tomaba el pelo a Miguel y a mí. Bailaba con ambos, nos mareaba un rato, y luego se iba con los demás, dejándonos abrumados. A Miguel, sobre todo, que ya no sabía cómo seguir la conversación.

Una noche, en el baño de un pub, Carolina sacó cajitas y brochas de su bolso, y con habilidad y rapidez me maquilló. Cuando terminó, satisfecha, me obligó a mirarme al espejo. Me asusté: ¿cómo podía parecerme tanto a ella?

No noté ningún cambio en Miguel cuando me vio. Tampoco el día que me puse el bikini metalizado de Carolina para ir a andar en pedalous, o cuando un domingo lluvioso, jugando al trivial en un bar, por consejo de mi celestina, le seguí la corriente al camarero.

Mi relación con Miguel se fue enrareciendo, enfriando. En la playa comenzó a preferir las conversaciones grupales, y Carolina dejó de intentar ayudarme.

Una noche, en mitad de una discoteca, repentinamente, Carolina rompió a llorar, confesó que su novio la había dejado por carta, y salió del local como una exhalación. Miguel la siguió con gesto consternado. Dudé un poco, pero salí yo también. Me los encontré abrazados.

Los días siguientes fui el paño de lágrimas de Carolina, entraba en bucle relatando las maldades del irlandés y no quería ver a nadie más que a mí. Perdí de vista a Miguel, a todos, y justo cuando Carolina estaba mejor, tuve que volver a la ciudad con mi familia. Unos pocos días. Eran fiestas. Lo hacíamos todos los años.

A menudo pienso qué habría ocurrido si aquel verano no hubiera ido a la ciudad. Si hubiera suplicado a mis padres que me dejaran quedarme. Quién sabe.

En cuanto regresé y bajé a la playa, supe que había sucedido lo que siempre me había temido: Miguel y Carolina no estaban por ninguna parte, y la gente me miraba con lástima, curiosidad o malicia. Alguien mencionó el faro.

Me tumbé boca abajo para que no vieran mis lágrimas. No volví a pisar aquella arena en lo que quedaba de verano.

Poe y Shirley Jackson no tenían la culpa, pero en cuanto llegué a casa cogí los libros de Miguel dispuesta a tirarlos por la ventana. Afortunadamente, mi madre me interrumpió. Se le había olvidado darme una cosa: entre la correspondencia acumulada de nuestro buzón habitual había una carta para mí. Provenía de una caja de ahorros. Algo sobre un premio literario.

Leí la carta, supe que había ganado, las ganas de llorar y maldecir se esfumaron, y sentí que yo pertenecía a un mundo en el que ni Carolina ni Miguel tenían cabida.

Un mundo hermoso, extraño, extraordinario. 

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