domingo, 9 de agosto de 2020

Casa de verano

 

Llegué a la casa de la playa un día antes que Julio y los niños. Para adecentarla y aprovisionarla. Aquel año estaríamos allí los dos meses, algo que hacía mucho que no sucedía. Fue comenzar a hacer dinero con los restaurantes y dedicar la segunda parte del verano a viajar al extranjero. Pero entonces las cosas eran diferentes. La cuarentena nos había dejado poco boyantes y con una necesidad imperiosa de sol, mar y calma ―la cuarentena os dejó muy mal―.

Bajé del autobús y recibí con regocijo el aroma del mar. ¿Cuánto hacía que no pisaba aquel pueblo? Desde el pasado septiembre, ¿no? Para limpiar la casa tras el paso de los últimos inquilinos ―no―.

El pequeño supermercado estaba abierto. Me recoloqué los pelos atrapados por la mascarilla y entré. Me dio la sensación de que hacía siglos que no pisaba un supermercado. Disfruté como una chiquilla moviéndome por sus pasillos. Puse en la cesta los ingredientes necesarios para prepararles un gran desayuno a Julio y a los niños. Me molestó bastante que los demás clientes no portaran mascarillas y que me miraran a mí, que sí la llevaba, con asombro y recelo. Ni siquiera la cajera la lucía. Estuve a punto de recriminarla, pero yo nunca he sido una chivata. Pagué con uno de los billetes que llevaba bien guardados en el sujetador chivata no, ladrona sí y salí.

 No me crucé con ningún vecino de la urbanización. Mejor. No me apetecía hablar con nadie.

Cogí la llave de nuestro escondite secreto, la jardinera de las lilas, y abrí la puerta. En cuanto levanté las persianas descubrí que allí había grandes cambios. Los deslucidos sofás grises habían sido sustituidos por un bonito conjunto de sofá y butacas de un enérgico amarillo, los cuadros baratos habían dado paso a hermosos óleos con motivos marinos, la cabecera de la cama era entonces una maravilla de acero trenzado, y los baños… Estaban irreconocibles.

Lo que no me gustó fue que Julio hubiera guardado nuestras fotos familiares: no las veía por ninguna parte. Porque no cabía duda de que todo aquello se trataba de una sorpresa de Julio. Pero ¿cuándo lo había hecho? ―imposible.

Me quedé petrificada frente al hermoso escritorio índigo del cuarto de los niños, y presa del desconcierto, la emoción y un extraño cansancio, rompí a llorar. De forma desgarradora e inconsolable. ¿Tanto me había contenido durante aquella cuarentena? La verdad es que yo siempre había sido una persona extremadamente contenida. Como mucho, perdía el control dos veces al año. Y para que eso sucediera debía tratarse de algo tremendo ―irreversible―. Entonces reventaba como una olla a presión y, o bien hacía daño a quien me lo había hecho, o bien entraba en estado de shock.

Sin poder remediarlo, caí redonda sobre una de las dos camas. Desperté mucho después con un tremendo dolor de cabeza y la boca seca. Las bolsas de la compra me miraron recriminadoras desde el suelo. Había tenido una serie de horribles pesadillas. En la peor de todas, unas tremendas llamas de fuego se comían la casa de la ciudad y no podíamos salir por estar en cuarentena ―recuerda―.

 Miré alterada por la ventana. El sol estaba a punto de desaparecer por el horizonte marino y yo aún no había hecho nada. No podía ser. Saqué fuerzas de flaqueza, me bebí una de las cervezas con tequila que había comprado me supo a gloria, ¿cuánto  hacía que no tomaba una?―, y me puse manos a la obra. La remodelación total de la casa incluía nuevos productos de limpieza que olían de cine, una escoba intacta, paños y estropajos de todos los tamaños. Con ellos froté, desempolvé y lustré azulejos, maderas, grifos y cristales. Hasta le di una buena pasada a la terraza. Acabé exhausta, pero entonces tocaba lo más importante: cocinar. Para mi familia. Las torrijas, el pan de jengibre y el tiramisú que tenía en mente.

 De nuevo, sentí que las fuerzas me fallaban. Recurrí a otra cerveza y una bolsa de patatas fritas, y me mojé la cabeza en el fregadero, y me pellizqué las mejillas. Me obligué a no dormirme ―ya lo estás―. Debía cocinar para las personas que más quería. Había cocinado mucho durante el encierro, sola, y con Julio, y con los niños. Y los niños lo habían hecho. Solos. Cómo les gustaba. A Estela, sobre todo. Los pasteles al horno ―Estela, el horno―. Pero aquel festín era para celebrar el final de una etapa de oscuridad.

Busqué las herramientas necesarias en aquella cocina nueva, mezclé y cociné los ingredientes de forma eficaz y ordenada, y mientras lo hacía, entré en una suerte de trance. Qué felicidad proporcionaba el centrarse en una tarea y no pensar en nada más ―trance dentro del trance―. Terminé tarde, ¿qué hora sería? Dejé el tiramisú en la nevera, desmoldé el pan de jengibre con mimo y las torrijas las coloqué sobre una coqueta bandeja cubierta de papel de aluminio. Y pringada de mil y una delicias y las sienes ardiendo, perdí el conocimiento. Caí sobre el suelo de baldosas ambarinas ―Dorothy: abandona Oz―.

Estando inconsciente, me atormentaron las mismas pesadillas del cuarto de los niños. Esta vez las llamas fueron tan vívidas que cuando unas manos insistentes me hicieron despertar, grité aterrada creyendo que la cocina ardía. Pero no lo hacía. Lo comprobé mientras Julio, con ojos espantados, trataba de tranquilizarme. Julio, qué diferente estaba ―viejo―. Se lo dije, acariciándole la mejilla. No contestó. Detrás de él había un adolescente, alto y guapo, mirándome con aún más estupor, y junto a él, una mujer con un vestido amarillo buscando algo en el móvil con gesto desesperado. «Lucas, ya lo tengo: Centro de Salud Mental Nuestra Señora del Carmen. Llama tú, creo que es lo más adecuado», dijo de pronto la mujer. Entonces comprendí quién era aquel muchacho, que no volvería a ver a Estela en este mundo, que la cuarentena de 2020 había finalizado hacía mucho tiempo.

 

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