Sucedió hace bastante, al final de mi segundo año en París, donde estudiaba danza. A las puertas de la Navidad, tras muchos días de dudas, pesares y aislamiento, yo había tomado una drástica decisión.
Quedé con la primera persona que debía saberlo en los Jardines de Luxemburgo.
Su nombre era
Mark. Puse como excusa devolverle el hervidor de agua que me había prestado.
Llegué antes de tiempo. A pesar del frío, en el parque había tanto trajín
como siempre. Tuve suerte, nuestro banco, el banco donde nos habíamos
conocido, estaba libre. Decidí endulzar la espera con las galletas Moulin
Blanc que llevaba en el bolso. Al fin podía comerlas. Pero no llegué a
abrir el paquete. Un hombre apareció de repente.
—Señorita, ¿le importaría que me sentara?
—me preguntó señalando una silla cercana. Hablaba en un francés trufado de un acento
inidentificable.
—Faltaría más —contesté—. Estos
asientos son de todos.
El tipo sonrió enseñando dos dientes
de oro. Rondaría los sesenta; era alto y flaco; iba vestido a base de prendas
oscuras; tenía la tez aceitunada, barba de chivo y el cabello largo, espeso y surcado
de canas. Portaba bolsas de viaje, en sus manos y a sus espaldas, de donde sobresalía
el mástil de una guitarra.
—Me daba la sensación de que quería
estar sola. Pero es que he quedado justo aquí con mi mujer —dijo.
Pese a su aspecto, parecía pacífico.
—Yo también he quedado aquí con un
amigo —dije.
—De todos
modos, muchas gracias, señorita…¿italiana, inglesa, polaca?
Confesé mis orígenes.
—Oh, disculpe —dijo poniéndose una
mano sin anillos sobre el pecho—. Parece que estoy perdiendo mi sensor de raíces.
Y dejó toda su carga en el suelo y se
sentó en mi banco. Mi gesto de sorpresa habló por sí solo.
—En cuanto venga mi mujer o su amigo
me levantaré —anunció mientras se sacaba del bolsillo un mechero y un paquete de
cigarrillos.
Inconscientemente me puse tensa, y un
terrible latigazo recorrió mi espalda.
—¿Se encuentra bien? Tiene mala cara
—dijo encendiéndose un pitillo.
—Me duele la espalda. Estoy tomando
algo, pero el dolor va y viene —expliqué.
—Ay, el dolor, qué mal compañero de
viaje. Todo un bribón, junto con la vejez y el fracaso… —dijo.
—«El
fracaso» —repetí amargamente.
—Señorita, cualquiera diría que usted
conoce el significado de esa palabra… —dijo.
—Creo que
lo conozco: tras dos años, abandono el que creía mi sueño, la danza. Para eso
vine a París, para seguir formándome. Pero se acabó —dije sorprendiéndome a mí
misma por confesarme ante un desconocido.
—¿Y por qué lo deja? ¿Su espalda…? —preguntó.
—No. Irónicamente
la espalda me ha empezado a doler cuando he parado de bailar. Lo dejo porque es
muy duro y he descubierto que no soy lo suficientemente buena. Mis profesores y
los directores de varias pruebas me han hecho verlo —aclaré.
—Así que no es nada físico —dijo
amusgando la mirada.
Guardé silencio. Miré mi móvil: Mark
llevaba un retraso insólito. Iba a escribirle, pero el tipo volvió a hablar.
—Yo también me llevé un disgusto cuando perdí el puesto de Papá Noel en las Galerías Lafayette. ¿No me cree? —preguntó ante mi cara de pasmo—. Verá, hace años yo tenía mucho mejor aspecto, y cantaba y tocaba la guitarra como Georges Moustaki. Actuaba en el metro, en la calle, ocasionalmente, en locales. Sólo ambicionaba ganar unos pocos francos. Pero una noche, un tipo terriblemente educado y elegante me dio su tarjeta. Era representante de artistas. Y empecé a asistir a pruebas, pruebas de todo tipo. Yo le ponía ganas y simpatía a todo, y un buen día me llamaron y me dijeron que me habían cogido para algo muy gordo: ser el Papá Noel de Galerías Lafayette. Imagínese qué contento me puse. Yo, un bala perdida, interpretando al símbolo de la Navidad en las jodidas Galerías Lafayette. ¡Pasta y gloria! Pero enseguida el sueño se convirtió en pesadilla... Fue por defender a una chica de un par de tipos en una discoteca. Uno de los agresores me hizo esto —y el hombre se apartó el pelo del lado izquierdo de su rostro y me mostró una horrible cicatriz. Lancé un bufido; él se carcajeó y siguió hablando tranquilamente—. Resultó que la chica a la que socorrí era la hija de un jeque que no sabía nada de la disoluta vida de su niñita, y para no ser descubierta, la pija se negó a testificar. En resumen: lo único que saqué de defenderla fue quedar desfigurado y ser despedido de las Galerías Lafayette. Mi representante me abandonó, y yo volví a la precariedad. ¡Fin!
Y el hombre escupió al suelo, y sin dejarme decir nada, me lanzó una
estocada:
—Cómo
me recuerdas tú a la princesita árabe. Ni quiero saber cuánto les habrá costado
a tus padres esa academia que abandonas por pura zanganería.
Tarde en asimilar el ataque. Confundida,
me levanté, me alejé unos pasos y llamé a Mark.
—No creo que Mark coja: se quedó sin
batería en cuanto llegó aquí —me advirtió aquel canalla encendiéndose otro
cigarro.
—¿Pero qué dice? ¿Cómo sabe quién es
Mark? —pregunté escandalizada.
—Porque he estado con él un buen rato,
en este banco. Se marchó poco antes de que llegaras. Le diste mal la hora. He
ido a por tabaco y al verte me he dado cuenta.
Rápidamente miré en mis mensajes
enviados: tenía razón.
—¿Y por qué no me ha dicho nada? —gemí.
Mark volaba aquella noche a Irlanda para pasar las fiestas. Después volvería a
París; yo no.
—Mark me ha parecido un buen chico. Me
ha hablado de ti, y dudo que te lo merezcas. Dame veinte euros y te contaré
nuestra conversación —dijo sonriendo maquiavélicamente.
Quise insultarle, pero no me salió. Marché
corriendo rumbo a la parada de taxis. Con la espalda dolorida y el hervidor a cuestas.
Las carcajadas del Papá Noel de Galerías Lafayette me acompañaron durante
buena parte de mi huida.
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