miércoles, 15 de julio de 2015

Las primas se enfadan



Natalia había dado a luz a su primer retoño y yo, aún disgustada por las últimas cenas con mis primas y estando muy ocupada y agobiada con el pre-cursillo de la Didascalia, no me había decidido a hacer novillos un par de horas para ir a ver al hospital a la recién mamá. Con peluche y ramo de flores comprados entre todas las primas. Y mi no-acción había levantado ampollas. Además de suaves regañinas por parte de mis primas más pacíficas, Pilar, María y Mónica, me había ganado a pulso que Natalia no me respondiera ni a mis mensajes ni a mis llamadas, y, lo más duro, absurdo e injusto de todo, la tía Carmen, la mamá de Mónica y Virginia, se había atrevido a telefonear a mis padres para declararles lo disgustadas que se sentían “las niñas” conmigo, por mi “extraña” y “poco humana” actitud. Pero la cosa no acababa ahí, y esto era lo que realmente me ponía los pelos como escarpias venenosas deseosas de desprenderse de mi cuerpo e incrustarse en carnes ajenas: la pomposa tía Carmen, siempre tan afectada y poética a la hora de expresarse, se atrevió a relatarles a mis pobres y atónitos progenitores que en la última cena que habíamos tenido “todas las niñas” (se refería a la de Semana Santa), yo había respondido de muy malas maneras a una simple y natural sugerencia de su hija Virginia insinuando, agárrese bien Mayor Tom y tome todas las píldoras calmantes que tenga a mano, que al ser la prima con los padres económicamente mejor situados, yo, a diferencia de ellas, no tenía que rebajarme a hacer tareas de chacha. Literalmente, sí, mi tía dijo “tareas de chacha”.


            La tía Carmen pretendía que el contenido de su llamada quedara entre mis padres y ella (en teoría, Virginia no sabía nada), pero mis padres no pudieron contenerse y me lo contaron.


La falsedad que latía en la acusación de mi tía en cuanto a las palabras y las expresiones exactas que yo había empleado en mi dura réplica a su inocente —reventémonos de risa— Virginia, no hacía sino confirmar lo que a veces habíamos comentado tímidamente en mi pequeño núcleo familiar: que la tía Carmen, a diferencia de sus hermanos, era algo envidiosa y bastante aficionada al poco noble arte del malmeter. Hasta aquel día lo había sido a un nivel ridículo e inocuo, al menos, para nosotros. Pero entonces había alcanzado unas cuotas más peligrosas.


 Mi madre no dudó ni un segundo de mí y contestó secamente a mi tía. Que no se podía creer que yo me hubiera mostrado tan altiva como ella insinuaba, y menos con alguien de mi familia, y que hubiera utilizado la expresión “tareas de chacha”, y que tenía toda la vida del bebé de Natalia por delante para visitar a madre e hijo y deleitarme con ellos. Y mi padre, mucho más moderado, trató de calmar los ánimos de su hermana con dulces palabras pero dejando claro en todo momento que confiaba plenamente en mi bondad y en mi comportamiento, siempre gentil y contenido, y que había que tener en cuenta en qué situación me encontraba yo para comprender que no podía aceptar bien que alguien, aunque se tratara de mi amantísima prima, me animara a trabajar en el ser servicio doméstico, algo tan lejano de mi nivel de estudios, y que no entendía tanto revuelo por no haber ido a visitar a madre e hijo al hospital.


            Y yo quise coger el teléfono y decirle cuatro cosas a la tía Carmen y exigirle luego que me pasar a su hija mayor, pero mis padres no me lo permitieron al verme tan alterada e indignada como estaba, y luego se lo agradecí. En cambio, contenerme para no enviar un mensaje de móvil destructor a Virginia fue una titánica labor de contención que corrió únicamente de mi cuenta.


            Finalmente, la sangre no llegó al río. La tía Carmen, sorprendida y algo atemorizada ante la reacción de mis padres, mostró algo parecido a una disculpa (quizás no había entendido muy bien a su querida Virginia) y afirmó que era lógico que estando yo en la situación en la que estaba, soltera, sin novio, sin trabajo y viviendo en la casa de mis padres, pudiera estar haciendo cosas impropias de mí. Y que hablaría con “las niñas” para que no se enfadaran conmigo y prepararan otra cita para ir a ver a la mamá primeriza y al retoño.


            Me gustó que mis padres, por primera vez en mucho tiempo, no se mostraran dispuestos a poner la otra mejilla para evitar problemas en el seno de la santa institución de la Familia. Y hasta recibí una apasionada explicación de mi madre para aquel problema: “Esas crías siempre te han tenido celos porque eres más lista, guapa y educada que todas ellas, y ahora que te ven sin pareja y sin trabajo, se ceban contigo. Y la tía Carmen es una mocosa más, la peor de todas”.


Otro golpe mortal contra mi hasta entonces edulcorada y miope visión de la realidad. Y de nuevo, la dichosa palabreja: envida. Envidia, envidia… ¿De veras que yo podía despertar aquel pecado capital en otras personas, en mis primas, sin ir más lejos, que lo tenían todo, es decir, todo lo que querían, mientras que yo no tenía nada, nada de lo que ellas, en teoría, anhelaban?


            No entendía nada.

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