Natalia había dado a luz a su primer
retoño y yo, aún disgustada por las últimas cenas con mis primas y estando muy
ocupada y agobiada con el pre-cursillo de la Didascalia, no me había decidido a
hacer novillos un par de horas para ir a ver al hospital a la recién mamá. Con
peluche y ramo de flores comprados entre todas las primas. Y mi no-acción había
levantado ampollas. Además de suaves regañinas por parte de mis primas más
pacíficas, Pilar, María y Mónica, me había ganado a pulso que Natalia no me
respondiera ni a mis mensajes ni a mis llamadas, y, lo más duro, absurdo e
injusto de todo, la tía Carmen, la mamá de Mónica y Virginia, se había atrevido
a telefonear a mis padres para declararles lo disgustadas que se sentían “las
niñas” conmigo, por mi “extraña” y “poco humana” actitud. Pero la cosa no
acababa ahí, y esto era lo que realmente me ponía los pelos como escarpias
venenosas deseosas de desprenderse de mi cuerpo e incrustarse en carnes ajenas:
la pomposa tía Carmen, siempre tan afectada y poética a la hora de expresarse,
se atrevió a relatarles a mis pobres y atónitos progenitores que en la última
cena que habíamos tenido “todas las niñas” (se refería a la de Semana Santa),
yo había respondido de muy malas maneras a una simple y natural sugerencia de
su hija Virginia insinuando, agárrese bien Mayor Tom y tome todas las píldoras
calmantes que tenga a mano, que al ser la prima con los padres económicamente
mejor situados, yo, a diferencia de ellas, no tenía que rebajarme a hacer
tareas de chacha. Literalmente, sí, mi tía dijo “tareas de chacha”.
La
tía Carmen pretendía que el contenido de su llamada quedara entre mis padres y
ella (en teoría, Virginia no sabía nada), pero mis padres no pudieron contenerse
y me lo contaron.
La falsedad que latía en la
acusación de mi tía en cuanto a las palabras y las expresiones exactas que yo
había empleado en mi dura réplica a su inocente —reventémonos de risa— Virginia,
no hacía sino confirmar lo que a veces habíamos comentado tímidamente en mi
pequeño núcleo familiar: que la tía Carmen, a diferencia de sus hermanos, era
algo envidiosa y bastante aficionada al poco noble arte del malmeter. Hasta
aquel día lo había sido a un nivel ridículo e inocuo, al menos, para nosotros.
Pero entonces había alcanzado unas cuotas más peligrosas.
Mi madre no dudó ni un segundo de mí y
contestó secamente a mi tía. Que no se podía creer que yo me hubiera mostrado tan
altiva como ella insinuaba, y menos con alguien de mi familia, y que hubiera
utilizado la expresión “tareas de chacha”, y que tenía toda la vida del bebé de
Natalia por delante para visitar a madre e hijo y deleitarme con ellos. Y mi
padre, mucho más moderado, trató de calmar los ánimos de su hermana con dulces
palabras pero dejando claro en todo momento que confiaba plenamente en mi
bondad y en mi comportamiento, siempre gentil y contenido, y que había que
tener en cuenta en qué situación me encontraba yo para comprender que no podía
aceptar bien que alguien, aunque se tratara de mi amantísima prima, me animara
a trabajar en el ser servicio doméstico, algo tan lejano de mi nivel de
estudios, y que no entendía tanto revuelo por no haber ido a visitar a madre e
hijo al hospital.
Y yo
quise coger el teléfono y decirle cuatro cosas a la tía Carmen y exigirle luego
que me pasar a su hija mayor, pero mis padres no me lo permitieron al verme tan
alterada e indignada como estaba, y luego se lo agradecí. En cambio, contenerme
para no enviar un mensaje de móvil destructor a Virginia fue una titánica labor
de contención que corrió únicamente de mi cuenta.
Finalmente,
la sangre no llegó al río. La tía Carmen, sorprendida y algo atemorizada ante
la reacción de mis padres, mostró algo parecido a una disculpa (quizás no había
entendido muy bien a su querida Virginia) y afirmó que era lógico que estando
yo en la situación en la que estaba, soltera, sin novio, sin trabajo y viviendo
en la casa de mis padres, pudiera estar haciendo cosas impropias de mí. Y que
hablaría con “las niñas” para que no se enfadaran conmigo y prepararan otra
cita para ir a ver a la mamá primeriza y al retoño.
Me
gustó que mis padres, por primera vez en mucho tiempo, no se mostraran
dispuestos a poner la otra mejilla para evitar problemas en el seno de la santa
institución de la Familia. Y hasta recibí una apasionada explicación de mi
madre para aquel problema: “Esas crías siempre te han tenido celos porque eres
más lista, guapa y educada que todas ellas, y ahora que te ven sin pareja y sin
trabajo, se ceban contigo. Y la tía Carmen es una mocosa más, la peor de todas”.
Otro golpe mortal contra mi hasta
entonces edulcorada y miope visión de la realidad. Y de nuevo, la dichosa
palabreja: envida. Envidia, envidia… ¿De veras que yo podía despertar aquel
pecado capital en otras personas, en mis primas, sin ir más lejos, que lo
tenían todo, es decir, todo lo que querían, mientras que yo no tenía nada, nada
de lo que ellas, en teoría, anhelaban?
No
entendía nada.
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