Cada vez que yo entraba en aquel
edificio modernista construido a finales del siglo XIX, me sentía como el
personaje de una película de suspense o de terror gótico. Si ya la fachada, de
piedra almohadillada y con toda clase de elementos ornamentales como la cabecita de un querubín con gesto de guardián receloso, señoriales balcones y una imponente puerta presidida por un rosetón, era soberbia, qué decir de su interior,
agasajado con lámparas estilo araña, alfombras y tapices barrocos, techos altísimos y
vidrieras de colores. Ni siquiera los ordenadores que tenía para la
búsqueda de obras lograba que aquel halo de clasicismo y majestuosidad
chirriara lo más mínimo.
Cuando entraba en Bidebarrieta las
cosas pasaban a otro estadio. Porque allí adentro todo era noble, bello, armónico,
ordenado. Afuera ya podía tronar y diluviar, estallar una guerra
nuclear o extenderse una epidemia zombi, que daba igual. Dentro de aquellos esplendorosos
muros nada malo podría ocurrirme.
Solía pasarme por aquella biblioteca
una vez cada dos semanas, si es que antes no había encontrado lo que quería en
las bibliotecas de la Alhóndiga o San Francisco. Una vez allí, a no ser que
quisiera un libro de los guardados en la misteriosa e inaccesible para el
público planta baja, subía a su primer piso, y allí, tras observar
hipnotizada el gigantesco espejo de marco dorado que le daba la bienvenida al
visitante (no sabía qué tenía aquel espejo que me dejaba hipnotizada), entraba
en la sala llamada “Vida cotidiana”, que tenía libros, películas y discos
perfectamente colocados, palpables y prestables. Muchas veces llovía afuera,
hablamos de Bilbao, y entonces mi paraguas húmedo supuraba gotitas de agua en la bolsita
transparente ofrecida en la entrada para no mancillar el divino suelo de
Bidebarrieta. Procuraba caminar casi de puntillas por el crujiente suelo de
“Vida cotidiana” cuando llevaba zapatos especialmente ruidosos, y sin rumbo ni
destino, pasando de una balda a otra sin ninguna clase de orden o intención, de
autor a autor, de obra a obra, muchas veces desconocidos para mí y con la
sinopsis de su lomo como única brújula, solía salir de allí con dos libros,
casi siempre, en un estado de conservación decente. Cuando no era sí, mi madre me
regañaba. “Menudo festival de ácaros nos has metido en casa”, decía. Pero a mí
me daba igual: todo fuera por leer Madame
Bovary o la Divina Comedia de
forma inmediata y en papel.
A Magdalena, que tenía que leer tres
o cuatro libros al mes para sus reseñas en La
paragüería del señor Kafka, los libros de la biblioteca le daban asco, así
que optaba por los préstamos y los libros electrónicos. Por una cuestión
económica, pocas veces se compraba un libro. Y eso que por trabajar donde
trabajaba, en la sección de librería tenía cierto descuento. A veces se paseaba
por dicha sección, charlaba con los compañeros que allí trabajaban y se tiraba
de los pelos cuando le contaban que los libros más vendidos eran “best-sellers pestilentes”, utilizando
sus propias palabras. Yo le decía que me parecía normal que la mayoría de la
gente quisiera literatura fácil de leer y de evasión, de la misma manera que
sucedía con el cine, y entonces ella se ponía hecha un basilisco y me hacía
listas de grandes obras de la Literatura Universal que en sus tiempos habían
sido auténticos best-sellers y
hablaba de lo tonta, de lo cada vez más tonta, que era la gente, y decía que
cuando ella iba a ver una película mala y comercial era consciente de ello y lo
reconocía tranquilamente, pero que eso no ocurría con los lectores de
literatura basura, que encima de leer aquellos engendros reivindicaban sus
elecciones con argumentos como“algo que gusta tanto no puede ser tan malo” o que
“lo importante es que te guste a ti”.
Carolina
tampoco era de ir a bibliotecas. Pero nunca decía que porque le dieran asco.
Pero
qué me importaba a mí que mis amigas no compartieran mi amor por Bidebarrieta,
que también tenía un precioso salón de actos con frescos en el techo y cortinas
de terciopelo verde manzana donde muchas veces al año venían personalidades de
todo tipo a dar interesantes charlas. Mis periplos por aquellos lares era uno
de los bálsamos que me aplicaba para lograr quitarle algo de amargura a mi rutina
de desempleada, y bueno, el hecho de que de vez en cuando coincidiera por allí
con cierto muchacho, no hacía sino alegrar aún más mis visitas bibliófilas.
El
Señor Misterioso, como le bauticé enseguida, tendría mi edad, algún año menos,
quizás. Era de mediana estatura y ni flaco ni corpulento; tenía el pelo negro y
abundante, la piel pálida, y vestía con prendas informales que no deportivas.
Siempre llevaba consigo una misteriosa carpeta color yema de huevo y al igual
que yo, pasaba mucho tiempo curioseando en las baldas de “Novedades”, pero
también husmeaba bastante en discos y en películas. Apenas levantaba la vista
de los objetos que despertaban su interés y nuestros ojos nunca se habían
chocado, así que yo no sabía si alguna vez él había sido consciente de mi
presencia.
—¿Por
qué no le dices algo, ya, de una vez? —Me animaba Carolina con el brillo de la
ansiedad en sus ojos cristalinos—. No sé, cualquier cosa, una pregunta, un “tu
cara me suena de algo, no habrás estudiado en no sé dónde”, algo. Porque está
claro que no te lo encuentras nunca fuera de Bidebarrieta.
Y yo sonreía negando con la cabeza.
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