Hoy en la radio han dicho que los que nos
estamos quedando en casa somos verdaderos héroes.
No seré yo quien les
contradiga, si desde que ha empezado esto ya les he parado los pies a varios maleantes.
Es lo bueno de tener una terraza que da a la calle principal y contar con una generosa
provisión de cervezas y muy buena puntería: mi gran poder.
Y yo soy de los que piensan que todo gran poder
conlleva una gran responsabilidad.
De todos mis logros estoy especialmente
orgulloso del de ayer. Cada vez que me acuerdo de aquel pobre vagabundo… Se
trataba de un chaval larguirucho, despelujado y mal vestido, con ropa de
colores chillones que le venía grande, seguramente, sacada del economato. El chico
iba tan tranquilo por la calle, con una enorme bolsa de plástico donde debía de
llevar todas sus posesiones, y de repente, se le echaron encima tres
estrafalarios personajes: un tipo cubierto con una suerte de hábito de monja, una
vedette con un bañador con la bandera de los Estados Unidos y un pirado con
mallas azules y calzoncillos rojos. ¿De dónde diantre salieron semejantes esperpentos?
¿De un circo?
Gracias a Dios, fui rápido e hice lo que
tenía que hacer: bombardearles con mis latas de cerveza mientras gritaba bien
alto «¡Fuego, fuego!», la única manera de que la policía llegue. Y aquellos
payasos se quedaron helados. Dirigieron sus miradas a mi balcón y comenzaron a
increparme. Afortunadamente, mientras lo hacían, al pobre mendigo le dio tiempo
a escapar. Subió por la escalera de incendios de un bloque cercano ayudado por
una peculiar vecina, una mujer a la que debe de irle el sadomasoquismo a
juzgar por su atuendo de charol negro. De la bolsa sólo se le cayó un objeto,
un muñeco en forma de pingüino que en contacto con la acera comenzó a dar botes.
Una monería.
Pero a sus atacantes no les hizo nada de gracia, porque se
lanzaron sobre el juguete y lo hicieron añicos. Bestias. Me dieron ganas de
seguir aporreándolos, pero se esfumaron, seguramente amedrentados por mi
ataque. Y estaba a punto de entrar en el salón para skypear con mi familia, cuando
recibí una agradable sorpresa: de los balcones de toda la calle comenzaron a
salir vecinos y más vecinos a aplaudirme enérgicamente por mi acto de valentía.
Emocionado, les di las gracias con una reverencia. Justo entonces, las campanas
de la catedral de Gotham dieron las ocho.
Me gusta mi nueva ciudad.
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