Nadie se esperaba
que viniera. Llegó poco después de los tíos de Galicia. Ya estábamos todos a la
mesa.
El viejo mantel rojo, verde y blanco estampado a base de renos y acebo delataba
que era la víspera de Navidad. La cena estaba a punto de comenzar, idéntica a
la de todos los años; bueno, no, miento: como la de todos los años no, porque
aquel año no contábamos con el abuelo. Pero él apareció.
Fui la primera en escuchar sus
pasitos por el pasillo, acercándose poco a poco. Cortos y lentos pero
imparables. Y el repiqueteo de su bastón contra el suelo. El resto de la
familia fingió que no pasaba nada, pero todos podíamos escucharlo. Y por fin
asomó por la puerta su cabeza, cubierta con la omnipresente boina negra y
luciendo unos ojillos pícaros que revestían alegría y emoción contenidas al
saberse anfitrión de la única cena del año que reunía a toda la familia. La
casa entera estaba engalanada a base de bolitas de colores, espumillones y
nuestras torpes manualidades escolares, que al abuelo, sólo al abuelo, le
encantaban. Pero él no debía estar allí, y sin embargo, entró como si nada. Llevaba su viejo abrigo marrón y la bufanda de cuadros escoceses completamente
calados. Fuera llovía, y el abuelo nunca usó paraguas.
Le observamos angustiados mientras se acercaba
a la mesa. Nadie le dijo nada. No nos levantamos a recibirle. Y él tenía cara
de no comprender nada. «¿Pero dónde me siento?», preguntó con ingenuidad porque
mi padre ocupaba el que había sido su sitio Navidad tras Navidad, y no parecía dispuesto
a cedérselo. La abuela volvió la cabeza. No quería ni mirarle. Y los demás no
se atrevían a explicarle lo que sucedía. Al final, como siempre, fui yo quien
tuvo que salvar la situación. Me levanté y besé al abuelo en la mejilla. Estaba
helado, como la última vez que le había besado. Y mal afeitado. Me raspó
ligeramente los labios. «Abuelo», le dije, «tienes que irte». Él no comprendía:
«¿Por qué, hija? Pero si es Nochebuena, pero si ésta es mi casa y vosotros sois
mi familia». «Que tienes que irte, abuelo», le insistí con un nudo en la
garganta porque me hubiera gustado que se quedara con nosotros, y ofrecerle
anchoillas en aceite, jamón serrano y ensaladilla rusa, que era lo que más le
gustaba, y después de los turrones, hacer pareja con él a la brisca. Pero aquello
era imposible. «Abuelo, que no puedes, que tú ya no estás aquí», tuve que
decirle. Y el pobre abuelo bajó la cabeza, caviló unos cuantos segundos y por
fin entendió. No le quedó más remedio que darse la vuelta con gesto abatido y
comenzar a desaparecer, pasito a pasito, con la ayuda de su bastón y en
completo silencio. Todos le mirábamos como estatuas de sal. Pero de pronto, la
abuela no pudo reprimir el llanto, y quiso salir tras él con un paraguas. «¡Un
paraguas, coge un paraguas! ¡De lo contrario pillarás un buen resfriado!», exclamó.
Tuve que detenerla y abrazarla fuertemente contra mí. Mis primos y los demás
mayores hicieron como si nada. Logré que la abuela volviera a su sitio y me
guardé para mí, bien adentro, mis preguntas: dime, abuelito, ¿hace mucho frío
por allí? ¿Te sientes solo o has conocido a alguien? ¿Te acuerdas de nosotros a
menudo? Pero hay preguntas que es mejor no
formular.
Me senté a la mesa. Había que seguir
con la cena y olvidar aquel incidente.
Era Nochebuena, y al día siguiente,
Navidad.
Felicidades y mucha suerte. Precioso relato, ojala y estas navidades yo hubiera tenido un instante con mi padre, como tu con tu abuelo. Y nunca se pueden sentir solo porque están en nuestros corazones y pensamientos.
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Marisol! Lo escribí hace tiempo, a punto de celebrar las primeras Navidades sin mi abuelo. Han pasado muchos años y sigo asimilando que él no está. Con mi abuela, que le sobrevivió seis años, lo mismo. Pero lo que dices...De nuestros corazones nunca se irán.
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