La televisión estaba trufada de debates políticos. El
país gemía herido de muerte por culpa de incontables casos de corrupción, y sus
protagonistas, colaboradores necesarios, vasallos y líderes espirituales, en
vez de sentirse avergonzados, parecían crecerse ante los inquisitoriales dedos
acusadores que les señalaban como deshonrosos ladrones. Los tertulianos de la
tele, divididos en dos flancos extremos, se dedicaban a despedazarse verbalmente
como verduleras sociópatas, los moderadores tomaban partido por una u otra
postura dependiendo del canal en el que estuvieran, surgían monstruos, dioses y
héroes mediáticos y nuevas formaciones políticas prometiendo arreglar el desaguisado,
y éramos muchos los que recibíamos sus indignadas proclamas, soflamas y
sentencias como bálsamo para los oídos, pero yo, en particular, acababa un poco
empechada de aquel banquete de grandes esperanzas. Mientras desayunaba, veía en
la televisión la primera tanda de estos debates, pero a los pocos minutos me sentía
tan saturada y nerviosa que terminaba por buscar aquel programa sobre crímenes
imperfectos. Prefería ver a norteamericanos psicopáticos que se pasaban el día
en la carretera, asesinado y transportando muertos de un Estado a otro, y a los
avispadísimos sheriffs y detectives que les acababan cazando por mínimos
errores.
Y también había futbol, mucho futbol, futbol a todas
horas, en forma de todo tipo de ligas, copas, torneos y amistosos, con sus
jugadores estrella haciéndose un hueco en la Historia gracias a sus habilidades
con el balón y sus conflictos humanos y profesionales. Y telebasura, mucha
telebasura en la que criaturas desvergonzadas y amorales gritaban y blasfemaban
como si cada día de su vida corrieran el riesgo de ser arrastradas al infierno
si se comportaban con elegancia y contención; series de entretenimiento con
toda clase de argumentos protagonizadas por jóvenes y atractivos actores que
hablaban con miradas penetrantes y seseos y susurros y se parecían demasiado
los unos a los otros, y que luego iban a fiestas y a festivales tan dispuestos
a hablar de sus futuros proyectos como de sus estilismos, con tanto brillo,
maquillaje y preparación a cuestas que apestaban a sintetismo y afectación.
E Internet ardía en noticias graves y estúpidas, en
imbecilidades hechas o dichas por celebridades y sus romances de pacotilla,
siempre enrollándose, desenrollándose y volviéndose a enrollar entre ellos o
con pobres anónimos que buscaban sus quince minutos de gloria, y haciéndose
fotos a sí mismos, solos, en pareja o en grupo, fotos de sus pechos, traseros y
abdominales, recién levantados o comiendo, vestidos, desnudos y semidesnudos,
en cruceros o rodeados de niños malvestidos de piel oscura.
Y había modelos, tandas y tandas de esqueletos
bronceados con palos en vez de piernas, bolas de silicona cosidas en el pecho y
melenas extra-largas posando en bragas y en alas, brazos en jarras, rostro de
perfil y boca entreabierta, mirando desafiante a un público al que enloquecían.
Y ropa, toneladas de ropa, trapos y trapitos, de precios irrisorios o
inalcanzables, bolsos y zapatos de todas las formas y colores posibles,
mezclados y remezclados, vestuarios enteros criticados por presuntos expertos y
mostrados por aficionados pretendiendo ser famosos o por famosos oficiales que
parecían querer decirnos cómo debíamos vestirnos para ser un poco menos
vulgares aunque nunca fuéramos a ser tan estilosos como ellos.
Había tantos datos… Montañas de datos en la Red, datos
macroeconómicos, sociológicos, astronómicos o nutricionales, todos mezclados,
casi sin contrastar y organizados sin criterio alguno en páginas y más páginas
multicolores, llenas de pestañas que llevaban a otras páginas con otras
informaciones que a su vez llevaban a otras páginas con otras informaciones que
a su vez…. Y vídeos y videoclips, de raperos desafiantes cubiertos de oro y
rodeados de tipas en bikini con el culo en pompa, afectados grupos indies, divas gritonas vestidas como
strippers de barra americana, bromas estúpidas, monólogos con o sin gracia,
conspiraciones demostradas con mayor o menor sentido del ridículo, curiosidades
varias y gatitos adorables, toneladas de gatitos peludos dormitando o volteando
en el aire, y video-tutoriales sobre todo tipo de disciplinas (lo mismo te
enseñaban a hacer una tarta a los tres chocolates que un kalasnikov casero). Wikipedias y frikipedias, artículos de diarios
online, blogs de opinión personal de gente desconocida o muy conocida, y miles
de foros y debates trufados de pseudónimos de colegial amongolado y emoticones
burdos y epilépticos donde todos podían opinar de todo en cualquier idioma y
país comiéndose la gramática y la sintaxis a dentelladas, insultar a famosos y
a desconocidos y explotar de rabia o amor frente a la pantalla inerte de su
ordenador, en pijama o en chándal, sin afeitar o con el pelo sucio, mientras su
cocina ardía en llamas y su vida social, la real, la de carne y hueso, se
desmoronaba a marchas forzadas. Todos querían salir desnudos o semidesnudos y
comportarse como rock-stars, desde
políticos a cocineros pasando por deportistas o paleontólogos, y las estrellas
del porno querían convencer al mundo de que eran grandes intelectuales y por eso
tocaban instrumentos, cantaban y publicaban libros. Las etiquetas ya no tenían
sentido porque todas ellas eran intercambiables, acumulables y eliminables,
pero, paradójicamente, había más etiquetas que nunca.
Y adulterando aún más toda aquella adulterada
información, anuncios, anuncios por doquier, de coches, champú, ropa barata y
comida rápida y sabrosa, yogures milagrosos y cremas caníbales, aquí y allá, en
esquinas, márgenes y centros, un manotazo de descuido, y voilà!, te tenías que tragar el anuncio entero, enterito, entero.
También te ofrecían ligar online y hacer donaciones al Tercer Mundo sin
levantar el trasero de la silla y los deditos del teclado, siempre fiel y
servil al devorador Saturno tecnológico.
“El día que el Mundo estalle en pedazos pillará a la
mayor parte de su población hablando de futbol, móviles, realities y anorexia”. Anabel dixit.
Y luego, naturalmente, estaban Infojobs y compañía:
mis inútiles hadas madrinas de la búsqueda de trabajo online.
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