―Tendríamos
que haber cogido la visita guiada ―gruñó Sebastián―. Así no nos vamos a enterar
de nada.
―No
te preocupes, con todo lo que he leído en Internet no tendremos mejor guía que
yo ―dijo Livia sonriendo, aunque tuviera ganas de abofetearlo.
Sebastián
seguía molesto. Hacía demasiado calor y había demasiada gente. Mira que eran pegajosas
aquellas hordas de turistas en bermudas haciendo cola. Qué mal casaba aquella
estampa con las tinieblas asociadas a Vlad Tepes «El Empalador», que según
contaban, había vivido en aquel castillo, una magnífica fortaleza medieval de puntiagudos
tejados rojizos.
Sebastián
sacó agua fría de su mochila y con desagrado comprobó que la condensación le había
humedecido bastantes cosas. Pero no se quejó porque si lo hacía, Livia le recordaría
que debería comprarse una cantimplora. Como ella, que era perfecta. Las
chicas como Livia nunca metían la pata. Organizaban viajes estupendos y te
hacían importantes favores, sí. Pero se guardaban el secreto a modo de arma arrojadiza.
Media
hora tardarían Livia y Sebastián en entrar al castillo. Se hicieron fotos,
muchas fotos, entre muebles suntuosos y estampas de Dráculas históricos y cinematográficos.
Sebastián salió en todas con gesto risueño. Livia parecía feliz, aunque le sangrara
un talón. Tendrían muchos likes cuando las subieran, una vez en casa.
Habían
aparcado en una callejuela desde la cual se podía ver parte de la cúpula de la
catedral de San Pablo. Hacía más de treinta grados y su coche de alquiler acababa
de perder un espejo retrovisor por obra y gracia de un veterano conductor que
les explicó convincentemente que la culpa había sido de ellos.
―Mira
que no coger el seguro a todo riesgo… Somos imbéciles ―se lamentó Sebastián
mientras Livia miraba y remiraba en los papeles grapados que llevaba en un
portafolios.
―Sebastián,
la idea era cogerlo, pero el tipo del aeropuerto me ha mareado y su inglés era
muy confuso.
―¿Que
su inglés era malo? Pues estamos en Malta, Livia: el inglés es el idioma
oficial.
―Sí,
pero el acento es horroroso, al menos, el de ese tipo.
―La
próxima vez ya hago yo el trámite. Al parecer, tu inglés no es mejor que el mío.
Mucha escuela oficial de idiomas, y mira ―la acusó con rencor.
―Genial.
A partir de ahora todas las conversaciones que necesitemos mantener con
malteses las protagonizarás tú ―sentenció Livia amargamente.
Él
no respondió.
―Sebastián,
¿qué tal estás?
El
cuarto estaba en penumbra. Con suma dificultad, Sebastián se incorporó y contestó:
―Mucho
mejor. No he ido al baño en toda la tarde. Y tengo hasta hambre.
Livia,
preciosa con su caftán nuevo, se acercó y le puso la mano sobre la frente.
―Ya
no tienes fiebre, parece, y es bueno que sientas hambre. Hablaré con recepción
a ver si te pueden conseguir cosas limpias.
El
tono de voz de Livia, que se había pasado toda la tarde con un grupo de chilenos
recorriendo El Cairo, era amable, pero algo frío. Consideraba aquella
indigestión un castigo cuasi divino. Porque qué tonto se había puesto Sebastián
cuando aquella curvilínea danzarina del vientre lo sacó a bailar. Cuando volvió
a la mesa, todos los turistas le aplaudieron entusiasmados; Livia no. Estaba
molesta, pero se limitó a mostrarse distante. Ella tenía clase. No como aquellas
árabes, rusas o lo que fuera que le rondara a su novio.
―Gracias,
Livia ―le dijo Sebastián antes de que saliera por la puerta. ¿Volvería luego con
sus amigos chilenos? ¿Les contaría también a ellos que su novio era un inútil
con un buen trabajo gracias a su padre?
En
Sienna, mientras hacían un alto sentados en la Plaza del Campo, sucedió algo. De
pronto, el bravo sol toscano se ocultó entre las nubes dejándolo todo cubierto
de un triste velo azulado. Tan repentino cambio provocó que un sentido murmullo
de decepción colectiva brotara del ambiente. Livia, en cambio, se mantuvo silenciosa
y sin parpadear, entregada a la indescriptible sensación que de pronto la embargaba.
Sebastián
chasqueó sus dedos a pocos centímetros del rostro de Livia.
―¿Qué
te pasa? Estás como ida…
Livia hizo un gran trabajo para poner en palabras
lo que sentía.
―Sebastián, no sé si notas que este
viaje que estamos haciendo… no es normal.
―¿Cómo que no es normal?
―Creo que
llevamos viajando mucho tiempo, demasiado tiempo.
―No te entiendo, Livia. El viaje
marcha según lo previsto. Dos días en Florencia; dos en Sienna, que es donde estamos
ahora, y pasado mañana iremos a Cinque Terre. Allí estaremos otros dos días
antes de volver a casa.
―Eso
no es así. Y en el fondo lo sabes. Puede que en algún momento hayamos estado en
Florencia, pero es imposible asegurar que eso sucediera «ayer» o «anteayer» porque
ayer, anteayer y más atrás son conceptos que ya no tienen ningún sentido.
Últimamente lo mismo hemos estado en Florencia que en Transilvania, Malta o El
Cairo, pero sin ningún tipo de orden. Es como si el tiempo se hubiera transformado
en una especie de tornado y nos hubiera atrapado en él, haciéndonos viajar y viajar
de forma desaforada.
Sebastián frunció el ceño. Qué
diablos le estaba contando Livia. ¿Es que aún no le había perdonado su intrascendente
tonteo con aquella colega ucraniana? ¿Volverle loco era su venganza?
―Livia, tú no estás bien. Eso es una
locura.
―Sebastián:
piensa. ¿No te das cuenta de que hace siglos, por decir algo, que salimos de
casa?
Sebastián decidió recurrir a la
objetividad, como cuando discutía en el trabajo. Sacó el móvil y buscó el
billete de avión Milán-Casa que tenía descargado.
Con gesto triunfal se lo mostró a
Livia.
―¿Ves? En cuatro días terminamos
este viaje que comenzó hace tres. El tiempo sigue siendo una magnitud física dividida
en pasado, presente y futuro. Otra cosa es que estés agotada y necesites echarte
una buena siesta.
Livia
quiso rebatirle, pero no le dio tiempo. El sol volvió a salir de entre las nubes,
la piazza estuvo de nuevo bañada en luz ambarina, y ella y Sebastián
continuaron con su viaje.
Me gusta. Buen relato.
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Luisa! Es una versión corta de un relato más largo. Tenía mis dudas con acortarlo, por eso agradezco mucho tu comentario ;)
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