lunes, 30 de diciembre de 2019

Vestidos de Nochevieja

Afuera, en la calle, comienzan a sonar villancicos enlatados. Los villancicos se fusionan con el reguetón de la tienda, creando una cacofonía imposible. «Pruébate éste, tiene mogollón de elastano», le dice Natalia con su tonito repelente descorriendo airadamente la cortina del probador. Un chico que acompaña a su novia ve a Sara en bragas, calcetines y jersey. Sara es consciente entonces de que no lleva depiladas las ingles y que tendría que haberse pasado un poco la maquinilla por las piernas, aunque su vello corporal no es nada comparado con las estrías asesinas que luce en barriga y muslos. «¡Natalia, tía!», grita suplicante. Natalia ni se inmuta. «Venga, cógelo. Yo voy a probarme el palabra de honor rojo». 
Y, qué remedio, Sara coge el trapo número cuatro —más purpurina mata-tortuguitas marinas, más drapeado estilo interior de ataúd, más tela denterosa al tacto—, y toma aire. Con asco descubre que el desodorante ya la ha abandonado: el probador entero huele a su fuerte sudor, contra el que lucha sin cuartel desde los diez años 
(y para el que no son nada recomendables las fibras sintéticas que protagonizan la colección de esa tienda). En busca de algo de frescor, se recoge la espesa melena en una cola de caballo. Como ha llovido, lo tiene muy encrespado. «Pareces una escarola», le suele decir Natalia cuando se le pone así. Y de nuevo, «Sara vs el Vestido», y como siempre, el vestido tiene todas las de ganar. 
La imagen que le devuelve el espejo le da ganas de romperlo a cabezazos. Sí que es elástico, pero ese escote, ¿por qué diablos tiene que empezar tan abajo? Se le salen las tetas. Y es tan ceñido que las cartucheras parecen aún más redondeadas. Los niños tercermundistas que lo cosieron pensarían, entre puntada y puntada, cómo vengarse de gordas occidentales como ella. Se pone de puntillas para ver cómo sería con tacones: parece un botijo haciendo ballet. Mira hacia abajo. La uña de su rebelde dedo gordo derecho le ha roto el calcetín. Más que de llorar, Sara tiene ganas de amputarse medio cuerpo. ¿Por qué diablos le habrá dicho a Natalia que sí, que la acompañará al cotillón de Nochevieja de esa sociedad de snobs que una vez al año abre sus puertas a cualquiera dispuesto a pagar cincuenta euros? Ah, vale, que va el Óscar de los cojones, el pijo ése que Natalia ha conocido en su nuevo colegio. Sus padres la han sacado del instituto y la han metido ahí porque ahora tienen más dinero. Y aunque Natalia diga llevarse bien con sus nuevas compañeras, recurre a Sara cuando no les puede seguir el ritmo, a saber: fines de semana de esquí en los Alpes franceses o las exigencias de ciertas fiestas de cumpleaños. O cuando, sencillamente, necesita apoyo moral, como en esa ocasión. El problema (para Natalia) es que Sara es una jodida gorda difícil de adecentar. 
La cortina vuelve abrirse. «Buff, te queda fatal», le suelta Natalia con el palabra de honor rojo talla XS y los brazos en jarras. Parece la modelo de ese anuncio de perfume en el que una voz gangosa susurra en francés mientras la protagonista recolecta manzanitas de cristal en un bosque de videojuego. Una vez más, clientes y dependientas admiran sin disimulo el aspecto de Natalia y ella disfruta, aunque finja no darse cuenta. Pero aunque Natalia esté francamente guapa, Sara sabe que ni se acercará al tal Óscar. Porque Natalia sólo saca el carácter con ella. Como sucede entonces. «Sara, ¿por qué no haces la dieta pre- navideña que te dije, tía? ¿Es que no ves que no te puedes comprar nada mono?», la ataca. La respuesta de Sara es cerrarle la cortina sin decir nada. El tema de las dietas es su talón de Aquiles, del mismo modo que las matemáticas el de Natalia. La gente no la cree, pero ninguna le funciona. Se cansa a los pocos días y vuelve a la comida rica. Su cuerpo es un maldito ente rollizo que va a lo suyo. 
Para el final de la tarde, Sara y Natalia tienen sus vestidos de Nochevieja, en el caso de Sara, una suerte de saco plateado. Las dos caminan satisfechas por el centro, engalanado a conciencia con luces y adornos navideños. Entonces, se topan con ella. Sara no la ha visto hasta entonces, pero en cuanto percibe cómo Natalia se para y saluda a ese figurín de Instagram, sabe que se trata de ella: de la mil y una veces citada Mireia. Mireia, muy en su lugar, las saluda con dos besos en las mejillas. Natalia, todo dulzura y sonrisas, le pregunta si ya tiene vestido para el cotillón. «Síiiii», le contesta Mireia con satisfacción, las mejillas encarnadas de la emoción, los ojos color turquesa entornados: «Ahora mismo voy a la modista para la última prueba. Es que me he hecho el vestido a medida, con una tela super chula que compró mi madre cuando fuimos a Turquía. Así no hay riesgos de que me imiten, como les pasa a esas cutres que se compran el vestido en tiendas low cost». Y Mireia saca la lengua y guiña el ojo con picardía. Encuentro terminado. Mireia desaparece feliz y triunfal, moviendo como un poni de dibujos animados su impecable coleta rubia. 
El semblante de Natalia sufre un cambio radical: es como si de pronto le pasara por la cara una nube negra. Se lo piensa unos segundos, coge a Sara del brazo y en silencio la conduce de vuelta a la tienda. Y Sara, por primera vez en toda la tarde, se siente más feliz que Natalia: ella no devolverá su vestido. 

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