La
estación de autobuses está casi vacía. Y qué frío hace. No hay nadie en la ventanilla
y llevo ya un buen rato aquí. Miro el reloj y maldigo en silencio. Se me hace
tarde. Voy a tener que pedir ayuda si quiero sacarme el billete.
Pese a la insistencia de mi sobrina, no
tengo internet en el móvil ni pienso tenerlo. Me abruma todo ese mundo de
interacciones demenciales e información a raudales. No.
Hago un rápido barrido para saber quién es
el perfil más idóneo para ayudarme y elijo a una muchacha extranjera sentada en
un banco con un niñito al lado, ambos absortos en sus dispositivos. Me acerco y
con mis mejores modales le pido ayuda. Afortunadamente, accede. Y es amable. Con
el crío de la mano me acompaña a esas infames pantallas donde siempre me acabo
perdiendo, y en un abrir y cerra de ojos me saca el billete como quien arranca
del suelo una mala hierba. Le doy las gracias encarecidamente y madre e hijo vuelven
a su banco y a sus mundos cibernéticos.
El viaje en autobús es corto, agradable.
No he estado muchas veces en este pueblo, solo
alguna vez, en eventos a los que me invitaban cuando Antonio estaba vivo.
Hace aún más frío que en la ciudad. Saco
de mi bolsillo el papelito con el plano que me he hecho con la ayuda de las páginas
amarillas. Gracias a Dios, mi destino no está lejos y la tarta no pesa
demasiado.
Llego en diez minutos. El edificio que se
levanta frente a mí es un rotundo cilindro blanco, un cruce entre prisión y colmena.
Aquí es donde la tienen. Toco al timbre y pronto tengo delante a un muchacho
con mascarilla, bata y guantes. Me mira con recelo y me impide la entrada. Como
si yo fuera uno de esos vampiros a los que jamás se debe invitar a entrar.
Me presento y comunico el motivo de mi
visita. Y él niega con la cabeza como un autómata.
Señora, sin cita es imposible.
¿Pero ya me ha oído lo que le he dicho?
Que la han metido aquí sin avisarme. Que me enteré ayer. Que eso no puede ser
legal, digo.
No es por ofenderla, señora, pero mi
experiencia me dice que sí lo es. Otra cosa es que no sea ético, suelta.
Llevaba días llamándola a su casa y a
veces su nuera cogía y me decía que me había equivocado. ¿No es eso algún tipo
de fraude?, insisto, y se me quiebra la voz. Es mi hermana, podría haber vivido
conmigo.
Señora, explica el chico, nosotros no
podemos meternos en asuntos familiares. Si quiere ver a su hermana tendrá que
pedir cita y deberán aprobarla.
Noto que las mejillas me arden, pero es
obvio que tengo las de perder. Lucho conmigo misma para sacar mi tono más
civilizado y le pido que, al menos, le entregue la tarta. Que es su santo.
Y de nuevo, No. Que no es posible, que mi
hermana no puede tomar tanta azúcar.
Pierdo la calma y me permito lanzar algún
exabrupto. Contra él, contra la burocracia, contra el mundo.
Los ojos del chico se amusgan y es como si
oyera ya el portazo en mi cara, pero entonces una cabecita morena con
mascarilla entra en escena, asomándose por detrás del fiel guardés. Los ojos
negros de ese rostro me miran con un brillo especial.
¡Señorita Camargo!, me llaman. Acabo de
oír su nombre, me he acercado, y sí, ¡es usted!
Me quedo clavada en mi sitio, y a su
compañero los ojos casi se le caen de las cuencas. ¿La conoces?, pregunta.
Claro, responde ella, y se quita la
mascarilla y entonces la reconozco.
Rebeca Expósito Núñez. Ese es su nombre. Pasan
los años y sigo teniendo en la cabeza, bien incrustados, listados enteros de
alumnos. De muchos de ellos puedo hacer un perfil completo. Rebeca es una de esos.
Provenía de una familia desastrosa, pero se había librado de las casas de
acogida gracias a una tía soltera. Era un tipo de cría a la que ahora llamarían
«hiperactiva» y que en su época era sencillamente insoportable. Hablaba como
una cotorra, reclamaba constantemente atención y copiaba en los exámenes con tal
descaro e ingenuidad que resultaba cómica. Aunque no era una niña maligna, yo no
le auguraba nada bueno. Viendo su propensión al coqueteo, llegué a predecirle un
embarazo adolescente y una vida marcada por las ayudas sociales.
Y ahora, veinte años después, aquí la
tengo: adulta, sonriente, vestida de uniforme. La felicito con un hilo de voz y
cierto apuro: ¿fui buena con ella?
Cuando explico el motivo de mi visita, me
escucha atentamente y se disculpa: lo siento, señorita Camargo, pero mi
compañero tiene razón. Tal y como está su hermana, no podemos dejarla entrar
sin una petición formal.
Decepcionada, me giro para irme casi sin
despedirme, pero su cálida mano me detiene y me cuenta algo: que si se formó
como auxiliar fue gracias a una de aquellas lecturas del listado que yo
entregaba a mis alumnos a principios de curso. Por el relato La señorita
Cora, de Julio Cortázar. La historia de una joven enfermera y un niño
enfermo.
La sonrisa se me junta con las lágrimas al
escuchar semejante confesión, y Rebeca no para ahí. Empieza a enumerar con
emoción buena parte de las obras que yo les hacía leer y dice que ella, pese a
ser una mala estudiante, siempre cumplía y disfrutaba mucho. Habla tanto que su
compañero, con cara de fastidio, acaba despareciendo de escena. Cuando nos
quedamos a solas, mi exalumna cambia completamente de registro y con mirada
astuta me susurra: «señorita Camargo, vaya a la parte trasera y espéreme en la
puerta de cristal. Por allí la llevaré a ver a su hermana».
Afirmo cómplice y Rebeca se va con una
sonrisa.
De repente ya no tengo frío, y llena de
regocijo me dirijo al lugar señalado.
Expósito Núñez, Rebeca: muchas gracias.